Escuchar, ser escuchado, en lo común y lo inaudito es un lazo que nos sostiene mientras la penuria o la violencia no se vuelvan obstáculo, como en este hoy, siempre de pasaje hacia algo incierto. Aludo con esas palabras, además de a la capacidad de escucha del psicoanalista, a su voz convocante que nunca fue desértica ni solitaria. Si la verdad del sujeto para el psicoanálisis nos recuerda a Hanna Segal («lo peor es el silencio»), Marcelo no acalló su solidaridad con aquellos que padecían la injusticia y la gravedad de los problemas sociales; con su psicoanálisis situado y comprometido, con su yo y nosotros atravesado por la historia y las resonancias de la polis, haciendo escuchar aquí y en el exilio su voz, con sus impertinentes lecturas y reflexiones.
Aquellos años no lograron fracturar su pertenencia a Uruguay, a América Latina. Su regreso nos permitió un verdadero encuentro fraterno y cariñoso, con su abrazo y su sonrisa característicos; esas palabras y gestos en su estilo tan propio de tonos, con escansiones y silencios que mantenían en suspenso cierta interrogación, tanto en presencia como en la escritura.
Escribo con mi sesgo personal, desde el conocimiento transferencial, amistoso y admirativo de su postura psicoanalítica contextuada; que, aun siendo clásica, abría y expandía las fronteras de una teorización sin rigidez teórica. Nada afecto a las abstracciones metapsicológicas ni a los sistemas de pensamiento, oíamos el obstinado rigor de su pasión por los orígenes del fundador y sus filiaciones libres: «Ni freudiano, ni lacaniano, ni kleiniano». Así fue mi primer análisis grupal coordinado por Marcelo y Daniel Gil, en el que la parte de historia censurada y lo desconocido se abrieron en los lazos amorosos y odiosos de una experiencia radical e inaugural.
Sus amigos-hermanos de Uruguay formaban un grupo de analistas que lo esperó activamente, transitando deseos y duelos, reescribiendo el psicoanálisis del Río de la Plata y su praxis, formando grupos de estudio. Nos insertamos en esos grupos desde formaciones diferentes y salimos, con esa riqueza, del anonadamiento del estado dictatorial. Los grupos intercruzaban sus miembros y así otros amigos entrañables fueron los historiadores José Pedro Barrán y Gerardo Caetano, comprometidos también en la interdisciplina y la transdisciplina. Solo señalo aquí a los analistas más cercanos a mi experiencia: Daniel Gil, Myrta Casas, Maren Ulriksen, Alberto Pereda, Fanny Schkolnik, Edmundo Gómez Mango y Luisa de Urtubey en París, Juan Carlos Plá y Esperanza en México, y Guillermo Bodner en España.
Podemos decir que Marcelo fue primero pensador del malestar y la inquietud, y que devino, con el siglo XXI, en pensador de la pérdida de un mundo que cambia irremediablemente. Decía sentirse ajeno y extraño, con su sensibilidad e ideales diferentes a los de las transformaciones culturales y sus nuevas reglas y códigos; desde lo sexual a lo jurídico y político, desde lo ideológico y cultural en general. El relato individual y colectivo que había constituido su sostén analítico, como una historia que cuenta con antecedentes estables, era insuficiente, y lo parcial y fragmentario le parecía algo caótico. Toleraba, como maestro resignado, dar lugar a otros que le discutiéramos su perspectiva y ¡hasta parecía aliviado! El futuro ya había llegado, pero en una forma diferente a la anhelada, y escribió sobre la tensión entre el semejante –el prójimo– y el enemigo, retomando las concepciones de el otro de Freud y Lacan.
Destaco especialmente cómo Viñar y Gil, dos figuras centrales del pensamiento psicoanalítico latinoamericano, se dedicaron a escribir sobre dos centros de lo ominoso, de la violencia del hombre: ¿cómo un sujeto humano, común, puede convertir a otro en un desecho sin detenerse en el sufrimiento infligido (el terror y la tortura)? y ¿cómo un sujeto o sociedades enteras pueden desconocer la existencia misma de otro diferente (exclusión y exterminio)?
Cuando Marcelo desarrolló los grupos de palabra, les dio voz a quienes no la tenían y a sus cuidadores. Y escribía: «El primer paso es que el extranjero debe ser reconocido en su existencia como problema… el prójimo, el semejante plantean desafíos para los que el psicoanálisis no tiene una respuesta límpida, sino solo balbuceos contradictorios […]. Es necesario tematizar y generar narrativas que permitan simbolizar la presencia del semejante y del diferente como dos existencias no excluyentes».
Este es el hilo de la semiotización necesaria del dolor; el trauma y las fracturas de memoria que atraviesan toda su obra. Y es paradojal como el psicoanálisis mismo, en medio de la riqueza de su discursividad, acuñaba su frase: «La respuesta es la condena de la interrogación». La búsqueda continúa en su nombre.
Marta Labraga es psicoanalista, integrante de la Asociación Psicoanalítica del Uruguay.