“En Siria, Rusia interpreta Bach donde el Isis ejecutó a 25.” El título, que refiere a la presentación de una parte de la orquesta del teatro Mariinsky de San Petersburgo en la recién reconquistada Palmira, no proviene de la prensa cercana al Kremlin sino del New York Times. Habla de músicos que bajan con rostro de dormidos y la barba crecida en una base rusa en Siria y desde ahí, apretados en un ómnibus militar, recorren los 251 quilómetros que los separan de la ciudad que hasta hace dos meses estaba en poder del Daesh o Estado Islámico (Isis, por sus siglas en inglés).
Los yacimientos arqueológicos son un sitio relativamente habitual para las funciones de música clásica. Tampoco es la primera vez que se hace un concierto en una zona de guerra. Recuérdese el estreno de la Séptima sinfonía de Shoshtakovich en una Leningrado cercada por los nazis. O las solitarias interpretaciones del Adagio de Albinoni por parte de Vedran Smailović en la sitiada Sarajevo. Pero cuando se combina un yacimiento de casi dos mil años de historia con una guerra en curso en la que una de las partes se ha dedicado a dinamitar templos de ese mismo yacimiento, además de crucificar o decapitar civiles, puede hablarse de un acontecimiento irrepetible. El “acontecimiento espécimen” de los sociólogos.
Si en vez de haber sido la orquesta del Mariinsky en una ciudad siria liberada con apoyo ruso y precedida por una intervención de Vladimir Putin, hubiera sido la orquesta del Metropolitan de Nueva York tocando en una ciudad iraquí recuperada por “la coalición” y siendo saludada vía satélite por Barack Obama, quizás los canales de televisión occidentales habrían suspendido sus programaciones habituales para trasmitirlo en directo.
La hipotética comparación, sin embargo, es indemostrable: nada similar al simbolismo de liberar Palmira ha sido logrado por Obama hasta el momento.
Palmira no es sólo patrimonio de la humanidad. Su carácter de lejanísimo reino autárquico cuyas ruinas están enclavadas en medio del desierto siempre fue para los occidentales –en especial durante la bruma del Romanticismo– uno de los espejismos de Oriente. Baste con pensar en Rossini y su ópera Aureliano en Palmira, rivalidad entre Roma y Persia por los favores de la reina Zenobia.
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La velada musical del jueves 5 tuvo sus claroscuros. Uno de los solistas, por ejemplo, es un cercano amigo de Vladimir Putin que apareció en la filtración de los Panama Papers como propietario de sociedades offshore. Casi todos los medios que dieron cuenta del concierto –“Música y propaganda, pero no paz”, tituló El País de Madrid– destacaron la presencia del chelista Sergei Rolduguin. Pero el New York Times tenía la ventaja de contar con un periodista reportando desde el terreno, para el caso Andrew Kramer. Entonces, mientras El País tildaba al chelista de “supuesto testaferro” de Putin, sin poder aportar mayores evidencias que la sospecha, Kramer podía hablar con el presunto millonario.
Rolduguin no llevó a Palmira su Stradivarius, esos instrumentos de cuerda que son considerados una obra de arte en sí misma y cuestan en consecuencia. Y el modo en que Kramer elige contarlo vale por diez alusiones de sus colegas madrileños: “‘No podría haber traído un chelo como ese a este clima, con el calor y el polvo’, dijo el señor Rolduguin, mostrándose como un músico de medios modestos, en un aparente desmentido a su vasta –al menos en los papeles– riqueza offshore. ‘Es un instrumento raro’, dijo. ‘Cuesta mucho dinero’”.
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Cuando Oriana Fallaci reportaba desde Vietnam –así lo cuenta en Nada y así sea– no podía evitar identificarse, en muchos momentos, con los marines estadounidenses, a pesar de su relativa simpatía hacia los vietnamitas que los combatían. Kramer estuvo en Siria durante el concierto y a la vez conoce bien a los rusos. Así que los ha visto hacer esa operación militar para transportar, en un convoy custodiado por helicópteros artillados, a músicos que se estaban jugando la vida. Los lideraba el director Valeri Guerguiev, la batuta más conocida de la música rusa en la actualidad, invitado frecuente de las principales formaciones orquestales de Estados Unidos, Inglaterra y Alemania. Un gigante del Cáucaso tan obsesivo del control, que decide hasta qué van a almorzar sus músicos en el teatro Mariinsky de San Petersburgo, según dijo a Brecha un técnico uruguayo que lo ha visto trabajar.
No goza, sin embargo, de unanimidades. A veces sus conciertos en =ccidente son precedidos de protestas, como ha ocurrido en Londres en noviembre de 2013, cuando le reclamaban por su apoyo a las leyes antihomosexuales de Putin. O en abril de 2014, también en Londres, esta vez en rechazo a su postura favorable a la anexión de Crimea.
El artículo de El País de Madrid sobre “Plegaria por Palmira” señala algo que saltaba a la vista pero que pocos notaron: ¿dónde estaban las mujeres de la orquesta? Guerguiev sólo llevó músicos hombres a Siria. Hay un eco ahí de lo que contaba Svetlana Alexiévich en La guerra no tiene rostro de mujer. Esa sobreprotección que es otra de las aristas del machismo. No era raro en el mundo de los años cuarenta; hoy, siete décadas más tarde, parece seguir siendo una de las peculiaridades de Rusia. No en vano –recordó la Bbc en su momento– los cables diplomáticos estadounidenses revelados por Wikileaks en 2010 calificaban a Putin como un ejemplo de “macho alfa”.
¿Qué hacer entonces con esa manada algo medieval que ha quitado su presa más preciada al Isis y ahora lo festeja a toda orquesta? El canciller británico Philip Hammond lo tiene claro. Hay que encadenar al oso (la metáfora es de Putin). Por eso Hammond criticó el concierto de Guerguiev en Palmira como un “intento de mal gusto de desviar la atención de los sufrimientos continuos de millones de sirios”. Alonzo, el detective carismático y corrupto que interpreta Denzel Washington en Día de entrenamiento, hubiera opinado diferente: “Para proteger a las ovejas hay que cazar al lobo, y sólo un lobo puede cazar al lobo”. Alonzo también hubiera pasado por alto las 2 mil víctimas civiles que se le achacan a los bombardeos rusos y que Moscú niega.
Mientras Kramer preparaba su reporte para el New York Times no sólo estuvo siguiendo el despliegue del convoy desde la base de Latakia y el posterior concierto en Palmira. Habló con muchos de los rusos que ahí están “cazando al lobo” (aunque hay quien dice que aprovechan la cacería para proteger a otro lobo, el mandatario sirio Ba-shar al Asad), se metió en sus tiendas de descanso y hasta en su biblioteca. También ha dialogado una y otra vez con periodistas de ese origen (informalmente o en mesas redondas organizadas por esas Ong que a Putin le desagradan tanto) y conoce las dificultades de sus colegas para trabajar en un país donde la libertad de prensa es una utopía. A la vez, en sus múltiples viajes y estancias en Moscú ha podido conocer –todo lo superficialmente que puede conocerse algo así siendo un extranjero– la forma de pensar y sentir de los rusos. Así que Kramer puede, por una parte, sugerir que el chelista millonario será chelista pero no parece tan millonario, por lo que tal vez sí sea un testaferro de otros, pero por otra parte, eso no le impide a Kramer entender que tocar Bach y Prokofiev en un lugar donde el Estado Islámico decapitaba seres humanos, incluido el arqueólogo que estaba a cargo de preservar las ruinas, es mucho más que sólo propaganda.
A veces “interpretar Bach donde el Isis ejecutó a 25”, es también interpretar Bach donde el Isis ejecutó a 25.