Es muy difícil poder establecer hasta qué punto el ambiente editorial y artístico uruguayo está en deuda con ciertos actores de su accidentada dinámica cultural. La cita de Tomás Maldonado presente en el catálogo de esta muestra1 relativa a que el factor “arte” no es siempre preponderante en el campo del diseño gráfico –en el que intervienen además razones de orden productivo, económico y simbólico y, por ende, los diseñadores no son necesariamente artistas–, viene al pelo para… contravenirla. Horacio Añón (Montevideo, 1940) es diseñador y artista, y su trabajo gráfico no sólo no puede escindirse de sus demás facetas creadoras, como la fotografía, el dibujo y la arquitectura, sino que podría considerarse dentro de las “bellas artes”, aunque este término suene obsoleto y nada haya más alejado del sentido “decorativo” que puedan encerrar esas dos palabras. Precisamente, el buen diseño gráfico no es un agregado sino que es vertebrador de ideas –estéticas y conceptuales– y ayuda a comprender mejor el contenido de aquello que enuncia por medio del afiche, el folleto o el libro, y lo sostiene con su propia lógica visual. El buen diseño, claro. Por eso hay que saludar la iniciativa de la principal pinacoteca del país al exponer los mayores logros de este campo cuyas autorías quedan a menudo invisibilizadas por la naturaleza de los otros factores no artísticos que menciona Maldonado. En ese sentido, la aventura creativa de Añón ha tenido una poderosa influencia, que se corresponde con la masividad y el éxito de los emprendimientos editoriales en los que intervino. El silencioso “perfil bajo” de su nombre, al menos entre el gran público que accede a sus diseños, no es más que un efecto de las decisiones estéticas que privilegian la legibilidad de la obra antes que un cierto “divismo” –la palabra es exagerada– del diseñador gráfico. Diseños emblemáticos suyos son los 48 fascículos coleccionables de Nuestra tierra (1969-1970), la colección de 100 años de fútbol (1970), la serie también coleccionable de Los departamentos (1970), la primera edición de Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano (Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República, 1971), Hombres y oficios, de Juan Capagorry (1973), ilustrado con sus dibujos, al igual que 20 mentiras de verdad, de José María Obaldía (Cámara Uruguaya del Libro, 1985), varios títulos emblemáticos de la Biblioteca de Marcha, como El acoso, de Alejo Carpentier (1972), y Los poetas comunicantes, de Mario Benede-tti (1972), los afiches para la Feria del Libro en los años ochenta, y desde 1976 Sport ilustrado y la Revista Uruguaya de Psicoanálisis, entre otros. No hay que olvidar que Añón fue cofundador de la editorial Banda Oriental y que sus primeros trabajos para la editorial Tauro –entre los que destaca Treinta poemas, de Idea Vilariño–, así como los ya mencionados coleccionables de Nuestra tierra, contribuyeron al boom editorial de los años sesenta. Formado en escultura con Rubens Fernández Tudurí, es decir, con conocimientos sólidos en composición y dibujo, el “Flaco” Añón impuso en sus trabajos un sello de sobriedad y de equilibrio (el joven inquieto, nos cuenta José Rilla en el catálogo, había leído a “algunos clásicos griegos”). Sobre la base de una economía de recursos técnicos limitados y una tipografía poco variada Añón sacó el mejor partido. Lo dirá el curador Rodolfo Fuentes con palabras precisas: “acostumbrado a la escasez endémica de fuentes tipográficas en el mercado uruguayo de esos años, adoptó una paleta limitada pero muy efectiva, dando importancia a los juegos de tamaños más que a la variedad de los tipos. Sus naranjas y rojos mates, sus verdes secos y colores tierra, los ritmos de imágenes que se repiten para ser otra imagen, los textos, donde la tipografía es clara, potente y no plantea jamás problemas de legibilidad, van conformando, trabajo tras trabajo, un repertorio visual muy reconocible y sobre todo muy influyente”. Agregamos: prefiere los contrastes fuertes a las modulaciones de color, y la figuración antes que los motivos abstractos. Cuando estos últimos concurren, como en la portada de Educación y vida, de Pierre Furter (Tierra Nueva, 1972), o el tomo I de El comercio exportador del Uruguay 1962-1968 (Departamento de Publicaciones, 1972), se inclina por las soluciones cercanas al cinetismo. Formalmente, éstas se emparentan con un procedimiento muy explotado por Añón, que es la repetición seriada de una imagen a diferentes escalas –la mayoría de las veces se trata de la figura humana–, y que da cuenta también de los procesos de masificación de la vida cotidiana que se viven a fines de los años sesenta como parte de un clima social por demás complejo y problemático. Añón supo captar ese ambiente también en sus fotos en blanco y negro, con una mirada siempre medida, sin incurrir en excesos, dando el tono exacto del drama humano o sugiriéndolo con una mano o con un “ojo” riguroso. La exposición resuelve en el montaje esa tensión latente con un neutro gris de fondo que hace resaltar el juego de contrastes de sus carátulas, sus fotografías y sus dibujos. Es muy difícil, decíamos al comienzo de estas líneas, aquilatar la deuda ante los grandes creadores. Pero esta muestra es un paso significativo, por cierto, para aminorarla.
El valor de la sobriedad
Añón. Un diseñador en su tiempo. Curador, Rodolfo Fuentes. Museo Nacional de Artes Visuales.
Un diseñador en su tiempo. Curador, Rodolfo Fuentes. Museo Nacional de Artes Visuales.