Es difícil decir hasta qué punto o con qué elementos de estilo se mantiene una tradición pictórica a lo largo del tiempo. En el caso del legado torresgarciano se podría aventurar que el uso de cierto registro cromático, el empleo de las reglas de oro –las proporciones áureas en la composición– y un simbolismo americano bastarían para sostenerlo. Pero esto es cierto sólo en parte o quizás no, tal vez una afirmación tan simple resulte inoperante. Pues ni el mismo Torres García mantuvo una única línea de investigación cromática y no siempre se basó –o no únicamente– en una iconografía precolombina y, en suma, el universalismo constructivo, más que una doctrina cerrada o un recetario, se nos ofrece como un conjunto de ideas orgánicas que admite incorporaciones formales y supone la refundación constante de un sentido universalista de la pintura. O al menos así nos gusta imaginarlo.
Lo cierto que en esta muestra1 de Federico Méndez (Montevideo, 1978) y Gustavo Serra (Montevideo, 1966) la tradición torresgarciana está claramente presente y eso salta a la vista a cualquiera que conozca la obra de los discípulos de Torres y la Escuela del Sur. Ahora bien, ¿con qué sustento podemos afirmar que el legado de Torres se hace presente? “La pintura directa y salvaje que realizan Gustavo y Federico parece llevar hasta sus últimas consecuencias algo de lo que Torres García proponía con aquello de ‘lo aparente’ y ‘lo concreto’ en el arte”, afirma Alejandro Díaz al inicio del catálogo de la muestra. Sí, hay una decisión in extremis en estos dos artistas que se obligan en un reduccionismo formal –en sintonía con investigaciones personales previas– para ahondar en la monocromía como concepto y “atravesar” con su paleta peculiar las formas representadas, consiguiendo con ello un equilibrismo sutil entre la figuración y la abstracción, entre lo concreto y lo aparente. Ambos artistas realizan obras de considerables dimensiones y comparten un tratamiento de la pintura de pinceladas gruesas, una pintura que no esconde el gesto, sino que lo realza con ímpetu y se regodea en su potencia expresiva. La obra de Serra es más sintética en las formas, que parecen mediar entre la representación de un objeto –el perfil de una vasija, por ejemplo– y el signo puro –ese mismo perfil del cuenco que se transforma en un signo de interrogación–, mientras que la pintura de Méndez es más intrincada o menos despojada en lo compositivo (“Ciudad mental”, 2017) y plantea otro tipo de profundidad, con planos más definidos. Ambos creadores ejercitan para cada obra el uso de un color en su valor tonal preponderante: sugieren una luz que contribuye a lo que Torres García llamó la “Estructura”, así con mayúscula, es decir, el orden que vertebra la visualidad de una obra. Se exhiben también pequeños ejercicios escultóricos de Serra con un evidente cometido lúdico: más que esculturas semejan pinturas traspuestas al espacio cuyas formas primordiales –cilindros, trapecios, cubos– comenzaran un lento declive y se apoyaran unas en otras. Por su parte, Méndez incursiona también en el ensamblaje vertical: composiciones con madera policromada colgadas en las paredes que desafían la frontalidad y se adelantan hacia el observador (“Cabezas rojas clavas”, 2016-17) en una formulación plástica bastante alejada de sus otras propuestas pictóricas. Tensando la línea experimental, pero manteniéndose firmes en búsqueda de una tonalidad esencialista de la pintura, Gustavo Serra y Federico Méndez conforman aquí un dueto convincente, que mantiene viva la larga tradición de la Escuela del Sur con una carga expresiva propia y singular.
- Monocromos. Curadora: Elena O’Neill. Museo Torres García.