«Qué espónsor la muerte», parece que dijo una vez el Corto Buscaglia en referencia a Mateo, que pasó de ser un cuadro marginal a convertirse en uno de los más claros referentes de la cultura popular uruguaya. Al parecer, cuando el arte se desenvuelve del trapo de carne que lo lleva a cabo adquiere una nueva sustancia asimilable a las normas del mercado, favoreciendo los bolsillos de algunos y el paladar de muchos. Es una canción con notas tristes, es cierto, pero aun así tiene un final y no sólo unos puntos suspensivos que nadie llenó.
La muerte, para algunos, es un evento rimbombante, glorificante. El paria adquiere notoriedad, el mudo, voz, el opaco, brillo y hasta las bestias que trituraron personas se vuelven filántropos animalillos en las fábulas que cuentan sus seguidores. Para otros, la muerte es un trámite aburrido o un agujero negro que se traga a los perdidos.
Qué lucha desgastante la que damos contra el olvido. No sé si es por haber sido parido a la calle en los noventa o si es el síndrome de Peter Pan, pero hay recuerdos que se aferran a los últimos pelitos de las neuronas y suelen alborotarse en los reencuentros o en algunos cruces de esquina. Una vieja foto, el olor a vino, alguna boca torcida dislocando versos a la luna o cualquier toque de tambor te traen consigo, y contigo vienen el pelo largo, las tertulias interminables, las ocupaciones, las ollas populares y la militancia, las lonjas –a las que les hacés tanta falta– y las murgas compartidas. Quilómetros recorridos de a centímetros, porque la vida de hormiga es breve y laboriosa y, cuando la parca viene a reclamar lo suyo, tiene que encontrarnos vivos.
La muerte es cruza con gato y a veces se deja hacer mimos, pero de repente sobreviene el zarpazo y no hay tutía, te despedís como siempre del tablado, a veces sin luces, sin ver por dónde bajar. Así, te hacés pomada contra el piso, se te arruga el disfraz y un charco ubicado maliciosamente te quita los pocos restos de brillantina que aún te quedan. Creo que, en el fondo, nadie quiere dejar sin resolver los acertijos de su vida ni heredar a los que vamos con el pelotón un puzle al que le faltan piezas; pero pasa y, al revés que los dinosaurios, esas piezas siguen sin aparecer.
Cabecita tenía nombre y apellido, pero ese no era él. Los que lo conocimos sabemos que se llamaba así y a ese nombre respondía. Hay tantas anécdotas flotando en el éter amagando a caerse… pero no te preocupes, esas se quedan con nosotros, los que te guardamos un vaso y un lugar en las reuniones.
Un día fuiste noticia. Cayó como una piedra que quedó haciendo ondas entre los charcos, una mala racha que terminó con un lacónico «y sí, ‘taba visto». Hacía tanto tiempo que te habías ido que ese momento fue sólo una confirmación, un cerrar la puerta sin decir adiós.
El Cabecita murió con lo puesto, en la calle que lo vio nacer, sin su familia, sin sus amigos y, probablemente, sin siquiera saber cómo. Y aquí la interrogante que aún no tiene respuesta: ¿qué pasó? ¿Fue la mala vida, las lesiones acumuladas, fueron unos sicarios que te sacaron del camino o fue la impunidad institucionalizada que te dio un culatazo certero porque no le valías ni siquiera una bala? Hay tantas versiones encontradas que no logran encontrarse en ningún punto, salvo en el resultado final. Ahora sos parte de una estadística que se escribe con la mano y se borra con el codo, que se suscribe a la lista de los consumidos por la aporofobia, ejecutados en la calle, en la cárcel, o muertos a traición por los cultores del odio que no pueden tolerar que les rayen las paredes. Todos sin respuesta, lágrimas de tinta secándose en los pómulos.
No puedo dejar de imaginar a unos cerdos orwellianos encendiéndose habanos con nuestros billetes, riendo porque los quemados en la calle «al menos no tienen frío», porque pueden soltar a sus perros si te juntás a tocar el tambor, o porque las manchas de sangre se tapan con pintura y un cartelito de «prohibido fijar avisos». Seres que simulan bastante bien estar vivos, pero que rehúyen a cualquier manifestación de la vida, carcomidos por la envidia.
Mi mente tortuosa fantasea con estos seres culposos en busca de un culpable. ¿Hay alguien ahí afuera… al menos un eco…?
Escuchame, pedazo de silencio: te llevaste una parte de la cultura urbana de Montevideo, un músico nato, lleno de talento, un amigo, un hermano. Ojalá que la vida te dé todo lo que merecés y te llene del ruido de todos los que no pueden cantar ahora.
Te fuiste hace dos años y recién se me descontracturan los dedos como para escribir.
Te extrañamos y recordamos bajando la mano y torciendo la boca.
Hasta siempre.