Se cumplieron recientemente 100 años del nacimiento de Isaac Asimov, escritor de ciencia ficción (entre otros géneros) y divulgador científico de origen judío ruso, que vivió en Nueva York desde los 3 años de edad. Cuando pienso que los 16 mil caracteres que tiene que tener esta nota son muchos, me acuerdo de los centenares de libros, libritos y libracos escritos por Asimov, y me avergüenzo un poquito.
Si a eso le agregamos que su prolífica obra incluye cosas como un tratado de mil no sé cuántas páginas sobre la Biblia y otro –también extensísimo– sobre la historia de la humanidad (que es más bien una cronología político‑militar detallada, en la que se menciona fugazmente al mismísimo José Artigas, aunque sin los endiosamientos a que estamos acostumbrados), la vergüenza se agiganta. Sobre todo, teniendo en cuenta que lo suyo era la ciencia ficción y la divulgación científica, que era ateo y que su formación (era bioquímico) poco tenía que ver con las humanidades.
Destaco dos hechos en su vida que pueden haber determinado cómo se fue perfilando su actividad de escritor: uno, que de niño leía cuentos de ciencia ficción en revistas que había en una especie de salón‑kiosco que tenía su padre; otro, sus ya mencionados estudios científicos. La formación científica, aunque sea en una disciplina concreta, facilita una forma de pensamiento genérico que es útil tanto a la hora de explicar aspectos de cualquier otra rama de la ciencia como cuando se trata de inventar ciencia futura. Además, Asimov era un tipo que se sentía cómodo estando horas y horas encerrado en una pequeña habitación con una máquina de escribir o una computadora. Y, fundamentalmente, y eso no sé de dónde venía, estaba tocado por la varita mágica de los buenos narradores.
¿A qué me refiero con “buenos narradores”? A alguien que empieza a hablar (o al que empezamos a leer) y automáticamente logra, sin subterfugios notorios, que nos enganchemos, queramos saber cómo sigue la cosa y, por más que la historia se extienda, nunca perdamos el interés inicial. Asimov no se caracterizó por la sutileza de su prosa ni por la poesía intrínseca de las situaciones que describía. Tampoco por la profundidad de sus personajes. Por lo general, se trataba de invenciones necesarias para que el argumento corriera (es casi paradójico que sus personajes más cálidos y queribles sean, justamente, los robots). Sí se destacó, en cambio, por la imaginación y el rigor con que trataba los argumentos. Yo soy un enfermo lector del género. Cada tanto, descubro un autor que me entusiasma y empiezo a seguirlo. Todos, prácticamente, terminan deshilachados en una serie de pseudotrascendentalismos simplones o en una utilización de la ciencia ficción que no es otra cosa que una excusa para transmitir ideas que probablemente encajarían mejor en otros géneros. Sólo con Asimov me pasa que, cuando descubro algo que no leí (lo que, lamentablemente, sucede cada vez menos), tengo la certeza de que no voy a ser estafado. Capaz que con otros también me podría pasar, pero, por algún motivo, no recuerdo sus nombres.
No me estoy refieriendo aquí a toda la ciencia ficción. Claro que el siglo XX dio grandes autores (como, por mencionar a tres bien lejanos entre sí, Ray Bradbury, Stanislaw Lem y Philip Dick), pero el tratamiento que hacen de las historias suele ir por un lado más psicológico, haciendo hincapié en aspectos más personales. Pero aun ellos, que poseen valores de los que Asimov carece, no compiten con él en su capacidad de atrapar al lector simplemente con el devenir del argumento, de la misma forma en que nos atrapa un acertijo. Haciendo un paralelismo: si Asimov hubiera sido músico, habría sido un gran melodista y un correcto orquestador, y, aunque las armonías y los ritmos no hubieran sido su fuerte, seguramente habría sido un compositor exitoso, digno de ser escuchado. Cualquier músico que se haya propuesto crear una buena melodía, de esas que son bellas aunque sólo se las esté silbando, sabe lo difícil que es.
Si bien es considerado, unánimemente, uno de los mejores autores de ciencia ficción, hay un hecho que resulta extrañísimo: la asombrosa escasez de seres extraterrestres en su producción. Él mismo dio dos (que yo conozca) explicaciones para esto. La primera, que se encuentra en uno de los textos con que solía presentar sus relatos cortos en las compilaciones, es evitar cualquier tipo de connotación racista. Aparentemente fue una decisión que tomó después de una discusión con su editor a partir del argumento de un cuento en el que la humanidad establece contacto con una federación de planetas habitados, obviamente, por alienígenas. La segunda se encuentra en boca de uno de sus personajes más logrados, el robot R Daneel, en una conversación que aparece –si no me equivoco– en Fundación y Tierra, de la época en que al escritor le había dado por unir las distintas partes de su obra en un todo compatible. R Daneel explicaba que los robots, eternos protectores de la humanidad (ya me referiré más a ellos), habían llegado a la conclusión de que su propia presencia terminaba siendo nociva para los humanos y debían desaparecer. Antes de ello habían explorado un montón de futuros posibles (acá se enrababa con la novela El fin de la eternidad, en la que el futuro y el pasado son modificables) y elegido, finalmente, uno en el que la galaxia estaba absolutamente despoblada, con el fin de evitar cualquier tipo de peligro.
Las tres leyes de la robótica (“un robot no puede dañar o permitir que se dañe a un ser humano”, “un robot debe obedecer a los humanos siempre que no se viole la primera ley” y “un robot debe cuidarse a sí mismo siempre que eso no vaya contra alguna de las dos anteriores”) son uno de los mayores aciertos de Asimov. Sobre todo, porque él mismo les sacó mucho jugo, sobre la simple premisa de que hecha la ley, hecha la trampa. Por ejemplo, alguien podría ordenarle a un robot muy avanzado que, a su vez, le ordenara a un robot más tosco (que no notara que el otro era un robot) algo que no contraviniera ninguna ley, pero estuviera mal visto que fuera ordenado por un humano. Bueno, y cosas más ingeniosas, que dieran lugar a hechos “imposibles”, cuya imposibilidad radicara en la fe ciega que se les tenía a las tres leyes. Pero, a medida que iban haciéndose más complejos, algunos robots se daban cuenta de que las tres leyes tenían sus defectos, y, finalmente, uno logró reprogramarse para incluir una ley más fuerte que todas, la ley cero.
En realidad, los robots sustituyen bastante bien (en algunos aspectos, con creces) la ausencia de inteligencias extraterrestres, ya que, después de todo, ellos mismos son una forma de inteligencia no humana. Muchos de los temas de índole filosófica para los que se suele recurrir a seres de extraño aspecto y mente aun más retorcida se pueden plantear utilizando robots: ambos cumplen con la condición de ser una inteligencia con la que los humanos podemos comunicarnos, pero cuyo origen y evolución son radicalmente distintos. Ambos nos sacan, en cierto modo, de esta soledad, este mundo carente de iguales (pero distintos) con los que compararnos. Bueno, existen otros primates, los cetáceos y algunas aves que claramente poseen una inteligencia bastante más aguda de lo que se creía y, en última instancia, evolucionaron junto con nosotros y en el mismo planeta. Pero esto no parece bastar para lograr una comunicación satisfactoria (lo que ha llevado a muchos especuladores sobre el asunto de los extraterrestres a preguntarse si, llegado el caso, no pasaría lo mismo, y con mucha más razón).
Obviamente, también Asimov “hacía trampa”. Si bien era un digno representante de la ciencia ficción dura, en la que todo debe parecer lo más verosímil posible de acuerdo con el estado de la ciencia actual, cuando había que inventar, inventaba. Los robots, por ejemplo, tenían un cerebro positrónico. Un positrón es la partícula homóloga al electrón en el mundo de la antimateria. ¿Qué le hizo pensar que usando positrones la inteligencia sería mejor que usando vulgares electrones? Nada. Simplemente le sonó bien, y tuvo razón. El sonido funciona, y si hubiera usado el término “electrónico”, este rápidamente habría quedado anticuado o, al menos, habría perdido su aura de cosa avanzadísima e inasible.
Asimov tuvo una primera época (un par de décadas) en la que escribió ciencia ficción. Después pasó unos cuantos años dedicado más bien a la difusión científica. Finalmente volvió a la fantasía, en un período en el que escribió novelas que continuaban, precedían o se vinculaban a otras que había escrito en el período anterior. Sus artículos y libros de divulgación merecen un tratamiento aparte.
Básicamente, si consistía en un tratado sobre el universo, por ejemplo (de hecho, tiene un libro titulado, justamente, El universo), lo organizaba como si estuviera describiendo la historia de las ideas que la humanidad tuvo sobre este: desde la creencia de que el cielo es una cosa sólida, una esfera que se encuentra a pocos quilómetros de altura, pasando por los modelos geocéntricos un poco más abarcativos, los modelos heliocéntricos, Newton y la gravedad, Einstein, el corrimiento al rojo del espectro de las galaxias distantes, la expansión del universo, el Big‑Bang, que se deduce de hacer correr imaginariamente la película hacia atrás, la edad actualmente aceptada (bah, en la época en que escribió el libro; ahora ya cambió); todo eso (e infinidad de subtemas intermedios) de una forma sumamente amena y claramente razonada, con la que se explicaba qué pregunta se había hecho cada científico que terminó haciendo algún aporte importante y se la enmarcaba en el contexto de la época. Cuando terminaba de leerlo, uno sentía que podría sentarse tranquilamente a discutir de igual a igual sobre los misterios del cosmos con los astrofísicos más encumbrados. Lo mismo para explicar cuestiones de la genética molecular o la evolución de los dinosaurios. También escribía ensayos más especulativos. Recuerdo uno en el que arrancaba buscando el vacío, primero en el aire, después fuera de la atmósfera, después en el espacio interestelar, para llegar a los enormes abismos intergalácticos, y siempre llegaba a la conclusión de que allí, si bien la densidad era bajísima, había enormes cantidades de materia, debido al gigantesco volumen con que estábamos tratando. Pero entonces daba un giro y empezaba a hacer el proceso contrario: ir hacia lo pequeño y mostrarnos que en una sustancia dura y sólida igual había enormes cantidades de vacío, ya que el espacio ocupado por el núcleo y los electrones en cada átomo es ínfimo. Había otro sobre la Luna, en el que –tras complicados razonamientos vinculados con los isótopos radiactivos (con su influencia en las mutaciones), la profundidad a la que deberían estar y a la que están, y tras vincular eso con las mareas lunares– llegaba a la conclusión de que la vida tenía muchas más probabilidades de existir en un planeta con una gran luna, como la Tierra. Sospecho que hoy esas conclusiones no son totalmente válidas (de hecho, somos bastante bombardeados por partículas mutagénicas desde el propio cielo y bastaría con un campo magnético terrestre algo más débil para que ese bombardeo fuera excesivo, sin necesidad de elementos radiactivos en la superficie del planeta), pero, curiosamente, se le ha encontrado a la Luna la función de estabilizar el eje terrestre, sin la cual tendríamos climas mucho más inhóspitos y estaciones terriblemente extremas, que harían difícil el desarrollo de la vida multicelular tal como la conocemos.
Asimov detestaba la educación formal tal cual la conoció y vaticinaba (o proponía) un sistema educativo personalizado, en el que cada estudiante se conectara a una computadora y recibiera materiales de estudio adecuados a sus capacidades y sus intereses a través de un complejo sistema que transfiriera información por medio de rayos láser. Salvo esto último, que es un detalle técnico, estamos hablando de algo notablemente parecido a nuestra actual Internet o, al menos, a algunos sitios educativos que en ella existen, en los que se puede aprender algunas materias, como estadística, minería de datos y programación con un nivel aceptablemente alto. Se puede decir que el tema principal que une su literatura de ficción con la de divulgación es la búsqueda de la felicidad a través del conocimiento del mundo en que nos tocó vivir gracias al método científico, que, en última instancia, consiste en observar, sacar conclusiones de lo observado, intercambiar datos e ideas y hacer experimentos para verificar o refutar dichas conclusiones. Casi no viajó (odiaba los aviones, al punto de que tomó dos o tres en toda su vida), pero, desde su posición atrás de un teclado, difundió una forma de pensar y, especialmente, le buscó la vuelta para hacerla atractiva. Recurrió frecuentemente al humor. En una novela policial llamada Asesinato en la convención uno de los personajes es él mismo; se retrata como un tipo afable, chistoso y moderadamente insoportable, al que los demás le envidian el éxito que tiene con las ventas de sus libros. Seguramente se consideraba a sí mismo una especie de bicho raro; lo contrario es imposible en alguien tan desmesuradamente nerd. A veces me he preguntado cuánto de la personalidad que atribuye a sus robots, que siempre andaban preguntándose cosas acerca de una naturaleza humana que no lograban comprender del todo, era, en realidad, una traslación de sus propias preguntas con respecto a los humanos comunes y corrientes. Y cuánto de su literatura fue determinado por la necesidad de aprovechar a fondo las capacidades que lo diferenciaban –para bien– del resto de los humanos y ocultar sus torpezas (nunca negadas y a veces descritas con mucha gracia) en cuanto al manejo de cuestiones afectivas más bien triviales. Después de todo, ¿qué importancia tiene? Fue, sin duda, un escritor de gran honestidad intelectual, al punto de no haber permitido que en vida se llevaran a la pantalla muchas de sus obras más exitosas sólo porque se le proponían cambios que, a su criterio, no le aportaban nada al argumento (del tipo de agregar un beso final entre la heroína y el muchacho). Además de todo esto, Asimov tiene relatos que no parecen escritos por él. Recién hurgué por ahí y me pasó lo que arriba indiqué que me ocurría cada vez menos: encontré un cuento que no había leído: “Cuarta generación”, una historia mágica en que un viejo judío ruso va a Estados Unidos a buscar a un descendiente sólo para conocerlo antes de morir y darle su bendición. Un cuento muy extraño, cuya primera mitad parece haber salido de una pluma más afín a la de Felisberto Hernández o Mario Levrero. En fin, Asimov fue un tipo con el que me habría encantado tener largas charlas, aunque, claro, mi inglés es tan malo que habría sido como intentar conversar con un nativo del planeta Koi‑4878‑01, sin ir más lejos.