Para el transeúnte corriente, la entrada al barrio Alfonso Lamas puede pasar desapercibida. Tendría que aminorar la marcha al llegar al descampado junto a la fábrica, caminar unos metros y agudizar un poco la vista. Vería entonces que allí comienza un camino angosto, primero de tierra y luego de hormigón. El barrio es eso: unos metros de un pasaje estrecho bordeado por casas, en las que viven 169 personas, 67 de ellas menores de edad.
Lo primero que se advierte al adentrarse en el pasaje es el olor del agua sucia: se mete en las fosas nasales como un intruso. La humedad impregna el barrio. Lo segundo es la cañada. Ahora reducida a unos hilos de agua, llega de forma perpendicular y pasa por debajo del barrio. Y cuando la lluvia es intensa, el agua «se acumula y empieza a salir por todos lad...
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