La mujer que hace todo lo que se encuentre al alcance de sus manos para conseguir que sus pasos trasciendan, la que repasa acontecimientos que la condujeron al fracaso matrimonial y la que reconstruye sensibles pérdidas que después se entremezclan con lo que sigue sucediendo en derredor dan origen a tres espectáculos unipersonales que asoman en la cartelera de estos días.
La mujer puerca (El Galpón, sala Cero), del argentino Santiago Loza, dirigida por Daniel Romano, presenta a Claudia Rossi en el papel de una mujer vulgar empeñada en alcanzar nada menos que la santidad. Escrito en una clave casi surrealista que, más allá del título burlón, por momentos trae a la memoria las ocurrencias del maestro Luis Buñuel, el texto se estira en demasiados sentidos que Loza no consigue hacer confluir de modo de arribar a una conclusión contundente. A pesar de las inconducentes idas y venidas que el autor pone en boca de la protagonista, Romano se las ingenia para insuflar movilidad e ironía a una puesta que Rossi saca adelante con ejemplar aprovechamiento de los tonos de voz, los desplazamientos y la expresión corporal. Las luces de Álvaro Domínguez, los acordes concebidos por el músico Fernando Ulivi y los inesperados toques del vestuario de Daniela Dodera contribuyen, por su parte, a conferirle un marco atractivo al errático trabajo del dramaturgo.
Hasta que por fin me separé (Castillo Pittamiglio) resulta la frase que pronunciaría la Tía Libi (Liliana Enciso) para comentarle a los espectadores con quienes, en principio, compartiría la consulta al psicólogo, que está haciendo todo lo posible para que olvide al causante de sus males conyugales. Con la gracia y el largo oficio que la caracterizan, la comediante se sabe mover en medio de los asistentes a quienes, sin dificultad, integra a sus maquinaciones, más allá de cierta insistencia en una terminología escatológica y el humor de dormitorio que no siempre incluye el ingenio. Pero Libi, esta vez, encuentra campo propicio y festejable por el lado de la descripción de algunas características masculinas –“los hombres no hablan”, señala la disertante– que sabe relacionar con los terrenos del fútbol y hasta le dan pie para imitar voces del sexo opuesto con divertido rendimiento. Queda claro asimismo que hay muchos más personajes aguardando a que Enciso les hinque el diente.
De algún tiempo a esta parte (Alianza, sala 2), del franco-español Max Aub, con dirección de Mariana Wainstein, ubica en la Viena de fines de los años treinta a una mujer (Gabriela Iribarren) que narra su historia, una historia que comprende no sólo la trágica desaparición de algunos de sus seres queridos sino también acontecimientos que marcaron el tiempo que viera transcurrir. Las cosas pueden volver a suceder, parece señalar el autor, y suceden. La Viena ancestral y encantadora será pronto sacudida por una violencia que cobrará víctimas no sólo entre los judíos sino en muchos otros pueblos. El relato personal que desgrana la protagonista se vuelve entonces universal y no le resulta difícil al espectador identificarse con esa narradora que tanto ha vivido a lo largo del significativo texto de Aub que Wainstein confía a una espléndida Iribarren, al parecer decidida a impedir que cosas similares sucedan en el tiempo y el lugar que le han tocado en suerte. La rendidora utilización del espacio, la banda sonora diseñada por Fernando Condon, las proyecciones de Miguel Grompone y el vestuario y la escenografía –se utiliza un piano de cola con estimable creatividad– concebidos por Paula Villalba se suman a los aciertos de una dirección que despliega todos sus esfuerzos para que la platea escuche y considere lo que una testigo de su tiempo tiene para contarle.