Al igual que las maderas duras, se formó con lentitud, en el ralentizado tiempo circular de los relojes campestres. Wifredo Díaz Valdéz1 creció en Cañada del Sauce, a orillas del arroyo Yerbal (departamento de Treinta y Tres), en el seno de una familia numerosa dedicada a faenas agrarias y a múltiples artesanías forjadas en el correr de las generaciones. Era hijo y nieto de hombres con múltiples oficios: carpinteros, herreros, alambradores, talabarteros, y de mujeres hábiles en el trabajo de telas y cueros, capaces de reparar monturas y de coser jergones. A los 20 años se hizo carpintero de profesión, munido de todos los secretos de la carpintería rústica que conoció y ejecutó en talleres de maestros afincados en aquel medio rural. Más tarde «bajó» a Montevideo, destino compartido con muchos otros uruguayos de tierra adentro que, asediados por la indigencia, buscaron su sitio en esta capital, cuando, a inicios de los años cincuenta, todavía ofrecía oportunidades laborales y nuevos ámbitos de inclusión social. Al integrarse paulatinamente a la vida urbana, ese caudal humano dio lugar a una verdadera alquimia cultural que marcó la época, de la cual, sin duda, Wifredo fue un hijo singular. «Yo soy carpintero –solía decir–; lo de artista es un agregado que corre por cuenta de otros.» Cuando lo decía, sumaba a su prístina humildad un buen cupo de cautela, ante el interés y la admiración que sus obras habían provocado en eventos artísticos tanto en Montevideo como en San Pablo al mediar los años ochenta. En su taller había, entonces, objetos de madera para uso cotidiano diseccionados y articulados, pues el movimiento reversible de sus partes lo había logrado por medio de bisagras del propio material, procedimiento que, poco después, aplicó también a grandes postes de madera dura, convertidos en carnes tiernas y maleables por esa mágica operación carpinteril. Al ejecutar su obra se reencontraba con sí mismo, con sus memorias más remotas de las cosas agrestes y su transformación en el tiempo, impregnadas en su infancia campesina. También decía: «La madera es luz, es fotosíntesis». Buscaba en ella las marcas de los ciclos solares mediante un trabajo consecuente y respetuoso del cuerpo vegetal, al que siempre temía profanar. Esa alianza de la investigación con el juego se arraigaba en profundas convicciones éticas, nunca en veleidades esteticistas. No obstante, a mediados de 1985 su obra había entrado al «mundo del arte» por motivaciones estéticas. Era el momento en que las conferencias montevideanas del filósofo francés Jacques Derrida deslumbraban a la crítica postulando la deconstrucción como desmontaje y fragmentación analítica del discurso en el pensamiento occidental. El trabajo de Wifredo parecía ser una alegoría material de esa nueva idea, pero, en verdad, era absolutamente ajeno a ella, como a cualquier otro tipo de entresijo intelectual. Lo asombroso y estimulante para él fue que su obra con objetos de madera, hasta entonces ignorada, fuera sorpresivamente descubierta y consagrada con fervor por la maquinaria escénica de la «ciudad letrada». Recién entonces sintió que había llegado definitivamente a Montevideo, 30 años después de haber arribado. No solo había encontrado la «madera filosofal» que le otorgaba identidad y crédito social en momentos difíciles, sino que, desde un lugar inédito, había desafiado a la escultura convencional y, tal como algunos grandes del siglo XX (Jean Tinguely o Alexander Calder, por ejemplo), había incorporado la dimensión lúdica en el movimiento, pero esta vez basada en un paciente estudio del organismo vegetal y en un fecundo compromiso con su materialidad física –que, paradójicamente, era un compromiso de ribetes metafísicos–, es decir, con la vida y el tiempo guardados en esos cuerpos. De ahí que su lección vaya hoy más allá del incuestionable prodigio artesanal, para alcanzar de lleno el problema ético del diálogo, un diálogo interactivo y primordial con la vida en sus expresiones orgánicas y, particularmente, con cada una de las pocas cosas que todavía nos quedan de la madre naturaleza en este, nuestro desolado y postrero páramo ambiental.
- Una exposición retrospectiva de Wifredo Díaz Valdéz, curada por el propio Peluffo Linari, se lleva a cabo en el Museo Nacional de Artes Visuales: está abierta desde el 27 de febrero y se levantará el 27 del mes corriente. ↩︎