Borges dijo que era uno de los pocos libros felices que existen sobre la tierra y su posteridad ha imitado esa dicha. Los años no le pesan a la prosa de Hudson que, como dijo con inspirado acierto su amigo Joseph Conrad, crece –sigue creciendo– como la hierba ante los ojos de lectores que no parecen escasearle. En Montevideo, Banda Oriental lo reedita sin pausa en la versión de Idea Vilariño. La más reciente en la colección Heber Raviolo. Además está en preparación una edición crítica y bilingüe para la Colección Archivos al cuidado de Jean Philippe Barnabé quien en 2004, cuando se cumplió el centenario de la segunda edición definitiva, había organizado, junto a Beatriz Vegh, un congreso para pensar aquella novela “desde Montevideo”.1
Dos de los espíritus más lúcidos de las dos orillas del Río de la Plata reconocieron en La tierra purpúrea una privilegiada señal de identidad. Tal vez fuera más exacto decir una identidad reivindicada o deseada. Borges volvió una y otra vez a referirse a esta historia. Provocador, llegó a proponer que esa novela, escrita en inglés y publicada en Londres y que transcurre en la Banda Oriental, inauguró la literatura argentina. Con audacia y acierto la ubicó en la serie de la gauchesca. Carlos Real de Azúa estimó que no hubo mejor crónica de las guerras civiles que ese relato imaginado por Hudson que sólo visitó muy fugazmente la Banda Oriental en 1868 cuando vino a ver pájaros. Mantuvo su entusiasmo por el espíritu indomable de aquellos orientales hasta la vejez. En 1904 al enterarse de la revolución de Aparicio Saravia escribió a Cunninghame Graham que “en cuanto a la Banda Oriental me agrada saber que existe al menos una nación en la tierra que no tendrá paz a cualquier precio” y agregaba levantando la apuesta: “cuanta más degollina a la antigua de la buena haya en la Banda, más me gustará”. Esos énfasis y esa tradición es la que retoma Anthony Fletcher en la pieza teatral estrenada en Montevideo. Como Richard Lamb, protagonista de La tierra purpúrea, Fletcher es otro inglés acriollado y como Lamb y como nosotros siente nostalgia de aquella barbarie audaz y por eso seductora. Pero lo más valioso de su (a)puesta está seguramente en que no la idealiza, sino que la discute.
Es difícil no amar a Hudson. Tampoco es fácil aprehenderlo. Nacido y crecido en la naturaleza agreste y rústica de la pampa fue un victoriano converso. Arduamente peleó por convertirse en un inglés y lo logró. En Hyde Park, cerca de dónde le hicieron un monumento a Lady Di, hay un santuario de pájaros diseñado por Epstein levantado en su memoria. Más cerca, en la zona de Quilmes, en la carretera que va a La Plata, una reserva para pájaros ocupa el paraje de “Los veinticinco ombúes” –todavía quedan algunos– donde nació en un rancho modesto con tejas de madera. En Montevideo, Purpúrea es el nombre de una librería, lo que homenajea su otra mitad. Los recuerdos de su infancia y su vida gaucha siguen vivos en un precioso libro de memorias, Allá lejos y hace tiempo que escribió de un tirón durante una convalecencia. Alicia Jurado, su mejor biógrafa, cuenta que revisando libros que fueron suyos encontró uno donde frente a la mención de un “arquetipo del árbol” Hudson anotó en el margen: “¿Un ombú?”. A toda esa delicada nostalgia que nos corteja, los rioplatenses respondimos con el amor demandante de hacerlo nuestro. Le acriollamos el nombre forzando un inverosímil Guillermo Enrique Hudson. Y así tituló Ezequiel Martínez El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson, el también maravilloso libro que le dedicó. Peleamos por su memoria incluso neciamente, pero esa fidelidad ha tenido su recompensa tardía ahora que su extranjería consustancial y su filiación fronteriza coinciden con nuestra sensibilidad. También acordamos con el precursor ecologista y con el defensor de la barbarie. Sobre esas coincidencias –dijimos– también se planta la versión teatral de Fletcher, pero las desafía con el valor que pide un duelo a cuchillo y con la alegría que exige un juego de truco.
Esto no es un gaucho. Ya nomás empezada la pieza,2 comprobamos que viene de distanciamiento. Los actores van vestidos como para ir al almacén. Los actores son actores que quieren poner su versión de La tierra purpúrea. Discuten un poco, salen y entran de sus personajes, hacen bromas. “Ya no hay posibilidades para la ilusión” pienso resignada; pero pronto descubro que el director lo ha pensado antes. Lo dicen: ¿cómo hacer un caballo?; y dicen: “no tenemos cine”. Y como la fea casta, hacen de la necesidad virtud. Con audacia, con ingenio, con vigor, logran salvar las dificultades de un texto largo, episódico, épico. Tal vez algún día tengamos una versión venturosa y aventurera en 3D, pero ya que falta hagamos algo más intelectual, hagamos teatro. Las excelentes actuaciones lo hacen posible. Destacan las mujeres –Jimena Pérez, Isabel Legarra, Cristina Machado y Leonor Chavarría (¿es eso una actriz o es una gallina?)– y me impresionan Leandro Íbero Núñez como Richard Lamb y el acierto de su dicción levemente virada que alcanza para marcar su extranjería y la gauchez invasora que encarna Fernando Dianesi. Es precisamente entre ellos que irrumpe y se instala la sensación peligrosa de lo bárbaro. No es el horror aún, pero amedrenta. Al civilizado Lamb y al público: todos nerviosos frente a esa brutalidad jovial, casi inocente, socarrona. Son las migas de pan que en “El sur” de Borges le tiran a Dahlmann para obligarlo a pelear. Un par de episodios, un cuento, alcanzan para instalar esa intemperie nerviosa. ¿Recuerda el lector la película Amores perros? precisamente cuando vienen los pesados del barrio a “visitar” a García Bernal. La incomodidad y enseguida el miedo: lo bárbaro que tanto celebramos, se nos hace insoportable: es como convivir en una interminable violencia inminente. Es la inminencia insidiosa de una amenaza que no se consuma. Y el haberla instalado tan eficazmente a través de unos pocos personajes y episodios, permite a Fletcher discutirla luego. Ponerle por delante la construcción de un país, la ley de ocho horas y el divorcio de la mujer y preguntarle si prefiere las montañas de cadáveres. Esa era la imagen que usaba Sarmiento y que aquí comparece en unas sábanas manchadas, una pila de cabezas de muertos y tres brochazos expresionistas. ¿Te gusta la barbarie todavía?
El desparpajo y la vitalidad, la inocencia de la épica dan cuenta de la vigencia de La tierra purpúrea. Queda de todos modos una duda: si no se conoce la obra casi de memoria, ¿igual funciona? O dicho de otro modo: la obligada antología, la condensación de una historia larga y sinuosa en unas pocas escenas, la acumulación que se disipa, ¿son sólo una ilustración de una historia que hay que saber para disfrutar, o hay una autonomía teatral que satisface lejos del libro? Posiblemente este homenaje discutidor, encuentre su valor en serlo. Y por eso, acaso sin desmedro, sólo se cumpla en concierto con la escritura, con la historia siempre joven que creó hace más de cien años, allá lejos y hace tiempo, un victoriano díscolo. Hudson, otro raro. ¿No se cruzó acaso con el Conde en Montevideo en 1868? Eso daría para otra escena. A ver quién acepta el desafío.
1. Y el congreso derivó en libro: William Henry Hudson y La tierra purpúrea. Reflexiones desde Montevideo. Linardi y Riso, Serie Montevideana No. 2, 2005.
2. Viernes y sábados, 20.30 hs. Domingos, 19 hs. Sala Zavala Muniz del Teatro Solís.