El del miércoles fue un partido de esos en los que el hincha se entrega al sufrimiento desde el primer minuto y hasta que comprende que ya todo está perdido. No hacía falta ser Marcelo Acquistapace para tener una visión de lo que nos esperaba. Ni los primeros dos o tres minutos en los que Uruguay pareció salir a presionar en campo rival lograron atenuar la convicción de que el encuentro se iba a terminar dando como se dio. Lo único incierto era el resultado: de la pericia celeste para cortar el juego chileno, y de la inspiración de nuestros delanteros para salir a correr los pelotazos que tarde o temprano comenzarían a lloverles, dependería el desenlace.
Paralelamente, resultaba claro que si llegaba un gol de los de rojo, nos sería casi imposible empatar. El día que se cumplió un año exacto de la mordida de Suárez a Chielini y de su último encuentro oficial con la selección, lo extrañamos más que nunca. Más todavía cuando promediando el segundo tiempo llegó la expulsión de Cavani. Es cierto que el defensor chileno hizo lo que hizo sin que la prensa internacional saliera a pedir su cabeza tal como hiciera en su momento con Luisito (no sé usted, pero si tengo que optar entre que me muerdan el hombro o me introduzcan un dedo en el ano, prefiero lo primero), pero también es cierto que Cavani venía caminando por la cornisa desde que a poco de comenzar el partido juzgara prudente pechar a uno de los árbitros asistentes. Hemos visto jugadores expulsados y severamente sancionados por mucho menos.
El colegiado de turno. No faltará quien diga que lo de Jara fue indigno, ruin, bajo, sucio, propio de un chileno hijo de madre con particular propensión al ejercicio del meretricio indiscriminado. Pero quienes aplaudieron el limonazo del Chicharra Ramos o la tierrita en los ojos del Pepe Sasía no deberían horrorizarse ante una provocación que llega a destino. Lo que realmente duele es que haya caído uno de nosotros, los reyes eternos de la viveza criolla aplicada al fútbol, y que nos haya hecho entrar un chilenito que ya en 2013 le había tocado los genitales a Suárez. Sólo que Luisito fue más astuto que el Edin, acaso más pueril en sus reacciones, para propinarle una piña al toquetón trasandino sin ser descubierto.
Cavani, acaso menos acostumbrado a esa cara más oscura del fútbol, reaccionó del peor de los modos (con un cachetazo leve, casi una caricia, pero a la vista de todo el mundo). El manual dice, Edin, que no se puede reaccionar. Pero que si reaccionás, tenés que procurar que nadie te vea. Y si sabés que te van a ver, por lo menos, hablando mal y pronto, que duela.
Pese a lo injusto que resulta ver que el partido comenzó a perderse a partir de un fallo equivocado (partiendo de la base de que si el árbitro hubiera visto a Jara lo hubiera expulsado y no hubiéramos quedado con un jugador menos), tampoco resulta justo enojarse con el árbitro, que tras unos primeros minutos donde pareció remiso a amonestar a los chilenos que sistemáticamente cortaban con infracciones duras, luego sacó tres amarillas, cantidad acorde a los 11 “fáus” cometidos por el 11 de Bachelet.
La jugada más polémica (la entrada de Fucile que le costó la segunda amarilla) admite más de un opinión. Para mi gusto es infracción: el lateral de Nacional se tira con todo a cruzar a Sánchez, y si bien toca claramente el balón, luego arrastra al chileno que –claro está– simula haber sido intervenido por un francotirador ruso. Hay, en el peor de los casos, un uso excesivo de la fuerza por parte del siempre correcto futbolista, justificado apenas por la situación de un partido que se nos iba irremediablemente de las manos.
En cualquier caso, que Giménez, Muslera y hasta incluso Godín no hayan sido expulsados luego de sus reacciones frente al árbitro asistente (a Giménez sólo le faltó pegarle una patada en el pecho), es una bendición.
¿A qué jugamos? Pese a que a todos nos gustaría salir a apabullar al rival, jugar al toque y meter goles de elevada factura técnica, los planteos de Tabárez en esta Copa América fueron racionales, con momentos –pocos, pero momentos al fin– de buen juego, y otros –acaso más duraderos– en los que el equipo no era capaz de atacar con criterio. Pero si Nacional sin Iván Alonso enfrenta a Juventud de Las Piedras todos diremos: “No podemos pedirle mucho a este Nacional que es Alonsodependiente”, ¿qué no podemos perdonarle a este Uruguay obligado a prescindir del mejor delantero de su historia moderna? Entre Suárez y los demás atacantes uruguayos parece haber un abismo, y no está mal admitirlo.
A veces, como puede estar pasando actualmente con la selección brasileña, que ni bien perdió a Neymar pareció empezar a jugar mejor, la presencia de una megaestrella condiciona al equipo, lo obliga a hacer pasar todas las pelotas por sus pies en detrimento de las posibilidades de sus compañeros. Pero con Uruguay no pasa eso: cuando juega Suárez todos los ataques terminan en él porque es la mejor arma que tenemos. Su presencia fortalece al equipo y de ninguna manera puede perjudicarlo (salvo que le venga angustia oral), pues no hay mejor destino para el balón. Análogamente, su ausencia nos convierte en un equipo ofensivamente diezmado, obligado a potenciar el esfuerzo defensivo para no resignar nuestras aspiraciones, extraordinariamente aumentadas desde 2010 en adelante.
Oír a Juan Ramón Carrasco decir que “ver jugar a la selección me da vergüenza” (viernes 19-VI-15 en Sport 890) no puede más que hacernos reír. Por más simpático que nos caiga, Carrasco acumula cuatro años entre el fracaso y la inactividad, lo que bien podría llevarlo a mantener silencio. Te queremos, Juan. Pero más vergüenza que ganarle 1 a 0 a Jamaica nos dio perder 3 a 0 con Venezuela en el Centenario.
Claro está que atacar un poco más no nos haría nada mal. Pero así como resulta cierto que jugando como le jugamos a Chile sería difícil ganarle, abriendo el equipo y saliendo a ganar desde el primer minuto sería aun más complicado. Nos guste o no, equipos como el de Chile vinieron al mundo a tocar la pelota y moverse rápido. Nosotros no somos buenos en ninguna de las dos cosas. Del mismo modo que en la final de 1987 los chilenos creyeron que poniendo cara de malos y matándonos a patadas nos iban a amedrentar (al contrario, nunca nos sentimos tan cómodos en una cancha), mal podríamos salir a atacar a Chile. Sería como haber definido el partido con Jamaica en una carrera de 100 metros llanos.
Por último, una reflexión sobre la reacción de hinchas y algunos jugadores tras la derrota. Lo más prudente hubiera sido meter violín en bolsa, pues nos ganaron bien. Entrar en el discurso de “Chile nunca ganó nada” cuando nos acaba de ganar, resulta un tanto patético. Que estemos tan preo-cupados por hacerles ver que históricamente han tenido dificultades para dar vueltas olímpicas no hace más que evidenciar que la derrota nos dolió más de la cuenta, y que probablemente, de ahora en adelante, jugar contra Chile ya no será para nosotros un partido cualquiera, como lo ha venido siendo en los últimos cien años. Colombia nos eliminó de un campeonato mucho más importante, y nos siguen pareciendo de lo más simpáticos los cafeteros con sus bailes y su juego atildado. Bolivia nos dejó fuera de dos mundiales y nos morimos de ganas de verlos ganar. Pero Chile nos ganó un partido y parece que logró pegarnos donde más nos duele.
Sería más efectivo saludar al rival, felicitarlo, desearle la mejor de las suertes, y empezar a preocuparnos por lo que vendrá.
Que en nuestro caso será afrontar las cuatro primeras fechas de las eliminatorias sin Suárez, y acaso otras tantas sin Cavani, que no habrá tenido una buena Copa pero que sigue siendo un jugador respetado, que en su momento anotó goles trascendentes sin los cuales el ciclo Tabárez se hubiera terminado hace dos años