Se suponía que el carnaval era una celebración. Y no me refiero a aquellas fiestas con nombres de dioses mediterráneos que a algunos les encanta pronunciar; eso lo dejo para los que estudian de verdad esas cosas. Tampoco hablo de los desfiles decimonónicos y salvajes donde un día la policía tuvo que prohibir –por ejemplo– que se tiraran huevos de ñandú como quien tira bombitas de agua; que, dicho sea de paso, después también se prohibieron. No sé, no me gustaría que me tiraran un huevo de esos, pero claro, soy un hijo de la civilización.
Estoy hablando, simplemente, del carnaval, así como uno lo conoció, pero también sus padres y abuelos, y del que sus hijos oyeron hablar: un lugar donde los conjuntos mostraban por los tablados lo que habían ensayado durante algunos meses y escrito durante algunos más. Sin muchas pretensiones de nada. Bueno, cuando yo entré al carnaval, hace más de treinta años, sí que era pretencioso (no yo, el carnaval… bueno, yo también). Pero existía aún, y de forma mayoritaria, el otro aspecto de la cosa, el más inocentón. Sin embargo, ya se veía que algo se estaba quebrando.
Eran tiempos de “profesionalización”, sea lo que sea que esto signifique y, por lo tanto, de comienzo paulatino de un proceso de exclusión que no sólo dejaría afuera a los que supuestamente no eran tan profesionales, sino a una forma espontánea y alegre de concebir los espectáculos. Esto no era algo exclusivo del carnaval: recuerdo discusiones en sitios autogestionados en los que apareció, mágicamente, la moda de decir que ahora había que ser “serio” y asumir que éramos “una empresa” y cosas así. Es un tema digno de estudio cuyas consecuencias agigantadas –me animo a aventurar– son un montón de cosas que están pasando actualmente en el ámbito social, cultural y político.
Ahora, una nueva disposición permite reducir paulatinamente el número de conjuntos de carnaval a medida que avanza febrero, sobre la base de criterios de calidad manejados por un jurado que cumple su tarea sin ningún tipo de discusión seria acerca de qué se entiende por “calidad”. La noticia, que describiré muy por arriba porque sólo importa su esencia, es un cambio en la reglamentación que limita el número de conjuntos y establece un filtro (con eliminaciones cuantificadas previamente) entre las distintas ruedas que conforman el concurso oficial. Es llamativo (e ilustrativo) que la idea se haya lanzado en una asamblea (o, más bien, en una reunión) de directores que sólo incluía a los de los conjuntos que el año anterior habían entrado en la liguilla, ese grupo más o menos selecto que incluye a algo así como la mitad de los conjuntos, que son los que, según la opinión de los jurados, reúnen méritos para llegar al final de carnaval. Bueno, ahora ese sistema se extiende a más conjuntos y las eliminaciones empiezan mucho antes. Tiene mucho que ver con la idea de profesionalización: cuando el concepto se extiende a aspectos como “cobrar lo que se merece por espectáculos que llevan tanto tiempo de preparación”, tiene su lógica (en el sentido que se da a esa palabra en un entorno mercantilizado) pensar que la cosa no está funcionando si yo pienso que debería cobrar más. Por lo tanto, hay que buscar una solución. Y la “solución” que siempre surge primero es reducir la cantidad de conjuntos que compiten por un número decreciente o fijo de tablados (que, entre otras posibles causas, son cada vez menos porque a un tablado de barrio le resulta imposible sostenerse programando conjuntos tan “profesionales”, pero eso es otro cantar).
Es una pena que todo termine así, en una lucha a codazo limpio (o, más bien, a pisotón) por el privilegio de tener más actuaciones y, por lo tanto, más contratos, más chances de figurar bien en el concurso y generar más dinero que permita, a su vez, mantener ad infinitum dicha situación de privilegio. Pero bueno, siempre se dijo que el carnaval era un espejo de la sociedad; no se puede negar que se está cumpliendo a rajatabla con esa metáfora.