Mujeres y hombres en el espacio público
¿Son los “piropos” una forma de violencia normalizada e invisibilizada contra la mujer? ¿Sería mejor llamar acoso callejero machista a los “halagos”?
11 horas. Salgo de casa. Subo a pagar unas cuentas. A dos cuadras, tras una verja de metal opaca, oigo silbidos y jadeos de varios hombres a los que no veo. Aprieto el paso.
11.15 horas. Regreso de pagar las cuentas. A la misma altura de la obra, pero en la acera de enfrente, un señor de unos 70 años se acerca a mi rostro y me dice salivando: “Ay, cómo viene el verano”. Me giro y le digo que es imbécil. Me contesta: “Si no te dije nada”. “Sí, me dijo.” “¿Cómo te puede molestar algo lindo?” “Porque no tiene ningún derecho a decirme nada.” La conversación transcurre mientras me alejo.
18 horas. Salgo de la casa de una amiga. Voy caminando por los alrededores del Estadio Centenario. Me cruzo con un joven en ropa deportiva que parece un universitario de clase media. Me mira de lejos con una sonrisa y cuando nos cruzamos suelta: “Pero cómo estás, ¿puedo ir contigo?”. Me giro y le hago un corte de mangas. “¿Qué pasa? Amarga, qué amarga que sos, y encima fea. ¡Tomá esta!”, y mueve las caderas como si me estuviera cogiendo a la distancia.
20.30 horas. En los alrededores de la Sala Zitarrosa, donde vamos a ver una obra de teatro, un par de jóvenes que en apariencia se parecen bastante al tipo de gente con la que me muevo, me llaman desde la otra acera. Van con mochilas y fundas de guitarra. Me acerco un poco porque me parece conocerlos. A dos pasos me dicen: “Pero qué linda…”. Me enfado. Me dicen que no me enfade. Les digo que se vayan a la mierda.
23 horas. Voy con la bici por 18 de Julio. Es verano y no hay nadie. En la distancia, un grupo de tres jóvenes, aparentemente en situación de calle, me gritan que a ver si los llevo en la canastita. Paso. Estoy cansada y enfadada.
***
Valeria está a punto de cruzar el umbral de su casa. Sabe que hoy no es un día distinto a los demás desde que le brotaron dos pechos del torso. Antes aun, seguramente. No es un día distinto aunque sea invierno o verano. Aunque vista minifalda o buzo de cuello alto. Aunque esté de buen humor o enfadada con el mundo. Mientras camina por la calle haciendo su vida, sabe que algún hombre le dirá algo en algún momento. Si es un simple “Linda” o un desagradable “Te partiría al medio, mamita”, sí que puede depender del día. Pero sabe que hoy no es un día distinto.
Desde la mirada persistente o los silbidos, o incluso el contacto físico. Al menos siete de cada diez mujeres han experimentado alguna forma de acoso callejero por parte de desconocidos en los países en los que la organización Stop Street Harassment ha estudiado el tema. En una encuesta virtual realizada para este reportaje y a la que respondieron 211 mujeres de Montevideo, más del 90 por ciento señaló que alguna vez le habían silbado, dicho comentarios sexualmente explícitos, mirado persistentemente, y halagado. A más del 60 por ciento le habían enviado besos volados, seguido, tocado o frotado sin su consentimiento, o realizado gestos sexualmente explícitos. El 40 por ciento respondió que desconocidos se habían masturbado en su presencia. Muchas de las historias que aquí recogemos son fruto de esa encuesta, aunque los nombres sean aleatorios.
El constante “piropeo” puede llevar a que las mujeres se cuestionen su forma de vestir, que busquen compañía masculina para caminar por la calle, que se mantengan en estado de alerta ante el acercamiento de cualquier hombre, o que cambien el itinerario previsto para evitar pasar por ese conflictivo punto en el que se saben expuestas.
Rabia, frustración, impotencia y asco fueron los sentimientos más repetidos en el sondeo. Para algunas mujeres resulta indiferente, y otras, como Julia, afirman que hay gradaciones. “Me da mucho asco y rabia cuando me dicen alguna guarangada fea, hay veces en que si salgo de pollera me siento muy observada e incómoda, y debo admitir que cuando me dicen un piropo en una buena me siento halagada también.”
¿Son los “piropos” una forma de violencia normalizada e invisibilizada contra la mujer? ¿Sería mejor llamar acoso callejero machista a los “halagos”?
EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA. Matilde apenas se acuerda de la primera vez que un desconocido la interpeló en la calle, pero desde entonces le ha pasado de todo. Aquel hombre que se masturbó en su presencia en la Estacada, de Punta Carretas. El trayecto a casa durante un caluroso diciembre en el que la atomizaron gritándole cosas de lejos. El día en que acabó llorando, cuando ese chico de la bici al que le preguntó una dirección a las dos cuadras intentó violarla.
Primero se vive como un dato de la realidad. Simplemente sucede. Seguidamente se naturaliza. “Si sos mujer, esperás que ocurra”, ese argumento forma parte de lo cotidiano. Por eso la línea entre el halago y la agresión es tan sutil y el nivel de tolerancia de las mujeres varía. La mayoría hace una distinción entre “el halago lindo que levanta el ánimo” y la grosería.
“Me alegro por vosotras, pero me parece que exageran. Yo seguiré robando sonrisas por la calle con mis palabras”, nos felicita un amigo por el chat, quitándole importancia. “O salimos con una cámara y te puedo mostrar que, con onda, las pibas se copan”, añade. “Yo no tengo problema en agradecer piropos bonitos, incluso me río”, dice Raquel. “Para mí un piropo es algo lindo, si te vas al carajo es otra cosa. Este tipo de piropos en el momento justo, es imposible que no guste”, aporta por su parte Nico, en un grupo de debate con hombres que se armó para este reportaje.
“Hay toda una gradación entre el clásico piropo y una frase ofensiva y degradante, pero forman parte de la misma ideología: resaltar determinados atributos, generalmente físicos, y transformar al sujeto en objeto, porque en definitiva a nadie le importa si a la mujer le gustaría escuchar esa frase”, apunta el uruguayo Carlos Güida, experto en masculinidades de la Universidad de Santiago de Chile, en una entrevista por Skype.
La mayoría de las mujeres que enfrentan estas situaciones no responden de ninguna manera. No te pongas a su altura, lo mejor es ignorarlos, piensan. Esas son las recomendaciones con las que cualquier niña aprende a crecer en las calles de su ciudad. Actuar como si no ocurriera nada. Pero en Uruguay están teniendo lugar iniciativas que buscan generar debate y mostrar que sí pasa.
Lilián Flores es contundente: “Soy sujeto, no objeto”. Su vida es una lucha para demostrarlo. Por eso se incorporó a la organización de la Marcha de las Putas, que en diciembre de 2012, y siguiendo la estela de otras ciudades del continente, sacó a las calles de Montevideo a decenas de mujeres que quisieron resignificar el insulto constante al que son sometidas. “Somos vaginas que caminan. Pasamos y nos van catalogando”, añade la activista.
“Estamos tan acostumbradas a la violencia que vivimos día a día en la ciudad, que ya ni la llamamos violencia”, apunta Cecilia Lucas, encargada de comunicación de onu Mujeres en Uruguay. La violencia de género en el ámbito familiar ha sido una de las principales banderas del movimiento de mujeres y ha acaparado el discurso, las energías y los recursos. Hasta hace poco quedaba de puertas para adentro, y ahora es un problema público que nadie se atreve a negar. La violencia en el lugar de trabajo comienza también a hacerse un hueco en el debate. “Nos parecía que era el momento de mostrar que la violencia hacia las mujeres también está en la calle”, agrega.
“En las palabras no hay violencia. Te puede caer mal, podés estar cansada de que te lo digan, pero si es lindo no es violento. ¡Tampoco te dije algo malo! ¡Te dije que tus ojos son bonitos y me mandás a cagar!”, opina Julio. En cambio para Lilián es claro: “Cuando te tocan de palabra te tocan tus derechos. Es asqueroso”. Holly Kearl, la autora del sitio y del libro Paremos el acoso callejero, afirma que éste se define por “las palabras y acciones no deseadas por desconocidos en lugares públicos que están motivadas por el género e invaden el espacio físico y emocional de una persona de una manera irrespetuosa, rara, sorprendente, miedosa, o insultante”. Es en esa falta de elección y la relación de desigualdad que se establece donde se encuentran los primeros síntomas de violencia.
EL MITO DEL GALÁN. Los obreros de la construcción son los cabezas de turco que se señalan como principales culpables. El estereotipo de hombre sudado que espera en manada tras la valla de la obra a que cualquier mujer avance por la pasarela de la calle para competir en ingenio, es un clásico que nunca falta en las conversaciones sobre el tema.
Pero no hay que llamarse a engaño. “Si ponés a treinta académicos juntos, ocho horas al día en la calle, no creo que cambie mucho el resultado… eso es lo que los reviste de legitimidad para gritarte cualquier cosa”, declara con sorna Marina Morelli, de la cooperativa Mujer Ahora.
En realidad no hay un perfil determinado de “acosador callejero”. Puede ser un adolescente con las hormonas en ebullición o un adulto mayor en el ocaso de su vida, un apuesto joven trajeado fumando un cigarrillo en la puerta de su oficina de la Ciudad Vieja o el recolector desde un carro tirado por caballos; o desde un bondi, o desde un auto; el taxista, el policía o el borracho. Con los hijos o la pareja de la mano. Solos o acompañados. Lindos o feos. Cualquiera.
“Parece que forma parte de la identidad masculina seducir de esa manera, y ellos creen que a todas las mujeres nos encanta; y a las que no, es porque tenemos una opción sexual distinta o porque somos frígidas”, dice Magda Beramendi, de la ong Cotidiano Mujer.
Esa masculinidad hegemónica, apunta Güida, es una construcción social que viene de muy lejos: “En cada momento, en cada hogar, en cada película, en cada centro de salud, en cada lugar de trabajo, los hombres reafirman su masculinidad en torno a una serie de identificaciones colectivas, de papeles que tienen que desempeñar, de guiones de género”. Tantos cientos de años hablando de justicia, de equidad y libertad, pero no en referencia a las mujeres, acota el académico.
“Hay cosas que en solitario no las hago y en grupo capaz que es más natural. Es instinto, me siento libre de decir ciertas cosas. Sale en el momento y no lo pensás. Lo tenés en tu forma de ser”, dice Matías.
En realidad, ningún hombre espera que la mujer se dé vuelta y acepte su proposición o le diga “sos el amor de mi vida”. Ante la respuesta, el insulto. “¿Así que hace un segundo era divina y ahora que te contesto que me dejes en paz soy una puta o una mal cogida?”, se pregunta Leticia.
María tuvo que romper con eso: “De chica no respondía porque me habían enseñado que eso era mala educación, pero un día pensé que era de locos que la que se sienta mal educada sea yo. Algunas veces les grito pelotudo, pajero o algo así, es que verdaderamente me genera muchísima rabia, y violencia, es una molestia a nivel estomacal que me saca de quicio”.
“Me indigna que estando en el siglo xxi sigan pasando estas cosas, y me indigna que no podamos hacer nada, o que en realidad no sepamos cómo reaccionar”, dice por su parte Matilde.
“Nadie me dijo: ‘Pah, me dejaste pensando; como lo hago naturalmente, no creí que pudiera violentar a nadie’”, se queja Magda. La sorpresa ante la gravedad de lo escuchado o la impotencia y la frustración pueden generar bloqueos. “A veces respondo, pero si es muy grosero me achico, me da como vergüenza”, relata Maru.
No es fácil contestar, a veces faltan recursos, otras ganas, otras ingenio… Sin embargo esta actitud perpetúa el rol de la mujer como objeto pasivo. Harta del acoso, la española Alicia Murillo se lanzó a grabar con su celular a los hombres que la “piropeaban” por la calle y a subirlos a Internet. ¿Qué acaba de pasar? ¿Qué dijiste? ¿Qué buscabas con eso? Las reacciones, de lo más variadas. Su proyecto, al que denominó a “El cazador cazado”, ha animado a otras mujeres.
En el Observatorio Virtual sobre Acoso Callejero, que se implementó en la Pontificia Universidad Católica de Perú, también invitan a las mujeres a dar sus testimonios en las redes sociales para que quien las siga se percate de la magnitud y frecuencia con que tienen lugar estas invasiones. Además realizan actividades de sensibilización para colocar el tema en debate.
Pero además, cuando la persona se encuentra en el lugar de trabajo, se la puede acusar directamente ante la empresa o el sindicato. Lilián Flores recomienda, ante todo, la acción: “Quedarte al lado del tipo y llamar para denunciar. No va a haber una legislación para denunciar el tipo de acoso verbal si no comenzamos a movernos. Tenemos que hacer entender a las mujeres que estamos haciendo un reclamo legítimo”.
¿LA CALLE ES TUYA? Perderse entre la masa de transeúntes urbanos con la mirada perdida. Un espacio para caminar entre el mundanal ruido… Si eres mujer, el anonimato y los posibles divagues que una quiera tener son interrumpidos por voces desconocidas que tratan de llamar tu atención con el objetivo de marcar que estás expuesta a sanciones públicas sobre tu cuerpo. En las rutinas diarias, al tomar un taxi, en el ómnibus, a cualquier hora del día y en cualquier punto de la ciudad. “Es realmente la forma de dominación más brutal que existe, que las mujeres no puedan desplazarse por la ciudad, compartir los espacios públicos sin un temor a que suceda algo desagradable, que va desde una palabra ofensiva hasta la violencia más explícita”, cuenta Güida.
Marina Morelli lo resume perfectamente: “Somos invitadas y no dueñas” de la ciudad. La jungla urbana se convierte en un espacio desigual, lo público es para ellos. “Lo siento como una gran violencia hacia mí, hacia las mujeres. Camino por la calle haciendo mis cosas, atravesada por mis emociones, y de repente viene alguien y se mete en mi vida, en mi andar, diciendo cosas que resultan desagradables, que lastiman”, expresa Carla. Es indiferente el estado de ánimo y lo que vayas a hacer. Serás objeto de exposición tanto si estás camino al trabajo, rumbo al hospital a ver a tu padre o si vas a comprar un alfajor al almacén de la esquina.
Johanna Wolkenkind es una mujer trans y relata cómo esto afecta la manera en que los desconocidos la interpelan en la calle. “El hombre se siente biológicamente superior, y en su cabeza, tú como trans, te rebajaste de nivel, así que te lo mereces aun más.” En el caso de los hombres trans el proceso es a la inversa, y comienzan a pasar desapercibidos entre la marea humana, como si subieran un escalafón social.
La psicóloga Mónica Cortázar carga en sus espaldas años de experiencia con adolescentes. Ya en este período el espacio público se desequilibra para el lado masculino. “El comportamiento de los varones tiene que ver con el movimiento, con ocupar la clase, con expandirse. Las chiquilinas están más a la defensiva, no sumisas pero arrinconadas todas juntas, en un rebote de las cosas que ellos les dicen. Es como una puesta en escena.”
Pero en este escenario los acosadores callejeros tienen sus códigos: ir acompañada de un hombre es la salvación. Ya tienes dueño también en la calle. Si en su obcecación no se había percatado de ello y decidió interpelarte, rápidamente pedirá perdón al acompañante, pues ha agredido a algo que le pertenece, y entre machos no se fallan. “La mujer tiene que tener alguien que la esté cuidando, y si no es la mujer de todos, o la mujer de cualquiera”, afirma Güida. No importa si vas sola o en grupo de mujeres, sin presencia masculina “la mujer es un territorio en disputa, pertenece a la comunidad, por lo que cualquier hombre se sentirá con derecho de decir lo que quiera de ella”, señala Valeria España, de Cotidiano Mujer.
Esta dinámica aumenta la dependencia hacia el sexo masculino. Cuando cae la noche, la sensación de inseguridad crece. “Es una limitación. Muchas veces las mujeres se acompañan entre sí”, así lo perciben algunos grupos de mujeres desde los barrios con los que la Intendencia de Montevideo trabaja, explica Elena Ponte, de la Secretaría de la Mujer de esta institución. “Siento nervios por no saber hasta dónde puede llegar”, dice Lorena. No se vislumbran posibilidades de confrontación y hay todo un universo de miedos que acechan.
Un miedo que no está inventado, que es parte de las agresiones diarias. Walter es hombre y heterosexual. Vivió el acoso en carne propia cuando un grupo de desconocidos lo siguió una noche por la ciudad, piropeándolo. De repente estaba en la misma situación que cualquier mujer. “Sentí mucho miedo. Ahí me quedó más claro que nunca lo que todo piropo significa realmente: es ‘Si quiero, puedo violarte’.”
MI CUERPO ES MÍO. “Ya sé que tengo unos ojos bonitos, pero si las veinte personas que están en esta parada de ómnibus hicieran comentarios sobre mi físico, no lo podría sostener”, le explicó Magda con paciencia a un hombre que hacía referencia a sus grandes ojos azules.
Como en un escaparate, sometida a la evaluación constante del escrutinio masculino, la reiteración de los supuestos piropos coloca a la mujer en un panóptico invertido desde el que la vigilan. ¿Consiguen con ellos que las mujeres se sientan más lindas o femeninas? “Desde la infancia hasta la edad adulta he recibido piropos de hombres desconocidos. Pero jamás he sentido que fuera por mi belleza o simpatía, sino por el mero hecho de ser mujer”, dice Noelia. “Si sos mujer es lo que se espera, así que cuando no sucede se puede decodificar como que el problema es tuyo o que el que está del otro lado no te reconoce”, sostiene Mónica Cortázar. Esto mismo le ocurre a Johanna. En ella convergen sentimientos encontrados: “Por una parte me molesta, me parece una invasión a mi intimidad, pero no puedo evitar alegrarme de que desde fuera me estén reconociendo como mujer”. “Parece que nacemos con un manual que asegura que nos van a decir cosas el resto de la vida y que tenemos que aceptar que es así. ¿Es inamovible?”, reclama Lilián.
“Si me preguntás si hay un elemento racial que enfatiza el acoso, yo contesto que sí, sin duda.” Quien habla es Elisabeth Suárez, de la organización de mujeres afrodescendientes Mizangas. Y es contundente cuando echa una mirada hacia los tiempos de la esclavitud: “La mujer era utilizada sexualmente por el amo. Una vez abolida la esclavitud, una gran parte terminó prostituyéndose. Las afrodescendientes eran vistas como féminas calientes y siempre dispuestas. Fueron mitos que calaron en el imaginario colectivo… y te marca. Nos marca en que si vos tenés senos grandes caminás encorvada, que si vos te vestís de determinada forma, la comenzás a cambiar para pasar inadvertida. Porque sos un foco de atención que te implica ser blanco de acoso”.
La mujer debe ser recatada, silenciosa, no exponerse. Si le gusta su cuerpo y quiere mostrarlo, tiene que bancarse lo que otros puedan decirle. “Si vos te vestís así yo tengo el derecho, como hombre, a decirte lo que quiera. Me da la potestad. Está en el imaginario que la mina quiere sexo con todo el mundo”, afirma Bruno. Ernesto va más allá cuando se refiere a las adolescentes: “Las chicas que vienen ahora se denigran mucho, ellas. Se muestran mucho más seductoras. ¿Cómo les decís a los guachos cuando crezcan que tienen que respetar a una mina? Es como desvalorizarse. Después vas a salir a la calle y te vas a quejar de que saliste a bailar y te manosearon toda. Mi amor, ¿pero viste cómo vas? Sé un poco más discreta. No des todo hecho, hacelo calladita”.
En el metro de Shangai, una campaña institucional invita a las mujeres a vestirse “con respeto hacia sí mismas” para no sufrir el acoso de los pasajeros. Existe el problema, pero las culpables son ellas. Son muchas las mujeres que revisan su armario antes de salir a la calle. Apartan a un lado la pollera corta que les encanta, y la reservan para ocasiones especiales. “Me pregunto: ¿será que estoy tan provocativa si me pongo una calza? ¿Inspiro tanta sexualidad como para chuparme la concha? Es violento tener que ocultar el cuerpo para pasar desapercibida”, explica Mercedes.
“Cuando digo que no me interesa su piropo porque no quiero su opinión sobre mi cuerpo, que me visto como quiero y no salgo a seducir a nadie por ponerme minifalda o pantalón ajustado, los varones y muchas mujeres te achacan que sos vos la violenta, la histérica, la que no puede controlar sus impulsos”, apunta Magda. “Si llevo escote, un cura no me deja entrar a la iglesia por atentado al pudor. ¿Y que te digan por la calle que te van a chupar entera, no es un atentado al pudor?”, reclama Lilián.
LA PUNTA DEL ICEBERG. Volvemos al principio. ¿Son los “piropos” una forma de violencia normalizada e invisibilizada contra la mujer? El término “micromachismo” arroja luz en el debate. Acuñado desde los noventa por el psicoterapeuta argentino especialista en relaciones de género Luis Bonino, se denomina así “a las prácticas de dominación masculina cotidianas e imperceptibles que se dan en el orden de lo micro”. Las sutilezas que pasan desapercibidas, la punta del iceberg de la violencia estructural contra las mujeres.
Los supuestos piropos son “un componente invisible de las interacciones cotidianas, que afecta las vidas de muchas personas, pero del que se habla muy poco. La brevedad de su duración, así como la forma velada en la que muchas veces se presenta, disfrazándose de halago, susurrado al oído o confundido en la multitud, lo hacen aparentemente intangible”. Así lo describe la socióloga mexicana Patricia Gaytán en las conclusiones de una investigación realizada en su país.
Es difícil crear conciencia colectiva cuando el problema está instalando en la base misma de la cultura de una sociedad. Es lo que ocurre con el acoso callejero machista. Por eso es necesario hablar de ello. En la medida en que “se transforme en algo público será responsabilidad de todos”, resume Magda.
Porque el acoso callejero quiebra también los juegos de seducción. La comunicación es unidireccional, el hombre se coloca por encima de la mujer, con más derechos. En este escenario el encare no es posible, no parte de una relación de igualdad.
Recuperar el cruce de miradas cómplices. Llamar la atención de ese chico al que viste pasar; o de esa mujer que agarra el ómnibus a la misma hora que tú cada día.
Y un día ser él o ella. Y pensar que es verdad.
* Este reportaje fue realizado gracias al segundo premio en modalidad de prensa del concurso Becas de Investigación Periodística sobre Violencia hacia Mujeres, Niñas y Adolescentes en Uruguay, una iniciativa ejecutada conjuntamente por el Sistema de las Naciones Unidas en Uruguay, el Consejo Nacional Consultivo de Lucha contra la Violencia Doméstica (cnclvd) y el Sistema Integral de Protección a la Infancia y a la Adolescencia contra la Violencia (sipiav), que cuenta con el apoyo de la Asociación de la Prensa Uruguaya (apu).
Para bucear en la red
• Observatorio Virtual de Acoso Callejero de Perú. Vinculado a una de las universidades del país, con el que buscan abrir el debate social y académico, sensibilizar a la población e incidir políticamente sobre el tema (www. paremoselacosocallejero.wordpress.com).
• Hollaback! Bajo el lema “Tú tienes el poder para poner fin al acoso callejero”, pretende el empoderamiento de mujeres a través de la creación de una red local de activistas en todo el mundo. Trabaja en 64 ciudades de 22 países, entre ellos México, Argentina, Colombia y Perú (www.ihollaback.org/).
• The Every Sexism Project. Recopila historias de mujeres alrededor del mundo para exponer distintas instancias de sexismo cotidiano (www.everydaysexism.com).
• Stop Street Harassment. Desde 2008 se dedica a la investigación, dando herramientas para combatir el acoso callejero en el ámbito educativo y con abundantes recursos multimedia y periodísticos (www.stopstreetharassment.org).