Este 15 de mayo se conmemoró con actos, marchas y actividades en todo el mundo, incluyendo nuestra región, el 75° aniversario de la limpieza étnica que destruyó Palestina e implantó sobre sus ruinas el Estado de Israel. En Uruguay, sin embargo, la fecha pasó desapercibida a nivel de las instituciones y la sociedad civil[1]. No deja de ser una paradoja que mayo sea el Mes de la Memoria, y que justo este año se conmemoren 50 años del golpe cívico-militar, pero que en Uruguay la Nakba siga siendo, tres cuartos de siglos después, una memoria negada, silenciada, ignorada; en síntesis, que aceptemos el memoricidio que el proyecto sionista impuso sobre la realidad palestina[2].
Quizás es un fenómeno digno de un estudio más profundo: por qué en Uruguay no se conoce, no se estudia –a ningún nivel de la educación formal– y por ende no se entiende la cuestión palestina.
Es pertinente preguntarse también por qué Uruguay jamás ha hecho una autocrítica sobre el papel que jugó su representante en la UNSCOP: la comisión especial formada en 1947 en el seno de la naciente ONU (que apenas contaba con medio centenar de países) y en la que Uruguay impulsó la partición de Palestina para entregarle el 56 por ciento de su territorio a un movimiento de colonos europeos que llevaban pocas décadas en el país, eran menos de la tercera parte de su población y poseían menos del 6 por ciento de la tierra. Como explica Luis Sabini Fernández en un lapidario análisis[3], los representantes de los gobiernos progresistas de Guatemala (gobernada por Juan J. Arévalo) y de Uruguay (bajo gobierno de Luis Batlle)[4], ambos alineados con el liderazgo neocolonial estadounidense, fueron clave para persuadir a sus pares latinoamericanos de votar a favor de la partición de Palestina. Y peor aún, el pecado de Uruguay se remonta a 1917, ya que fue uno de los pocos países que suscribió la Declaración Balfour, por la que el canciller del Imperio Británico prometió formalmente al movimiento sionista inglés el apoyo de su gobierno para fundar un «hogar nacional judío» en Palestina.
Desde una lectura decolonial hoy resulta inadmisible la total falta de sensibilidad hacia la existencia, los intereses y la voluntad de la población árabe originaria, que durante siglos había desarrollado en Palestina instituciones sociales, religiosas y culturales, una sociedad y una economía vibrantes; y sin embargo, con el típico desprecio colonialista hacia los nativos, fue ignorada por la potencia imperial europea, que regaló un país que no le pertenecía a un movimiento colonizador cuya intención explícita era construir en esa región estratégica un «baluarte de la cultura occidental contra la barbarie.»[5]
El colonialismo está en el ADN de Uruguay, un país creado por los intereses del imperialismo británico, poblado por sucesivas oleadas de inmigrantes europeos, que todavía tiene problemas para reconocer sus raíces indígenas –y también africanas–.[6] Resulta inadmisible que, casi 80 años después, Uruguay siga encontrando más ‘afinidades naturales’ con los askenazíes blancos que colonizaron Palestina, y tenga tantas dificultades para sentir alguna empatía hacia el pueblo palestino que resiste desde entonces un proyecto de colonización territorial, ocupación militar y apartheid legal.
No me interesa analizar por qué la derecha uruguaya simpatiza con el proyecto sionista plasmado en el Estado de Israel; la coincidencia de intereses es evidente. Lo que sí merecería un análisis serio es por qué en la izquierda abundan lo que el activismo palestino llama «PEPs» (progresistas excepto por Palestina). Los ejemplos de relaciones estrechas entre la izquierda uruguaya y el sionismo organizado son muchos y de larga data. Altos dirigentes del Frente Amplio –así como conocidos intelectuales, analistas políticos, académicos, defensores de derechos humanos, etc.– han recibido de manos del Comité Central Israelita del Uruguay el Premio Jerusalén, que conmemora la «reunificación de Jerusalén», un acto considerado ilegal por la ONU (posición que, en teoría, Uruguay comparte): la ocupación y anexión de Jerusalén oriental por Israel. ¿Alguno de ellos se molestó en averiguar qué representaba la distinción que estaban aceptando? ¿Es ignorancia, indiferencia o temor a contradecir a un poderoso lobby económico y mediático?
La lista de pecados es extensa, y abarca la región. En 2007, el Mercosur –bajo gobiernos progresistas, excepto en el caso de Paraguay– firma un tratado de libre comercio con Israel. Es verdad que Uruguay reconoció formalmente al Estado palestino; pero lo hizo recién en 2011, un año después de que todos sus socios del Mercosur lo hubieran hecho. En 2017, el intendente de Montevideo organiza junto a la Embajada de Israel una gala en el teatro Solís para celebrar los 70 años de la creación de ese Estado (ignorando por completo los 70 años de sufrimiento palestino). En 2020, un mes antes de dejar el gobierno, Tabaré Vázquez adopta la cuestionada y problemática definición de la IHRA (Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto, por sus siglas en inglés), que califica como antisemitismo la crítica a las políticas del Estado de Israel. Ya en 2022, el Frente Amplio da sus votos para que un incondicional defensor de las políticas criminales del Estado de Israel y de sus violaciones sistemáticas del derecho internacional -que además cabildea para que Uruguay vote en la ONU contra los derechos palestinos– integre la Institución Nacional de Derechos Humanos.
No debemos olvidar que numerosos dirigentes de izquierda y de los ámbitos sindical, universitario, empresarial, científico, cultural y deportivo –con raíces judías o sin ellas– han viajado a Israel, han estudiado allí, se han maravillado con ‘el milagro’ económico y tecnológico de ese país, pero jamás se han interesado por saber cómo vive la población palestina (no solo en los territorios ocupados, que jamás han pisado, sino incluso dentro del territorio israelí, especialmente las comunidades indígenas beduinas), ni por el monto multimillonario de ayuda estadounidense que sustenta ese «milagro», ni por las bases mismas sobre las que se construyó el llamado «Estado judío» exclusivo y excluyente. Así, la izquierda uruguaya, por acción u omisión, termina alineada con los colonizadores y ocupantes, y no con sus víctimas. Y es que las izquierdas –no solo la uruguaya– cultivan la fantasía (no quiero decir hipocresía) de que pueden ser solidarias con Palestina sin tocar a Israel, manteniendo relaciones de plena normalidad con el opresor.
Por eso es comprensible que esa izquierda vernácula experimente una disonancia cognitiva cuando –tras décadas de denuncias palestinas– las principales organizaciones israelíes e internacionales de derechos humanos reconozcan por fin, como lo han hecho en estos últimos años, que «la única democracia de Medio Oriente» es en realidad un Estado de apartheid: un régimen racista de supremacía étnica, construido sobre la aniquilación, la expulsión, la segregación y la discriminación del pueblo palestino (que no constituye una minoría, sino más de la mitad de la población que habita entre el Mediterráneo y el Jordán; sin olvidar que la población palestina refugiada duplica esa cifra, y esa amenaza demográfica es la razón por la que Israel no le permite regresar a su tierra ancestral).
Un capítulo aparte merecerían los medios de comunicación –de todo el espectro ideológico– que no abordan la cuestión palestina, o lo hacen de manera inadecuada para dar cuenta del ping-pong de agresiones ‘de ambos bandos’, siempre sin contexto ni análisis causal. Para los programas de política internacional no existe esa región del mundo; es mejor ignorarla que meterse con el poderoso lobby sionista y sus aliados. Años y años de inversión en los bien servidos «agasajos anuales a la prensa» han dado buenos dividendos.
No sorprende por eso que, a lo largo y ancho del espectro político, tirios y troyanos busquen las primeras filas para conmemorar junto al CCIU la Noche de los Cristales Rotos, pero que poco les preocupe que en Palestina todas las noches sean de cristales rotos (y de casas, cultivos, olivos milenarios, depósitos de agua, paneles solares, tractores, vehículos, escuelas, mezquitas, animales y cuerpos humanos destruidos) a manos de los soldados israelíes o de las bandas de colonos armados, hoy formalmente integrados al ejército colonial.
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¿Qué importancia tiene recordar la Nakba, más allá del deber moral de romper el silencio y luchar contra el memoricidio, la negación de la existencia, la identidad y la historia de siglos del pueblo palestino en su tierra, antes de que fuera despojado de ella? Desde la realidad de un país donde el proyecto sionista nunca ha sido analizado críticamente, ni se ha revisado la responsabilidad que tuvo Uruguay para hacerlo posible, la Nakba es importante para salir de la trampa epistémica que supone interpretar la cuestión palestina como ‘un conflicto entre dos pueblos que se disputan un territorio’, lo que no es más que aplicar la teoría de los dos demonios, poniendo en pie de igualdad al opresor y el oprimido, el ocupante y el ocupado, el colonizador y el colonizado.
Desde esa lógica, se tiende a considerar que el meollo del «conflicto» está en la ocupación de 1967. Como si la colonización sionista de Palestina previa a 1947 –con la complicidad de las potencias imperiales– no entrañara injusticia alguna hacia la población nativa. Como si la Resolución 181 de la ONU hubiera sido ecuánime. Como si el Estado de Israel hubiera estado allí desde siempre; como si lo de 1948 hubiera sido «una guerra» y no un plan deliberado de limpieza étnica (el Plan Dalet), destrucción de localidades y robo de propiedades, masacres y expulsión de 750.000 personas –que hoy, junto a sus descendientes, suman 7 millones y siguen viviendo como refugiadas apátridas–. Como si las resoluciones de la ONU desde 1949 en adelante fueran justas, y no una violación de su misma Carta de fundación, pues legitimaron la implantación de Israel en el 78 por ciento del territorio palestino (no el 56 por ciento que le otorgaba la ya injusta R.181), pese a que se trataba de territorio adquirido mediante una guerra de conquista.
La Nakba refuta esos mitos naturalizados, y nos recuerda la necesidad de descolonizar el análisis para entender que la causa profunda del problema más antiguo en la agenda de la ONU, de graves consecuencias para una región que nunca más vivió un día de paz, es el proyecto colonial, racista y supremacista llamado sionismo, que se ha materializado en un sistema de apartheid intolerable en el siglo XXI.
A esa conclusión han llegado importantes colectivos y organizaciones judías de todo el mundo: Jewish Voice for Peace (Estados Unidos), Independent Jewish Voices (Canadá), International Jewish Anti Zionist Network, Na’amod (Reino Unido) y muchas otras, así como numerosas personas judías de la academia, las ciencias sociales y físicas, el periodismo, la cultura y el arte. Son tantas y tan brillantes que es imposible nombrarlas en esta columna; todas esas voces se han alzado una y otra vez para responder «¡no en mi nombre!» a los crímenes israelíes contra el pueblo palestino. Tengo el privilegio de contar con algunas de esas personas judías excepcionales entre mis amistades y compañeras de camino.
Ni una sola de esas voces se ha escuchado en Uruguay, al que no pocas personalidades y organizaciones han definido orgullosamente como «el país más sionista del continente». Quizás la ausencia en la escena pública de voces judías críticas, así como de una comunidad palestina local (y de una comunidad árabe solidaria con su causa) hayan contribuido a ese silencio cómplice de la sociedad uruguaya, singular en nuestra región.
Tal vez sea hora de empezar a reflexionar como sociedad toda, en este Mes de la Memoria, y a las puertas del 50° aniversario del golpe de Estado, que cuando decimos «Nunca más» debemos comprometernos a que sea para todos los pueblos en cualquier parte del mundo; incluido el palestino, que lleva 75 años resistiendo el terrorismo de Estado y luchando por su liberación.
[1] A excepción de una actividad organizada por la Fundación Vivián Trías y la Comisión de Apoyo al Pueblo Palestino.
[2] Cuando hablo de sionismo, no me refiero solo a su expresión judía, sino también a sus vertientes cristianas, que son anteriores incluso a la primera. El sionismo cristiano es un gran aliado y facilitador del proyecto colonizador de Israel.
[3] ONU 1947. Uruguay en el origen de Israel. Ediciones I Libri, 2022.
[4] Jorge García Granados representaba a Guatemala y Enrique Rodríguez Fabregat a Uruguay en la UNSCOP. Dos políticos de impronta blanca y eurocéntrica, completamente carentes de sensibilidad hacia las cuestiones indígenas, señala Sabini.
[5] Theodor Herzl, El Estado Judío (1896). Los líderes sionistas europeos hablaban explícitamente de su proyecto de colonización, pero dejaron de hacerlo cuando en la posguerra los procesos descolonizadores ganaron legitimidad en el mundo; entonces reconvirtieron su discurso para hablar de «independencia».
[6] Sabini observa que incluso en un intelectual de izquierda tan influyente como Carlos Quijano coexistían «un fuerte antinorteamericanismo con un nulo interés por la cuestión indígena».