“Vengo conservando cuatro a cinco variedades de boniato desde hace mucho tiempo. Tengo sobre la mesa el que, creo, es el primer boniato-zanahoria que llegó al sur; lo tenía un colega mío que ya lo dejó de plantar, y yo sigo cuidando esa semilla. También el boniato criollo, que básicamente ya está perdido: el que tenía gusto a boniato y no se seca por dentro”, se presenta Ariel, guardián de semillas del balneario Bella Vista, minutos antes de comenzar el intercambio y donación en el patio del Cuartel de Dragones de Maldonado. En la explanada interna se distribuyen los productores llegados de diferentes departamentos, con mesas atiborradas de semillas y plantines, listos para ser entregados a otros “guardianes” pero también a visitantes interesados en cultivar sus propios alimentos orgánicos. Comentarios similares al de Ariel, cargados de orgullo, repican en el patio del antiguo cuartel y son frecuentes durante los encuentros organizados para promover y revalorizar los recursos fitogenéticos en todo el país. Es que mantener viva una semilla implica un cuidado delicado, casi amoroso; aceptarla durante un intercambio conlleva el compromiso de que se destinará tiempo y espacio para conservar su naturaleza, se utilizarán fertilizantes o pesticidas orgánicos, y se dejará a la planta cumplir su ciclo natural para cosechar nuevas semillas y seguir produciendo alimentos saludables.
La promoción del cuidado de las semillas y la agricultura orgánica a nivel familiar ganó impulso en 2003 con la creación de la Red Nacional de Semillas Nativas y Criollas. Integrada por la Asociación de Productores Orgánicos del Uruguay (Apodu), el Centro Regional Sur (Crs), de la Facultad de Agronomía, y la organización ecologista Redes-Amigos de la Tierra Uruguay, nuclea a unos 160 emprendimientos familiares que involucran a 300 agricultores, divididos en 27 grupos locales de 15 departamentos. En 13 años han rescatado más de 60 especies y cien variedades criollas, muchas desconocidas para la mayoría de la población. Algunas son emblemáticas, como la yerba mate, el guayabo, el arazá amarillo y el rojo, destaca la experta Karin Nensen, coordinadora de Amigos de la Tierra. También celebra el rescate de variedades de porotos de alto potencial productivo y capacidad de adaptación, como el rufino y el camilo, cuyas semillas estaban desapareciendo y ahora se mantienen y reproducen en casi todos los grupos del país. La ausencia de un impacto productivo no mengua la importancia del fenómeno: salvados de la extensión, esos recursos genéticos tienen un alto valor cultural, resalta.
SABORES Y SABERES. Según los productores, “la semilla criolla tiene un valor cultural de identidad, elementos afectivos vinculados con la trasmisión del conocimiento y del trabajo familiar por generaciones. También encierra un valor económico en un sentido amplio: tiene un poder, porque al cuidar y reproducir tus propias semillas te independizás de los mercados , ejercés tu derecho a acceder libremente a ellas, sos soberano”, sintetiza a Brecha la ingeniera agrónoma Silvana Machado, técnica y vocera de la Red Nacional de Semillas Nativas y Criollas. Poseen, además, un valor agronómico relacionado con su capacidad de adaptación y resistencia a las adversidades climáticas, por ejemplo, que se traducen en un mejor rendimiento que el de las semillas mejoradas en laboratorios, agrega la experta. Pese a la amenaza que significan los monocultivos de soja y maíz transgénicos para la conservación y defensa de las semillas criollas –entendidas como bienes naturales y patrimonio de los pueblos al servicio de la humanidad–, las perspectivas son alentadoras. Cada año se suman a la red unos 30 guardianes urbanos y suburbanos, sensibilizados por el impacto de la agricultura industrial en la biodiversidad y en la calidad de los alimentos que consumimos. Crece la demanda de productos más sabrosos, nutritivos y variados nacidos de semillas criollas (las semillas mejoradas sólo buscan asegurar las necesidades del mercado capitalista en cuanto a cantidad de producción, buena conservación y homogeneidad). También aumentan los productores que ofrecen hortalizas en ferias o canastas a domicilio (unos pocos llegan a las góndolas), y en el exterior hay un mercado potencial, en el que Uruguay ya tiene su prestigio de país natural.
Con esto parecen estar sentadas las bases para insistir en la aprobación del Plan Nacional de Agroecología promovido con énfasis desde mediados de 2015 por la Red de Semillas, la Red Nacional de Agroecología y la Sociedad Científica Latinoamericana de Agroecología.
NI DE JIPIS NI DE POBRES. Durante el último trimestre de 2015 estas organizaciones juntaron firmas y entregaron al presidente Tabaré Vázquez una carta en la que fundamentan la necesidad de transitar “hacia nuevas formas de organizar la producción, distribución y consumo del sector integrando un enfoque agroecológico”.1 Considerando que en su programa de gobierno 2015-2020 el Frente Amplio se comprometió a implementar el plan, no debería haber grandes trabas para su aprobación. Sin embargo, a más de un año de iniciado el trabajo parlamentario, Silvana Machado entiende que todavía tienen la tarea “gigante” de derribar algunos mitos, como que la agroecología da pérdidas o que está pensada para pobres, que es cosa de jipis o que sólo le importa a una elite que puede pagar el costo de productos más naturales. “Además de ser un movimiento que brega por la justicia y el derecho de los agricultores, es una ciencia que funciona, que está desarrollada en el mundo y que tiene su validación científica”, defiende. Por otro lado, una vez vencida esa resistencia, “se requieren equipos de técnicos que hagan el seguimiento de transición con los grupos locales en los lugares preestablecidos”. Y tampoco es menor el hecho de que todo esto seguramente tocará los intereses de empresas y grandes productores beneficiados por el modelo de agronegocio imperante.
El bioquímico Pablo Galeano, otro de los coordinadores de la Red de Semillas, enfatiza que la agroecología ha frenado la desaparición de los productores familiares que no pudieron continuar con la producción convencional. Sin embargo, salvo esfuerzos aislados de algunas intendencias, nunca hubo una política estatal para promover esta opción. “No es una solución mágica, pero así como se invierten muchos recursos y dinero para investigar en la agricultura industrial, también habría que hacerlo en el sector agroecológico, que tiene mucho para dar y no se plantea ni como contraposición ni como sustitución del otro modelo”, dice a Brecha.
Galeano espera que el proyecto se apruebe el año próximo y cuente con recursos materiales y humanos para que prospere. Confía en que la caída en el precio de los commodities, más el impacto del modelo actual en la calidad del agua y los suelos, más el derrumbe de varios mitos en torno a los transgénicos, llevarán al gobierno por ese camino.
- Redagroecologia.uy: “¿Por qué es necesario un Plan Nacional de Agroecología?”