Yo estoy acá - Semanario Brecha

Yo estoy acá

La costa tiene olor a pintura de barco, a brea, al aire indefinible y caliente bajo los algarrobos, a aceite de coco y a paja de sombrero empapada, a las lombrices retorciéndose en su lata, a madera mojada, a mojarra curvándose en el aire antes de ser condenada al canasto que será su tumba.

También tiene sonidos: a hojas que se mueven, al perpetuo rumoreo del río, al sonido del bote empujado hacia el agua, al del golpeteo de las olas –vaya licencia exagerada– contra el casco, al estallido alegre cuando un cuerpo –en el mejor de los casos el tuyo– perfora la superficie para hundirse en la frescura deliciosa.

A la voz del padre: “Ahí no. Más al medio. Quedate quieta. Si seguís hablando van a disparar todos los peces”. Y un buen día –ahora se llamaría iniciación–, con una sentencia perentoria y severa: “Estás muy grande para flotador. Saltá”. “Tengo miedo.” “Miedo de qué. Yo estoy acá.” El salto. El pecho estalla, la luz del sol empieza a estar lejos, algo atrapa desde abajo, el cuerpo se hunde. Y de pronto empieza a subir, a perder peso, a moverse como en una danza, libre, pura felicidad del movimiento. A alcanzar el sol. Él estaba ahí. “¿Viste? Ya podés nadar.”
Pero el mejor de los sonidos es el que viene antes. Un día, alguna fecha, cuando el destino elegido cambió. Más lejos, un monte que había que atravesar, y luego, la voz del padre: “Cerrá los ojos y sólo los abrís cuando yo te diga.” La voz del padre –casi– siempre tenía razón; entonces, ojos cerrados, el paso guiado por la mano más segura del mundo, cuidando que los pasitos no tropezaran con troncos, raíces o piedras, un juego en la ceguera momentánea.
Y en algún momento empezó el rumor. Suave pero creciente, cristalino pero oscuro, parejo pero surcado de notas que se escapaban como las chispas que se escapan del fuego madre. Cada vez más fuerte, cada vez más cerca, cada vez avanzando hasta no saber si estaba adelante o estaba atrás, hasta que todo era sonido, grito masivo, toda una orquesta desacatada. Qué era eso. Miedo, nervios, escalofrío. “Abrí los ojos”, dijo la voz.
Y ahí, casi encima, estaba. Monumento barroco de imposible arquitectura, fingiendo gentilezas maternas en sus pequeños recodos, omnipotente y perfecta en su tamaño mayor y su trazado de piedra y agua, brillante de todos los brillos que el sol puede sacar de las infinitas gotas que se dispersaban. Linda y fatal. Esperándome, llamándome. Algo de maternal tenía en sus formas derramadas y luminosas, algo de decir: mirá, qué lindo es acercarse a mí. Acá podés jugar.
“Mucho respeto”, dijo la voz del padre. “Casi me ahogo por ésta. Pescando con Pepote la corriente nos arrastró, pero en vez de seguir y hacernos mierda en la cascada, el bote se atracó en una piedra y estuvo hamacándose así, toda la noche. Pepote no cree ni en su madre, pero esa noche la pasó rezando. Cuando vino la luz, nos sacaron. Si te metés al agua cerca de ésta, te ahogo yo.”
No hacía falta la advertencia. Haberla oído antes de verla, alcanzaba. Sus invitaciones infantiles eran trampas. Dicen que los fetos reconocen la voz de su madre. Oír el rumor –del mar, de la cascada, de la tormenta– avisa de los humores de esa madre. Respeto. Ten piedad, bellísima. Soy menos que una gota de tus juegos seductores y perversos.
Ella ya no está. Le ganaron los ingenieros. Su perfil imponente se amansa empequeñecido en viejas fotos. Quizá se escuchen sus bramidos –ya vueltos quejidos– cuando la represa baja o sube demasiado el nivel de sus aguas. No puede decir, y seguramente querría, como sigue diciendo en cada momento de pánico aquella otra voz que la presentó, hace tanto tiempo: “Yo estoy acá”. n

 

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