¿Vamos adentro, abuelo? Perdido en sus pensamientos, Ignacio Corsini miraba cómo su Plymouth se perdía en el horizonte piloteado por su nuevo dueño. Su nieta Victoria lo encontró en el umbral y lo tomó del brazo. Aunque estaba parado exactamente en la puerta de su casa, Corsini estaba en otro sitio. Siempre estaba en otro sitio. A lo largo y a lo ancho de las 120 páginas de su nuevo libro, Pablo Dacal descubre que un verdadero cantor popular no le canta a su época: es una época. Así, en un juego de espejos que se multiplica ad infinitum, Corsini evoca un siglo en el preciso momento en que empieza a alejarse y Dacal escribe su historia en el preciso momento en que otro siglo comienza a alejarse. Ahora lo ves, ahora no lo ves. El Plymouth ya dobló la esquina.
Dacal también nos va a jubilar a nosotros. En su última entrevista con Página 12, el cancionista porteño anunció que ya no estaba entre sus planes escribir canciones nuevas. Que era momento de dar un paso al costado. A la luz de este libro, la declaración es menos un lamento que una amenaza para los críticos culturales. El tipo ha regado esta planta en secreto y ahora se aparece en el horizonte del oficio con una herramienta calibrada hasta el ridículo. Por qué escuchamos a Corsini, este libro editado por Gourmet Musical, tiene todos los atributos del género (buen manejo del archivo, reconstrucción de época, lucidez narrativa, ojo crítico, etcétera) y también tiene un plus. A ver: con menor o mayor fortuna, hay muchos músicos que escriben. De puño y letra o apoyados en un ghostwriter. Pero hay muy pocos capaces de ponerse en los zapatos del colega. Dacal conoce el oficio: la construcción de un repertorio, el consenso con los guitarristas («no metas todos los valsecitos juntos que se me cansa la mano»), el mero laburo diario. Este libro, en ese punto, se lee como una invocación.
La vida de Corsini es una curva esbozada en el aire. Es el arquetípico niño abandonado en un canasto de Sicilia. Anotado tentativamente el 13 de febrero de 1891, Ignazio Andrea escuchó las campanadas finales del siglo y fue adoptado por su ama de leche: Soccorse Salomone. Diez años después, embarcaron en el puerto de Catania y cruzaron el océano a bordo del buque Antonina. Se instalaron en la zona sur de Almagro, pero los esfuerzos de su madre (acriollada como Socorro) resultaron insuficientes para sostener la economía familiar. Con un diccionario de castellano en la mano, Ignacio armó nuevamente su maleta, le dio un beso a la mamma y se subió a un tren que se perdió en la pampa profunda. Ahí, en una estancia perdida a 400 quilómetros de Buenos Aires, aprendió a cantar: «Escuchando a los pájaros, naturalmente y sin esfuerzo».
Una estética es una ética. Mientras el joven Corsini acompañaba el silbido de zorzales y cardenales, aprendía el oficio del peón y la vida elemental del campo. La montura de los caballos. El arreo. Los ciclos de las siembras. La ronda alrededor del fogón. La mano cóncava sobre la guitarra. «Corsini añoraba la misma belleza que lo rodeaba como si ya estuviese perdida», escribe Dacal. «Entonces, para ahuyentar la pena, se dispuso a celebrarla. Sonaban demasiado lejanas las campanas de Catania y el aroma de su hogar en Almagro. Sentía su abandono. Con las raíces en el aire, sin familia ni un dios que lo acompañara, descubrió en la fuerza de la naturaleza y en el paisaje pampeano su propia metafísica.»
Con esos sonidos atrapados en el puño, volvió a Almagro y se compró una guitarra en Casa Núñez. A la hora del vermú, se metió en los almacenes de los barrios y empezó a probar los alcances de su voz. En la Buenos Aires del centenario, la buena nueva corrió como un reguero de pólvora: hay un cantor criollo que sigue la pista de Betinotti. ¡Así se canta, Ignacio! Así, mientras conoce a su gran amor entre tablados y sainetes, encuentra la horma de su zapato: el cancionero federal. Ese repertorio que Enrique Maciel y Héctor Pedro Blomberg modelaron a su alrededor como si hicieran un hechizo. Violines gitanos. Una mazorquera de Montserrat. Payadores negros. ¡Abracadabra!
Dacal cuenta la historia como si Corsini fuera un antepasado. Es decir, escribe una saga y se inscribe en esa saga. Como aquel célebre ensayo de Borges, en la búsqueda de sus predecesores dibuja un árbol ahí donde había un bosque. Gabino, Corsini, Moris, Palo Pandolfo. Los cancionistas federales. Es una operación a corazón abierto, de manera que puede correr sangre. Con pulso de cirujano, Dacal hace su corte más riesgoso: escinde el linaje gardeliano del linaje corsiniano. Como decía el otro Charly, Gardel es nuestra primera estrella pop: canta lo que hay que cantar, subraya las emociones, saluda a quien hay que saludar, devuelve favores. Es decir, monta el potro del mercado. Corsini es una máquina de decir que no. Así, parece decir el libro, es que se construye un estilo.
«Reúne una serie de tradiciones migrantes que dan forma a su propio sentimiento: un fraseo que remite a los payadores; una entonación con ecos napolitanos; una interpretación sencilla y natural, poco expresiva, sin aspavientos», anota Dacal. «Y corre su cuerpo del medio, como los mejores intérpretes, para dejar actuar a la palabra y a la melodía. Evita el lunfardo, el machismo, la celebración calavera y la viveza criolla. No busca señalar los sentimientos ni encarnar en un personaje, con inflexiones o sobreactuaciones exageradas, palabras en las que no cree. Se disuelve en el sonido, la melodía y los movimientos sobre el tempo. Él, que actúa en las mejores compañías teatrales del país, acostumbrado a cantar durante los intervalos o al concluir la obra, no actúa cuando canta.»
Si hacemos un poco de silencio, podemos escuchar un murmullo. Son los puristas: ya se están rasgando las vestiduras. Como Dacal no solo no es crítico ni historiador, sino que viene del rock, su libro está provocando urticaria. Para colmo, su lectura del Caballero Cantor es un acto creativo que parece señalar el futuro (es decir, el presente) más que el pasado. No se preocupen. El amor de Dacal por Corsini ya está deconstruido: no hay sentimiento de posesión. De hecho, aunque deliberadamente no lo diga, acaso sea el primer libro que revise la canción criolla y el primer tango desde esa perspectiva. Y escrito por un varón. Me gustaría estar ahí para ver la cara que van a poner los concejales de la academia. Sí, soy un voyeur.
Piglia decía que había que traducir los clásicos cada 20 o 30 años. A medida que el horizonte lingüístico y cultural se va modificando, es preciso hacer los ajustes necesarios: el libro –si verdaderamente es un clásico– nos va a decir otras cosas. Otras preguntas para otra época. Lo mismo sucede con las grandes canciones. Así, en el corazón programático de su trabajo, Dacal pone «La pulpera de Santa Lucía» bajo la lupa. El derrotero de aquella muchacha, deseada por federales y unitarios, no está amarrado a los potros del amor tortuoso. En el valsecito de Blomberg, Maciel y Corsini (lo incluyo ex profeso también como autor) no hay lugar para la condena. Ese es el país de los débiles.
Claro que Corsini no era precisamente un hippy. A primera vista, era «un hombre de familia». Sin embargo, Dacal se pone a hilar fino y advierte que la monogamia no siempre es un gesto de conservadurismo. Uno termina preguntándose cómo se hubiera llevado con aquellos primeros melenudos de Buenos Aires, pero murió precisamente en el invierno de 1967: el año del primer encuentro primaveral en la plaza San Martín. «Vivo para mis recuerdos», había dicho. «El presente es para mí un punto de ubicación para mirar atrás sin tristeza, pero con una dulce y profunda nostalgia.»
En ese momento se unen las puntas del lazo. Corsini duerme su última noche en Buenos Aires y los padres de Dacal se conocen en los tablados del Teatro de la Fábula. Como si fuera una casa embrujada, Moris descubre que el tango lo habita. Palo Pandolfo juega con medallas, velas y libros sin tapa. El fantasma de Gabino Ezeiza se aparece en la sesión y, con los ojos puestos sobre su ciudad, deletrea la plegaria en la tabla ouija. Letra por letra: «No me arrojes al olvido, yo que he sido tu cantor».
Hay que tener coraje.