La obra de Jan de Jager se nutre de la traslación de textos al español, tal como muestran sus series Casa de Cambio –cuatro volúmenes– y Relámpagos –otros cuatro–, en las que su poesía convive con versiones y mutaciones de textos de autores «invitados».
—Empecemos con la cuestión del nombre, porque en tu caso el nombre cifró en cierta forma tu destino: te llamás Jan, pero fuiste anotado como Juan Alberto…
—Alguna vez dije como una boutade que yo soy una traducción. Las autoridades argentinas de aquella época no permitían nombres extranjeros, como tampoco permitían nombres de lenguas aborígenes, autóctonas. Siempre hubo un prurito, supongo que motivado por esa idea de crear una identidad nacional, de homogeneizar a las hordas de inmigrantes y castellanizar a los pueblos originarios. De ahí que sea Juan Alberto, aunque firmo mis trabajos como Jan, lo cual comercialmente no me conviene porque nadie sabe cómo pronunciarlo.
—¿Cómo se estableció tu vínculo inicial con la traducción?
—Te diría que es casi una cuestión de historia familiar. Una de mis hermanas es traductora pública, que es un rubro muy específico,
el de aquel que traduce documentos, estatutos, partidas de nacimiento. Ella es algo mayor que yo y ya en las conversaciones con mi padre, que también era bastante plurilingüe (si bien era químico, no lingüista), la traducción estaba siempre presente, era como una charla de sobremesa, como hablar de fútbol. Así empecé a traducir por la mía, casi como un ejercicio literario. Empecé a traducir a autores holandeses e ingleses, que eran las lenguas que circulaban en mi entorno, y también a ver qué habían hecho otros traductores, con cierto espíritu crítico, aunque en esa época era un adolescente. Me alentaba un motivo un tanto canalla, digamos, que era el de enmendarle la plana a lo que habían hecho otros traductores.
—Puede verse como una forma de autoaprendizaje…
—Claro, porque, como adolescente, ¿qué otra cosa vas a hacer que lo que hicieron previamente los adultos? Después comencé la carrera de Letras, en la época del mal llamado proceso, y por una cuestión de cambios en los planes de estudio había un énfasis enorme en las letras clásicas, lo cual no me apena, pero era algo muy diferente a lo que venía siendo la carrera de Letras en los años anteriores. Como todo el mundo, hice Latín I, II, III y IV y Griego I, II, III y IV… y todo lo demás. El método de enseñanza estaba basado en la traducción de textos, no en la comprensión. Esa era la metodología, con la que no estoy del todo de acuerdo, pero que me tuvo cinco años traduciendo del latín y del griego.
—Esas traducciones formativas del latín y del griego alimentaron, supongo, tu interés inicial por las traducciones del holandés y el inglés.
—Sí. Como se dice ahora, yo me autopercibo escritor, y un subgénero de la escritura es la traducción. Mis traducciones son una actividad de escritor y no de traductor como un género aparte, así como tampoco me siento periodista porque no logro mantener el ritmo de la escritura periodística. Puedo tener un texto flotando cinco años, lo que para un periodista es un anatema.
—Al sostener que la traducción parte de tu condición de escritor, ¿se asume que también es de tu autoría el texto que traducís?
—Son mis palabras. Se trata de los conceptos y los efectos del original volcados a mis palabras, a mi vocabulario. Y eso es una marca para el texto también.
EL OFICIO
—¿Cuál fue el texto al que te enfrentaste por primera vez con las armas de un traductor?
—Los latines y los griegos eran tareas para el hogar, pero en esos tiempos, como las literaturas holandesa y belga (neerlandesa, como propiamente se debe decir) eran poco frecuentadas, empecé primero a elegir qué poemas de esa tradición me interesaba que se conocieran en el ámbito de habla castellana. O sea que ahí, coincidiendo con el trabajo de los hermanos [Augusto y Haroldo] de Campos, había un rol de antologista en la labor del traductor.
—Ya pensabas la traducción destinada a un público.
—Sí, para difundir a autores que yo conocía. En Róterdam ejercí como docente de neerlandés, mi lengua materna, y me importaba particularmente que algo de eso se conociera. Después, muchos de esos trabajos los fui incorporando en algunos libros míos que se llaman Casa de Cambio. Al decir míos quiero decir que, de repente, en la página 25, hay una traducción de un poema de Hugo Claus. Siempre se trata de poemas o cuentos cortos; una suerte de miscelánea mayoritariamente en verso en la que conviven en alegre amistad textos míos como escritor y textos míos como traductor. Algunas veces traduje novelas del neerlandés, pero ahí sí fueron a pedido.
—¿Y cómo alimenta ese sistema de traducción a tu propia poesía?
—Es que así se aprende tanto… Por ejemplo, el escritor Hugo Claus fue dos veces a la Argentina y yo fui su intérprete, algo maravilloso para mí porque es uno de mis héroes, una suerte de prócer, una vez que fue invitado a la Feria del Libro en Buenos Aires y les dio entrevistas sucesivas a varios medios de prensa, para los que yo oficiaba como su intérprete. Él estaba con mucha bronca porque se sentía poco reconocido, pensaba que era más famoso de lo que realmente era. Entonces, cuando llegó un periodista y le preguntó dónde había nacido, para mi desconcierto, Claus empezó a largar cualquier fruta. Dijo, por ejemplo, que había nacido en Florencia, de padres turcos. Yo traducía todo lo que decía. En la siguiente entrevista respondió cualquier otra cosa.
—¿Y tradujiste a Claus?
—Traduje su poema «Visio Tondalis» («La visión de Tántalo»), que aparece en mi Casa de cambio I, que, si mal no recuerdo, porque estoy citando de memoria, es una catábasis, un descenso a los infiernos anterior al de Dante, un texto medieval. Claus hizo este poema que es, en verdad, una écfrasis de El infierno del Bosco. Se trata de una pintura de palabras en la que él traduce las imágenes. Cuando yo lo traduje al castellano tomé el poema de Claus, pero también el testimonio visual del Bosco. Digamos que lo que hice fue una doble traducción, una éctasis triangulada como método de traducción.
—¿Lo consultaste a Claus en el proceso? ¿Qué opinó de tu traducción?
—Bueno, el vio esa traducción. Su castellano era bastante precario, pero lo comentamos en una conversación a nivel mesa de bar. Me preguntó para qué lo había traducido, lo que me dejó medio desconcertado. ¿Cómo «para qué»? ¿Para qué uno traduce? Todo eso forma parte del proceso de aprendizaje. Es como la trastienda de las técnicas poéticas.
UN POETA VIRAL
—¿Cómo llegaste a la traducción de los Cantos de Ezra Pound?
—Los empecé a traducir por mi cuenta y mucho tiempo después, con la intervención de Jorge Fondebrider, que me conectó con la editorial Sexto Piso, acabó siendo lo que es: un ladrillo de 1.200 y pico de páginas. En el proceso pasaron diez años. Cuando llegó la editorial, el producto estaba prácticamente terminado. Los primeros 30 cantos los había publicado en Argentina, en una tirada de 100 ejemplares, por la editorial Eloísa Cartonera, en un volumen que si ahora lo abro se desarma.
—¿Por qué en tu versión de los Cantos, una obra que tiene millones de referencias internas y externas, optaste por no incluir notas al pie?
—Quise evitar lo que por ahí yo llamé lectura vertical: cuando hay un tropiezo en el sentido o en la simbolización, el ojo baja a buscar la mano amiga del anotador.
—Eso si la nota está al pie de la página, porque si están todas amontonadas al final, la interrupción es mayor.
—Claro. Pero mi hipótesis fue la siguiente: esto no es críptico porque está en inglés, por lo que la intención de Pound fue que eso quedara sin anotar. En todo el texto de los Cantos hay solo dos notas al pie del propio Pound, que son casi como una broma. Yo creo que hubo una intención por parte de Pound de ser críptico y desafiante e invitar a la investigación, a ir a sus fuentes, en procura de un lector activo. En ese sentido, mi traducción es totalmente contraria a la edición de Javier Coy [con traducción de José Vázquez Amaral], con todas esas notas. Yo creo que la lectura que propone mi traducción es la misma que proponen los Cantos en su idioma original: una primera lectura inocente, una segunda buscando y una tercera en la que uno ya lee con todo el bagaje aprendido en el camino.
—¿Y por qué no una edición bilingüe?
—Me lo llegó a proponer la editorial, pero me negué. Yo quería que fuera una lectura lo más parecida posible a la lectura del original. No es que la obra está llena de slang norteamericano, sino que hay referencias a la cultura china o italiana, por ejemplo. El lector imaginario de Pound se iba a encontrar con los mismos problemas que el lector de una traducción. Es igual de críptico en todos los idiomas. Por ejemplo, hay una sección en la que se habla de John Adams, con base en recortar y pegar fragmentos de sus diarios y cartas, que era igual de críptico para un lector norteamericano del siglo XX.
—Tu traducción de los Cantos incluye un «artista invitado», digamos, que se encargó de traducir los dos cantos originalmente escritos en italiano.
—Lo que pasó es que dentro de los Cantos hay largos pasajes en francés coloquial, por llamarlo de alguna manera, que los mantuve tal cual por el mismo criterio de que hablaba antes: que eran tan incomprensibles para un lector inglés que no sabe francés como para un lector español que no sabe francés. Con los dos cantos en italiano («LXXII» y «LXXIII»), la editorial insistió en la necesidad de que fueran traducidos, entonces partimos la diferencia y pusimos al final del cuerpo principal del texto dos versiones de esos cantos. Así que hablé con Jorge Aulicino, que los había traducido, para pedirle autorización.
—¿Y cómo se lee a Ezra Pound hoy en día, en el entendido de que siempre fue alguien muy controvertido que arrastra mucha mala prensa a raíz de algunas cosas que hizo y que dijo?
—Siempre fue un poeta para poetas. Es como la precuela de la poesía. Yo hablo con poetas jóvenes, con aspirantes a poetas, que de pronto están tan de la nuca con Pound como en los años cincuenta podía estarlo Allen Ginsberg. Es un poeta muy viral, así que muchos poetas han tenido su etapa Pound: esa cosa fragmentaria, discontinua, al punto de saltar de un sintagma de dos palabras sobre un tema de la Edad Media a otro sintagma de dos palabras chino o a un ideograma.
MINÚSCULAS Y MAYÚSCULAS
—Le entregaste a la editorial Sexto Piso tu traducción de la Poesía completa de E. E. Cummings, otro poeta peso pesado.
—Él publicó unos cuantos poemarios en vida, que no tienen aspiración de unidad. Además de esos poemarios, después de su muerte hubo una recopilación, que es el último volumen de sus Poemas completos y que se llama Etcétera. También está la compilación For the Record, que solo se publicó para uso académico. La traducción de la Poesía completa me la encargó Sexto Piso. Yo estaba con Safo en ese momento.
—Un poco lejos…
—Sí, claro. Pero todos esos años de latines y griegos algún provecho me tenían que dejar. Así que paré con Safo y evalué emprender Cummings, pero no estaba en mis planes pasar cuatro años con él. No es un poeta que me impacte tanto como Pound, aunque es superinteresante y planteó cosas en su momento que ningún otro poeta había planteado. También tuvo una enorme influencia en los hermanos De Campos. Augusto de Campos veía en Cummings a un precursor de la poesía concreta, por ejemplo. Y tengo para mí, como se dice por ahí, que va en paralelo el desarrollo estilístico de Cummings con la popularidad de los crucigramas. Hay algo de la estética de Cummings, de la definición, de cuál es la palabra correcta, que tiene que ver con la popularidad de los crucigramas en su tiempo. Yo creo que en un momento se dijo: «Si se toman tanto trabajo para descifrar ese juego, por qué no exigirles el mismo nivel de concentración para leer poesía». Y ese es el tipo de concentración que pide Cummings.
—Hay un elemento lúdico en el fondo, entonces.
—Una vez escribí un artículo sobre un poema de Cummings escrito en una especie de lunfardo de Nueva York, con una versión de cómo sonaba el lenguaje del hampa en la década del 20. El poema es como un precursor del cine noir, que además se presenta como un soneto encubierto. Les pedí a diferentes poetas que hicieran una versión con el equivalente de su ciudad: una traducción mexicana, otra peruana, otra de Islas Canarias y mi propia y provisoria versión. Además, le pedí a una colega historiadora de Nueva York que escribiera, para beneficio de todos los traductores involucrados, una versión, entre comillas, al inglés normal de ese poema.
—¿Hiciste una traducción cronológica de los poemas de Cummings?
—No. Yo normalmente llevo unas libretas en las que hago la primera traducción a pulso, digamos. Después, al pasarla por el teclado, ya hay un trabajo de revisión en el que voy dejando los claros, sin perder el aliento poético y determinando algunas resoluciones. Digamos que traducía de a dos poemas por día, un poco pautado por el tiempo y el estado de ánimo. Además, hay que tener en cuenta que para cada poema hay prácticamente un artículo académico que se ha publicado. Está, por ejemplo, la revista Spring, que se publicó durante decenios, dedicada a E. E. Cummings. Y lo otro es el uso de las minúsculas y las mayúsculas en Cummings, que es todo un tema en sí mismo. Hay un poema, por ejemplo, en el que habla del momento previo a la Segunda Guerra Mundial, de la que tanto Cummings como Pound consideraban que Estados Unidos debía abstenerse de participar por considerarla una guerra civil europea, en el que se burla de la demonización del fascismo y lo que él llama falsa democracia. A lo largo del poema aparecen solo tres mayúsculas: F, D y R, que para cualquier lector no deja de ser Franklin Delano Roosevelt.