No ha sido la primera vez en nuestra historia que se combina crecimiento con redistribución. Tampoco se trata de una experiencia inédita en la región. Aunque Latinoamérica destaca por su elevada desigualdad, tanto en años recientes como en el pasado se han observado períodos de mejora en la distribución del ingreso. Si generalizamos a partir de esas experiencias, puede sostenerse que para reducir la desigualdad en forma sustantiva y sostenible es necesario transitar dos etapas: una primera en la que deben superarse desafíos enormes, y luego otra en que las dificultades son aun más grandes.
Un país que tuviera un sistema tributario regresivo –donde la desigualdad se incrementa una vez que se tienen en cuenta los impuestos–, con un gasto público social escaso y destinado a sectores de altos ingresos, donde los sindicatos apenas existen y el Estado se abstiene de regular el mercado de trabajo para dejar actuar las asimetrías de poder entre empresarios y asalariados –y cuando interviene lo hace en favor de los primeros–, no es difícil saber qué hay que hacer para reducir la desigualdad.
Pero concretar las políticas necesarias es difícil porque debe vencerse la resistencia de los más poderosos, quienes se benefician de la elevada desigualdad. Sin embargo, en ocasiones ello ha sido posible, como ocurrió en Uruguay en el período reciente y en la década del 40 del siglo pasado, o en Argentina durante los mismos años, o en Chile entre 1940 y 1973. En todos esos casos el cambio político abrió una etapa en la que se acometieron reformas económicas e institucionales que permitieron reducir la desigualdad. El problema que enfrentamos hoy –y también se enfrentó antes– es que esas reformas ya han sido hechas.
En Uruguay, el período de caída de la desigualdad se limitó a cuatro años: entre 2008 y 2012. Es decir que la tendencia progresiva se detuvo antes de que llegara el enlentecimiento de la economía, probablemente porque para entonces las reformas ya habían dado lo que podían dar. Aunque podrían modificarse para mejorar su impacto redistributivo –es el caso de la reforma tributaria–, los efectos de ello serían marginales. El desafío es transitar hacia la nueva etapa, y es allí donde los latinoamericanos, hasta ahora, hemos fracasado.
La fase de distribución estática, que ha consistido en distribuir mejor los ingresos generados por un sistema económico que no ha transitado por cambios estructurales, se ha superado. Ha habido cambios cuantitativos en la medida en que el ingreso creció. Y ello fue una condición necesaria para la redistribución, ya que la oposición de los privilegiados habría sido mucho mayor si su ingreso no hubiera mejorado también. Asimismo, tanto el fortalecimiento de los sindicatos como los efectos de la reforma laboral habrían sido mucho menores si el desempleo no hubiera registrado mínimos históricos. Pero ese ciclo se ha acabado, y quienes deseamos profundizar la reducción de la desigualdad nos enfrentamos, en mi opinión, a tres alternativas.
La primera sería “desensillar hasta que aclare”: concentrarnos en mantener lo logrado, rezar para que los dioses vuelvan a sernos favorables, y esperar el próximo “viento de cola” que en algún momento nos permita explotar nuestras ventajas comparativas estáticas, deseando que entonces haya un gobierno progresista que se preocupe por redistribuir. Su principal defecto no es solamente que implica renunciar a la pretensión de que seamos, al menos en alguna medida, artífices de nuestro destino, sino que supone “estirar” una fase ya agotada en la caída de la desigualdad. Esta senda nos traería, a lo sumo, mejoras marginales de escasa magnitud. Eso estaría bien si nuestra sociedad tuviera una desigualdad baja, como Suecia, entonces podríamos sentirnos satisfechos, pero mientras mantengamos –como aún mantenemos– una desigualdad elevada en términos comparados, la autocomplacencia por lo logrado no parece recomendable.
Una segunda opción sería “galopar hasta enterrarlos en el mar”, avanzando en medidas que redistribuyan el ingreso y la riqueza, elevando, por ejemplo, el salario más allá de lo que ocurra con la productividad, e incrementando la imposición al capital sin preocuparnos por las consecuencias que esto pudiera tener en la inversión. El problema con esta estrategia es que termina mal: más temprano que tarde se produce un retroceso, sea porque los desequilibrios conducen a períodos de estanflación que reducen el salario real, o porque los privilegiados dejan a un lado sus pruritos democráticos y apelan, lisa y llanamente, al poder que poseen en defensa de sus intereses. Así, sea por una cosa, por la otra, o por ambas, es que han naufragado en nuestro continente los intentos de reducción de la desigualdad.
La tercera posibilidad, la única que en mi opinión podría permitirnos continuar la senda de crecimiento con reducción de la desigualdad, es pasar a la segunda fase, algo que nunca ha logrado ningún país latinoamericano. Esta opción supone “desensillar y escalar”. Desensillar no para sentarnos a esperar tiempos mejores, sino porque reconocemos que hemos dejado atrás la pradera y ahora debemos subir una montaña. La cabalgadura que nos ha traído hasta aquí, por buena que fuera, ya no nos sirve. Lo que esta estrategia requiere es, en primer lugar, producir cosas que no producimos, y, en segundo lugar, hacer mejor las que ya hacemos. El crecimiento es necesario porque sin un incremento de la productividad no es posible mejorar el bienestar en el largo plazo,1 pero no cualquier crecimiento sirve. Se requiere incrementar el ingreso a distribuir, transformando la estructura productiva de la economía de la mano de la innovación y el cambio técnico, pero haciéndolo en forma tal que además de ser sustentable en términos ambientales, dirija la mayor parte de ese crecimiento a quienes menos tienen.
Escalar la montaña es muy difícil. Aunque sepamos qué tipo de políticas han sido exitosas en otros casos, no podemos tener certeza de cómo resultarán en el nuestro. Lo que sí sabemos es que no es algo que ocurra espontáneamente. Ni la transformación estructural liderada por la innovación y el cambio técnico, ni la redistribución progresiva del ingreso, suceden sin un conjunto de políticas definidas con esos objetivos. Políticas que, además de no tener garantía de éxito, deben mantenerse por muchos años antes de que empiecen a dar resultados. Si no lo intentamos, deberemos, en el mejor de los casos, contentarnos con lo logrado. Pero dado que no somos Suecia, vale la pena intentarlo.
* Doctor en historia económica.
- Eso al menos hasta que alcancemos la situación propia de los países desarrollados donde el nivel de ingreso es menos importante para el bienestar que la desigualdad. Véase, de Richard Wilkinson y Kate Picket, Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva. Madrid, Turner, 2009.