Pescadores de tierra firme - Semanario Brecha

Pescadores de tierra firme

En Rocha, de la orilla para acá, en dos áreas protegidas, hay gente produciendo algo más que PBI. Doctores y analfabetos seducidos por seres con aletas y atrapados en la misma red.

Fotografías: Nicolás Garrido

Habría que volver a botarlo y bautizarlo “Interinstitucional”. El gomón que la Dirección Nacional de Recursos Acuáticos (Dinara), del Ministerio de Ganadería, tiene en el Cabo Polonio sirve sin disputas a tres amos: sus dueños, la Universidad de la República y la Prefectura Nacional Naval.

“Somos el primer nivel de respuesta entre La Paloma y Punta del Diablo”, aseguró
–con la mano en la cubierta de la embarcación– el doctor en ciencias marinas Martín Bessonart, responsable de la Estación Experimental de Investigaciones Marinas y Acuicultura que la Dinara tiene en las instalaciones de la antigua factoría lobera, en el extremo norte de la península, frente a la Isla Rasa.

Bessonart quiso empezar el camino por el antiguo galpón donde la nave espera nuevas misiones, acompañada de un bote salvavidas rescatado en el naufragio del Tacuarí y de otro que todavía luce como nombre la sigla del antiguo Servicio de Oceanografía y Pesca (Soyp) y que trasladaba a los loberos hacia las islas donde cumplían las matanzas.

Sobre la pared del fondo cuelga una gran cuchilla de dos mangos. “Con eso desgrasaban los cueros”, explicó el biólogo. “Ahí tenés los marrones”, agregó, señalando con la vista la cubierta del Soyp.

—¿De qué son?

—De acacia, que es lo que hay acá.

En el verano era la zafra del lobo de un pelo, el grande, que se mataba sobre todo por la grasa. La faena podía rendir más de diez mil litros de aceite, usado primero como combustible y después como insumo de la industria peletera. Pero se faenaba el doble de animales en la zafra del lobo chico, el de dos pelos, de piel más apreciada. Era de junio a agosto, y las piedras obligaban a atracar el bote a cierta distancia de la costa de la isla, por lo que había que saltar al agua para llegar a la orilla.

“Lo primero que sientes es frío. Un frío terrible. Te mojas al ir y te mojas al venir. Y andas siempre con la misma ropa en pleno invierno… Luego andas todo el día sin comer, porque este trabajo se hace sin comer. Si acaso un pedazo de pan que tú te llevas… Así es que además de frío lo que se siente es hambre. Hambre y cansancio, y ansias desesperadas de que aquello se termine de una vez por todas…”, contó una vez un vecino viejo, el “Zorro”.1

Fue en los tiempos del centenario que el Cabo se fue poblando de loberos. El tren llegaba a Rocha en esos días, y La Paloma empezaba a vivir el auge de la pesca del tiburón.

Fue entonces también que empezaron a aparecer casillas en la barra de la Laguna de Rocha, una lengua de arena de unos quinientos metros de ancho y seis quilómetros de largo que –cuando el mar todavía retrocedía– le cortó la salida al Arroyo de Rocha y a otros cursos convergentes que cruzan esos campos playos, inundando una superficie de 72 quilómetros cuadrados, con forma de útero, que a veces las lluvias colman. Entonces se rompe la barra y las aguas se mezclan.

“Uno de los primeros que hubo acá lo trajo un señor que tenía campo. Le cuidaba ese ganado y cobraba un pequeño sueldo. Y plantaba y pescaba. Hacía bacalao, conservaba de esa manera el pescado para el invierno. Era bacalao de corvina negra. De esa manera vivía”, contó a Brecha Pepe Lobato, cuyos padres fueron de los primeros en instalarse en esta orilla.

El hombre tendría 4 o 5 años cuando empezó a embarcarse: “Me llevaban en la proa del bote, adelante, para cuidar a los otros más chicos mientras mi viejo y mi vieja pescaban. Después, en cuanto empecé a moverme bien y a pensar un poquito, a trabajar”, recordó. “Sí –había dicho Ximena Lagos, una antropóloga chilena que lleva muchos años trabajando con la gente de este pueblo–, entre los pescadores de laguna las mujeres también pescan, lo que no es habitual entre los que lo hacen en el mar, por eso en estas comunidades los roles de género no están tan marcados.”

En la década del 60 habían llegado a ser unas cincuenta familias. “En los setenta y algo, cuando empezó la política esa de traer empresas grandes, hubo un momento de gran escasez de pescado, porque los barcos de las empresas arrastraban muy cerca de la barra. La laguna empezó a quedar en una crisis impresionante. Ahí mucha gente pasó a otra cosa, otros fueron falleciendo. Pero los Ballesteros y los Lobato nos quedamos. Ahora seremos unas veinte familias”, contó el pescador.

A la barra se entra desde el este, donde la ruta 10 se transforma en la Calle de la Corvina. Hay que hacer cuatro quilómetros por la vía de pedregullo que corre bordeando ese espejo plácido e inmenso, orillado de campo y monte, que entra hasta cerca de un horizonte cerrado con mansa autoridad por la Cuchilla de la Carbonera. En los postes que aparecen cada tanto al costado del camino flamea el emblema de La Cocina de la Barra –sartén, palote y pescado–, que surge finalmente a la derecha, en la franja de pasto que separa la calle de la orilla.

Desde los murales coloridos que cubren las paredes del edificio saludan los bichos del lugar, dibujados por manos diestras. Entre la construcción y la orilla hay un amplio deck que desemboca en un muellecito de madera. Hacia el deck también mira un pequeño escenario en cuyos muros traseros ha sido pintado, bajo su gorra de lana, el rostro de Tito Ballesteros, el otro patriarca de la barra, con aire de rumiar profundo.

Avanzando, aparece enseguida el pueblo de casas modestas, de dignas a bonitas, que se acomodan en hilera mirando a la orilla. La última es la de Pepe, que contaba cuando, dada la proverbial escasez de leña de esa ribera, asaba camarones en el “gorro” del farol a mantilla. Después la barra se va adelgazando hasta el extremo oeste, que es por donde se abre. La visita fue en mayo, una mañana soleada. Tenía razón el fotógrafo: “Dan ganas de no tocar nada”.

BUCEOS Y NAUFRAGIOS. Bess­onart volvió a Uruguay el año que se prohibió la matanza de lobos. Se había doctorado en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria con una tesis sobre la incidencia de la nutrición en el cultivo del dorado. Se instaló en Salto, a explorar la viabilidad de cultivar bagre. “Cabeza europea: para preparar la ración importamos harina de pescado de Perú. Teníamos plata, proyectos suecos. Logramos sacar un quilo de bagre con 950 gramos de alimento. Estaba bien. La acuicultura fina llega a eso, peso a peso, más o menos. Cuando hicimos las cuentas… Las raciones nuestras costaban 2,4 dólares el quilo y el quilo de bagre fileteado se vendía a 50 centavos”, sintetizó.

Con tales precios sólo los peces marinos podían hacer viable un emprendimiento acuícola. El antiguo sueño de que las ciencias del mar uruguayas contaran con una estación de investigaciones ante el océano se anudó a esa conclusión para impulsar la búsqueda de una orilla. “Había un predio público en Punta del Este, pero estaban hablando de sacar de ahí a la Prefectura, la comisaría y la aduana para poner un shopping, así que imaginate… La Dinara tenía un predio chiquito en el apostadero naval de La Paloma, pero era una zona muy sucia para trabajar en esto. Y estaba la lobería, cerrada desde 1991”, repasó.

Así, los galpones de la vieja factoría comenzaron a llenarse de una red integrada por decenas de tanques que dan alojamiento a los peces en las sucesivas etapas de su crecimiento, y de los laboratorios donde en 2010 se descubrió cómo lograr que los lenguados se reproduzcan en cautiverio.

El secreto, en realidad, lo guardaba la laguna. Hasta entonces se aceptaba que el lenguado se reproducía en el mar, que pasaba el verano en la costa y después se iba mar adentro. “No –discutían los pescadores de la laguna–. Nosotros los pescamos así de grandes en julio.”

—No puede ser.

—Son así, Martín –recordó Bessonart que replicaban, separando las manos para sugerir un animal de dos o tres quilos.

La investigación confirmó que los lenguados pasaban el invierno engordando en la laguna. Lo que comían ahí no era lo mismo que ingerían luego en el mar, y de la composición del menú era que dependía, justamente, su disposición para el apareamiento. Servidos con la misma carta, los peces planos se reproducían también en el tanque preparado a ese fin en la estación del Cabo, sin que hubiese que inyectarles las hormonas que utilizan otras acuiculturas.

“Casi 300 proyectos, publicaciones y tesis relacionadas con el manejo costero se desarrollaron en los últimos 25 años”, ha calculado el doctor en ecología acuática Daniel Conde.2 Fue en el principio de esa ola que, en el marco de su trabajo para el Programa de Conservación de la Biodiversidad y Desarrollo Sustentable en los Humedales del Este, Javier Vitancurt llegó a la barra. Los pescadores comenzaban entonces a organizarse buscando hacer oír su voz en la discusión que desem­bocaría en la categorización de la laguna como paisaje protegido.

Mientras las zafras camaroneras resultaban cada vez peores, los pescadores y Vitancurt armaron un proyecto de cultivo del crustáceo en semicautiverio. Una versión postulaba que fracasó porque la cultura de los pescadores no se adecuaba a la lógica de una iniciativa de este tipo. “En realidad estaba saliendo bien –objetó Lagos–. Pero implicaba traer larvas de Brasil que llegaron tarde por problemas burocráticos, y había resistencia de algunas instituciones locales que no veían con buenos ojos que se hiciera acuicultura en la laguna, gente que cree que las lagunas costeras tienen que ser sitios de conservación y no de productividad, una concepción bastante antigua que ve a la naturaleza separada del hombre”, argumentó la chilena. La “cultura de la incertidumbre” a la que pertenecen los pescadores algo influyó, pero la discontinuación del financiamiento fue, según la antropóloga, decisiva.

Pepe Lobato aprendió a leer en 2013. Sus tres hermanos más chicos habían podido ir a la escuela “porque, no es que sobraran manos, pero ya éramos muchos trabajando”. La esposa de un amigo, a la que le llevaba su celular para que le descifrase los mensajes recibidos, un día le dijo que no, que lo que estaba escrito en la pantalla era de naturaleza personal, así que de una vez por todas tenía que aprender a leer. Ella misma lo ayudó, y el alumno anduvo rápido. “Habrá sido por las ganas que tenía. Es algo que es difícil de explicar, el no saber leer”, comentó Pepe. Sobre otras cosas puede dar cátedra. Sabe, por ejemplo, que para que la zafra del camarón sea buena la barra debe abrirse oportunamente, tiene que darse que el crustáceo ande en la zona y venga un viento del sur o del este, que sea fuerte, que lo empuje laguna adentro. “Entonces cuanti más días haya ese viento y más fuerte sea, más echa a la laguna.”

DE GORRO BLANCO. Buena fue justamente la zafra de 2013, porque desde entonces la apertura de la barra se rige de acuerdo a un protocolo que ha recogido los saberes de los pescadores. El mismo año José Olascoaga, director de Desarrollo Rural del Ministerio de Ganadería, extendió a los pescadores artesanales la posibilidad de presentar proyectos para los fondos con que la dirección promueve la producción familiar rural, talante institucionalizado con la creación de la categoría “productor familiar pesquero” como otra forma de la producción familiar.

Algunas pescadoras de la barra, preocupadas por la desor­ganización que vivía la comunidad desde el fracaso del proyecto acuícola, se postularon al llamado con el propósito de reeditarlo. Las condiciones hacían necesario que dos técnicos acompañaran el proyecto. Lagos, que había empezado a estudiar manejo costero en el Centro Universitario de la Región Este (Cure), y una de sus compañeras de estudio, la contadora Cecilia Laporta, aceptaron apoyar a las mujeres. Después resultó que la cantidad otorgada era una cuarta parte de lo que habían pedido, y que si iban a hacer acuicultura no daba ni para empezar, así que decidieron apuntar para otro lado.

“Empezamos con tres mujeres menores de 35 años, madres todas, y rápidamente fuimos cuatro”, recordó Laporta. Lo primero fue cerrar un espacio a medio construir para que no estuviera el problema de en dónde hacer las reuniones. “Algunas hacían tartas o empanadas en sus casas para vender a los turistas, y en un momento llegaron a tener un quiosco en el que vendían sus productos, pero todavía no tenían luz ni agua y eso dificultaba mucho la ‘logística’: tener una bebida fría, las cosas básicas”, explicó Lagos. Cuando decidieron probar con la cocina ya tenían agua, eran seis mujeres con cinco mesitas de plástico y un pequeño deck cuando inauguraron en diciembre de 2015. Ahora son nueve y les va cada vez mejor.

La carta es simple: empanadas de corvina, lenguado a la plancha, palomitas de pejerrey, ceviche, miniaturas, y sobre todo sirí, empanadas de sirí, croquetas de sirí. Esa simplicidad no es casualidad ni pereza. “Resolvieron cocinar sólo de la laguna: no hay papas fritas, no hay milanesas; este año accedieron a hacer pascualinas para el público vegetariano. La cocina se abre con lo que hay: si hay pejerrey se cocina con pejerrey”, explicó Lagos.

El chef Mario del Bó, profesor del Instituto Uruguayo Gastronómico de Punta del Este, dio una mano en el asunto, pero se negó –a pesar de la protesta de las mujeres– a enseñarles qué cocinar: esa era una decisión que debían tomar quienes conocían los sabores de la laguna. Trabajó, sí, en ideas fundamentales de estas cosas, como la estandarización de las recetas.

En el caso del sirí, la delicadeza de su sabor a mar lejano y a dulzor apagado exige combinaciones que no lo opaquen: puré de papas con cebollitas de verdeo y perejil, poca sal y pimienta de la blanca, es lo que usan las mujeres de la barra para sus croquetas.

Este cangrejo sigue el camino inverso al del lenguado. En primavera, después de la muda de la pubertad, busca la laguna para copular. Cuando el verano se extingue y en el vientre de las hembras el caviar pasa de anaranjado a pardo, éstas se acercan a la barra buscando llegar al mar para desovar. Son partidarias de que esté abierta, pues sus larvas necesitan altos niveles de salinidad para sobrevivir.

Sin embargo los machos se aquerencian en el agua “dulce” y algunos terminan enredados. Desenmallar una caja de cangrejos –setenta y cinco, más o menos– lleva cerca de una hora y rinde unos cinco quilos de pulpa. Un primer hervor facilita la extracción. Pepe había contado de varones que se ocupaban de ahumar el pescado. “Cuando en la tarde veo a las mujeres sentadas entre sus bateas, de frente a la laguna, mirándola, despegando hábilmente la carne de las pinzas del sirí, estoy contemplando una tradición”, afirmó Lagos.

La crisis de la acuicultura de su país tiene mucho que ver con lo que está haciendo el equipo de la estación del Cabo. “Los que empezaron con esto fueron los noruegos y los escoceses, pero el salmón que hacen no lo podés comer. Es carísimo. Sin embargo, cultivándolo aprendieron a fabricar su ración. Entonces hicieron que los chilenos se encargaran de la producción. Ellos les vendían la ración y los medicamentos. Era un negocio superestable que dejaba un 6 o 7 por ciento de rentabilidad. Pero cuando los chinos salieron a comprar la harina de pescado con la que los chilenos alimentaban a sus salmones el precio pasó de 600 o 700 dólares la tonelada a 2.200, y la mitad de las salmoneras de Chile se fundieron”, contó Bessonart.

Por eso, aunque está seguro de que Uruguay hará acuicultura, el biólogo siente que el corazón de su proyecto está en el laboratorio “con muchos miles de dólares de equipamiento” donde se realizan análisis y se diseñan raciones incluso para clientes europeos. Claro que su mejor carta es la que presenta a su cardumen de lenguados. Las costumbres laguneras de estos peces le enseñaron que las raciones corrientes, basadas en onerosos ingredientes oceánicos, pueden ser sustituidas con ventaja por otras inspiradas en nutrientes de agua dulce.

“Es como hacer yogur”, exclamó Bessonart ante los tanques donde se cultivan las microalgas que devendrán en guarnición para esos platos. El secreto, puede sospecharse sin embargo, está en los aceites con que se alimentan los rotíferos, unos invertebrados lo suficientemente minúsculos como para ser ingeridos incluso por los alevines de lenguado. Sobre todo si la investigación actualmente en curso en la laguna comprueba que el organismo del pez plano, nutrido con los precursores adecuados, puede producir, en agua dulce, omega 3, piedra filosofal de la piscicultura.

Por las cabriolas con que los ejemplares mayores celebran la llegada de Bessonart con su desayuno, lo que cabe asegurar es que el compuesto al menos es delicioso. “¡Qué payasos!”, exclamó el biólogo, viéndolos sacar medio cuerpo fuera del agua. n

 

  1. El último santuario, de Néstor Ganduglia y Silvia Scarlato. Montevideo, Unesco, 2008.
  2. “Costas”, de Daniel Conde, en colección Nuestro Tiempo número 9. Comisión del Bicentenario, Montevideo, 2014.

 

FOTOREPORTAJE:

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