Celebro la réplica de Gabriel Delacoste –“Competitividad y capitalismo tecnocrático” (Brecha, 9-I-15)– a mis comentarios y su aporte siempre fresco a la reflexión de la izquierda uruguaya. Claro que comparto la intención de problematizar. Interrogarnos y criticar es simplemente pensar. Difiero de su tributo a explicaciones monocausales de la dinámica histórica de Uruguay con efectos políticos en el proyecto de izquierda.
Primero. Delacoste usa la noción de “disciplinamiento” no dentro de una visión de historia y modernidad como sistemas y movimientos de contradicciones, con sujetos, sino dentro de un modelo maniqueo sin actores que disuelve lo doméstico en el determinismo dependiente del capitalismo global.
Caracterizar como “semicolonial” a la entera historia de nuestra formación capitalista tras un siglo de ciencias sociales modernas, marxismos, sociología histórica, teorías dependentistas, es ignorar el recorrido de la modernización capitalista.
Delacoste sacrifica el Uruguay reformista en el altar monocausal y reduce la historia local a tenue adaptación doméstica (variable dependiente) al “capitalismo global” de la época (variable independiente) contra una supuesta alienación luminosa del primer batllismo.
Por mi parte veo luz y oscuridad. Por eso el batllismo no está en una habitación iluminada sino dentro de contradicciones profundas, frenos e impulsos.
La oscuridad proviene del bloqueo de las reformas por clases y alianzas conservadoras –desde su victoria en la elección constituyente de 1916 y durante los años veinte y luego con el golpe de Terra–, bloqueo que consagra el pluralismo de modo perverso construyendo un Estado clientelar en sucesivos “pactos del chinchulín”, ley de lemas o senados del “medio y medio”, que aseguró la victoria de las estructuras del atraso agrario.
En segundo lugar Delacoste explica a Uruguay desde un afuera en que acecha el ente total e indivisible del “capitalismo global”. Un risueño César Aguiar decía en sus clases que “hubo una época en que un problema de bienestar estudiantil era culpa del imperialismo”. De afuera viene la medicina, de afuera viene la gripe A; de afuera viene la tecnología o las corporaciones contaminadoras; de afuera viene la civilización o viene su destrucción. Adentro está el atraso. Afuera está el progreso y su promesa. Adentro se resiste. Afuera está el imperio y su amenaza.
Es sólo abrir o cerrar la puerta. Una puerta siempre es un fundamento sólido. Permite explicar el mundo sobre la base de un único principio. Porque una puerta es un misterio. Vuelve invisible la intención. Justifica la sospecha. El poder oculto. La segunda intención. La amenaza o la invitación. La seducción. La revolución o la reacción.
Una parte de la izquierda mundial es un tibio planeta social que orbita alrededor del sol del mercado y otra parte, tal vez más vieja, un planeta corporativo que orbita alrededor del sol del capitalismo jerárquico de estamentos y privilegios. Ambas se anulan entre sí. Forman parte de predisposiciones culturales amplias que Sarmiento presentó en su dilema de civilización o barbarie.
En la izquierda –si no pasó por Marx y la maduración del capitalismo– es frecuente cambiar explicaciones multicausales por –escribía Real de Azúa en texto casi póstumo y en cierta medida autocrítico– una “inversión de la culpa” a partir de “la percepción de dependencia como omnipresente, omniexplicativa, invariable salvo la ruptura violenta… y la teoría del ‘complot’ clave del atraso”.1
Tercero. Delacoste reafirma el uso de la noción de “neoliberalismo” para describir todo el proceso uruguayo de 1959 hasta 2005 y sospecha de mis comillas.
El neoliberalismo como corriente tecnocrática influyente emergió tras la crisis del petróleo de 1974 y el fin del capitalismo keynesiano en el centro mundial. Avanzó en tres olas: el conservadurismo Thatcher-Reagan en los ochenta, las reformas del consenso de Washington en los noventa y la burbuja financiera del bushismo en los dos mil.
El pachequismo, por ejemplo, no es neoliberal sino partido del orden y régimen derechista de grupos oligárquicos con sustitución de importaciones e intervención estatal (precios y salarios controlados por la Coprin con métodos que envidiaría Venezuela hoy).
Cuarto. Delacoste me atribuye apego a un estrecho concepto de patria chica. No sé si Brasil o Argentina son patrias chicas. Pero sí. Confieso. Cuando de naciones se trata es desde Uruguay que vamos hacia Latinoamérica y el mundo y también a la inversa, porque podemos ser la “patria sin fronteras que sueñan los grandes humanistas” del batllista Domingo Arena. Un punto es no negar el interés nacional ni de Uruguay ni de Brasil o Argentina en la brumosa retórica de patria grande. La integración verdadera nace de su reconocimiento, no de su negación. Otro es hacer latinoamericanismo e internacionalismo sin sumisión del proceso uruguayo de cambios a centros de poder externos, sean Washington, Buenos Aires, Brasilia. Está bien leer a Harvey.
Pero con el geógrafo inglés hoy –ayer con los geopolíticos– el problema es que los países pequeños no existen. Vistos desde las teorías del sistema mundial y de arriba. Pero hay buenas teorías que piensan desde los países pequeños –Kaztenstein, Evans, Real de Azúa.
El fundador del socialismo latinoamericano, José Carlos Mariátegui, avizoró un camino distinto del encierro insular o en la patria grande y en un ensayo genial –Lo nacional y lo exótico– observó que “el industrialismo, el maquinismo, todos los resortes materiales del progreso nos han llegado de afuera. El Perú se ha insertado dentro de la civilización occidental, lo exótico es el nacionalismo”.
Quinto. La noción unidimensional “del” capitalismo conlleva la estéril ausencia de sujetos y proyectos de cambio movilizadores. Sobreviene el desaliento y la renuncia al “principio esperanza” (Bloch).
Las relaciones entre economía y tipos de parentesco, mercados con culturas o ideologías y religiones; estados interventores versus prescindentes en los mercados, economías más o menos mercantilizadas, varían y configuran capitalismos, en plural, muy diferentes entre sí. Una cosa es el capitalismo de la diáspora y otra el capitalismo chino continental, el capitalismo de corporaciones familiares dentro del Estado de Corea o capitalismos anglosajones que separan Estado de mercados. Una cosa son capitalismos democráticos nórdicos con ciudadanía social universal y otra, capitalismos corporativos continentales con ciudadanía basada en estatus diferentes.
Son los profetas de la globalización neoliberal quienes defienden la idea de un único capitalismo convergente en el planeta y niegan la realidad de capitalismos divergentes.
Más, la combinación de propiedad privada y mercados libres con sufragio universal es un compromiso base de un tipo de capitalismo diferente de capitalismos autoritarios. Como dicen Prezeworski y Wallerstein: “La combinación de propiedad privada de los medios de producción y sufragio universal es un compromiso: la lógica de acumulación no es exclusivamente la lógica del capital”. Proclamar la resistencia a una dominación unidimensional que no es tal como base de nuestra política sirve para legitimar la pretensión falsa de universalidad del capital.
Por último. ¿Qué hay después de la superación del capitalismo unidimensional?
Durante el siglo XX comprobamos que la abolición del mercado y la propiedad privada de los medios de producción no trajeron más libertad ni la igualdad. Ahora tenemos historias profesionales de la ex Unión Soviética –los archivos soviéticos se abren al mundo– y lo seguro es el peso abrumador de un legado paradójico de ausencia de civismo, pasividad, alienación política, falta de movimientos ciudadanos autónomos de la sociedad civil rusa.
Delacoste me pregunta por mi visión del socialismo. Pues bien, hay un socialismo de los fines que demasiado a menudo se ha confundido con socialismo de los medios.
El tamaño y los roles del Estado en una economía o la democratización de los mercados, por ejemplo, son fundamentales para el desarrollo, pero no dejan de ser una cuestión de medios. El punto de partida de la historia humana es la producción incesante y la distribución desigual de contingencias sociales.
El socialismo de los fines es un movimiento emancipatorio para reducir la distribución desigual de contingencias sociales durante la vida y crear condiciones equivalentes –y derechos iguales– para el despliegue de nuestras variedades –y libertades– como individuos. Lucha permanente en una historia que no está predeterminada ni sabemos si tiene fin. Cuando los medios y programas son vistos exclusivamente como temas de “principios”, entonces se convierten en valores a priori que construyen una ética total de izquierda. Sucede así una moralización de asuntos públicos que cierra todo diálogo racional, debate o búsqueda de acuerdos. Nuevamente se confunden medios con fines.
La paradoja crítica del socialismo de los medios es que su desdén por la cultura de reformas es funcional a la reproducción del orden. Si la revolución no es posible nada lo será, si una ruptura total –así fuere retórica– no puede realizarse nada se realizará. La crítica se desplazará entonces hacia los desvíos atribuidos a la izquierda en el gobierno en nombre de la superioridad moral de una izquierda “genuina” definida por la maldad transparente de sus enemigos.
El tercer planeta de la izquierda universalista y antimperialista describe paciente la órbita democrática girando alrededor del sol de la emancipación como tarea interminable.
1. Historia visible e historia esotérica, Carlos Real de Azua, Arca Editorial, Calicanto, 1975.