Al aeropuerto vamos en Uber, aunque estemos en contra y en Argentina sea bastante ilegal. Pero el viaje desde casa es largo y un taxi nos costaría el doble, así que nos guardamos nuestros principios contra la precarización laboral y nuestra indignación por la especulación mercantil y cerramos trato con Hugo Michel, que nos pasa a buscar en una Chevrolet roja con patente terminada en 870. En 40 minutos nos enteramos de que Hugo Michel tiene 35 años, es propietario de su casa, un apartamento que heredó de su madre. Como no paga alquiler ni expensas, trabaja sólo cuando tiene que pagar alguna cuenta. “Es el futuro”, dice con entusiasmo, y no sé si habla de trabajo o de heredar. Con esa camioneta, además, hace turnos como repartidor tercerizado de Mercado Libre. Otro emprendimiento del mal, pienso mutis, y justo él agrega: “Así trabajo cuando quiero y no tengo jefe. Es un privilegio”. Mi novio le dice que qué bien, pero después indaga sobre comisiones y sistemas de pago. La explicación es bastante engorrosa y yo me estoy quedando dormida –son las dos de la mañana– pero llego a entender que Hugo Michel cobra lo mismo desde hace años, aunque la inflación en Argentina sea del 50 por ciento y la nafta esté imposible. Pero lo hace a piacere, aunque la regla es deberle siempre a la empresa. Eso sí, cada vez tiene que salir más tiempo, y –hago cuentas– con nuestro viaje, entre peajes, nafta y tiempo, fue a pérdida. Gajes de la libertad.
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La fila frente a Migraciones a las tres de la mañana es lenta y deprimente. Hay familias con niños que lloran y padres que –es evidente– están odiando a sus hijos. Conjuntos de señoras de algún grupo de viaje o amistad de toda la vida, o cuñadas. Parejas ojerosas que ya no se hablan aunque todavía no haya empezado el viaje. Somos una foto abominable de jogging, camperas infladas, sombreros de paja y esos chorizos de peluche para usar de almohada en un viaje que, aunque sea corto, va a estar lleno de escalas. Para los viajeros low cost, el glamur de vacacionar en el exterior y la promesa publicitaria de nuevas experiencias se transforma en calabaza apenas entramos al aeropuerto. Allí se nos recuerda todo el tiempo que, de llegar a algún lado, llegamos rascando. A cambio de pertenecer barato, estamos en una fila a una hora ridícula y pagamos por cada valija despachada y por el maní. Pero –gracias a Dios– el sistema también está diseñado para poder subir un escalafón y diferenciarnos de la plebe con salas Vip auspiciadas por tarjetas de crédito de distintos grados. Yo tengo una grado medio –soy de un selecto club llamado Selecto Club en inglés– y nos dejan entrar a ese oasis de turistas prioritarios medio pelo lleno de cosas gratis: cerveza, papas chips, cereales, Internet. El lugar está decorado tipo establo chic con sillones de paja y mesas ratonas de madera compensada. Incluso hay baños con duchas para quienes tienen escalas muy largas. Pero la vida es injusta y nosotros tenemos sólo 15 minutos hasta embarcar. En el espacio abundan los varones de mediana edad con remeras lilas y bebés tan despiertos y desconcertados como nosotros, que nos abalanzamos al buffet aunque no tengamos hambre, ni sed, ni nada. ¿Qué se come a las cuatro de la mañana? ¿Una pos cena? ¿Un desayuno tempranero? ¿Un whisky y copetín? Por las dudas agarro todo y lo llevo rápido a nuestra mesa. Engullimos y en los cinco minutos que nos quedan saboreamos en silencio ser tan selectos.
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El privilegio se termina apenas subir al avión, cuando nos tocan filas distintas y los asientos del medio. El plástico es duro y viajamos rodeados de fanáticos de Boca Juniors que alentarán a su equipo en un Brasil preelectoral. Es la tercera vez en la madrugada que, aun con la perspectiva de una vacación por delante, maldigo mi suerte y me enredo en cálculos matemáticos. Hugo Michel salió perdiendo con nosotros; el banco claramente salió ganando con la sala Vip a pesar de que agarré un whisky caro, papas fritas, cereal muesli y un pedazo de pollo, dos aguas sin gas y unas aceitunas; la aerolínea nos está estafando. Despachar una valija sale 30 dólares, que en pesos argentinos ya ni idea; no viajar en el medio tiene un costo extra de 15 dólares. En el momento en que veo el precio de los sándwiches recuerdo un artículo que leí hace poco que hablaba del 1 por ciento y agregaba que, en términos generales, las clases medias representan el 13 por ciento de la población mundial, una cifra que me parece a la vez demasiado alta y escandalosamente baja. Y justamente ese era el problema del artículo, que no se terminaba de decidir sobre cuáles tenían que ser los niveles de ingreso de acuerdo a las geografías. No es lo mismo 20 dólares diarios en África que en Estados Unidos. Miro a la señora que duerme a mi lado gracias a su chorizo-almohada. ¿Cuán clase media será? ¿Habrá comprado el pasaje en cuotas? No la vi en la sala Vip. ¿Qué escalafón representa? ¿Y los socios de Boca Juniors? ¿Llegan a 20 dólares por día? ¿Y los brasileños que están volviendo a su país, son del 50 y pico por ciento que elige a Bolsonaro? ¿Y el capital simbólico? ¿Cuenta para la segmentación? Me consuelo pensando que yo de eso tengo un montón mientras abro un libro sin ganas de leer.
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Llegamos a Bahía en estado zombi y con 30 horas sin dormir. Las combinaciones baratas hicieron que un viaje de cuatro horas durara 12 y nos parezca normal. Llamamos a un Uber y nos pasa a buscar Joel, un chico que además de viajes vende unos suplementos de colágeno en polvo. Tiene el frasco en exhibición justo arriba de la radio y me explica mientras mira mis ojeras por el espejo retrovisor que eso retrasa el envejecimiento. Está con ganas de hablar y nos cuenta la historia de la ciudad y del metro que recién terminaron y de los barrios que son peligrosos y de la pobreza nordestina y de la crisis actual. En medio de su monólogo cabeceo y entro en un medio sueño distópico del explótese a sí mismo entre aplicaciones de transporte, pizza y mercado libre. En un momento vuelvo a escuchar y Joel está contando que no es el propietario del auto. Aunque se dedica a lo mismo que Hugo Michel, no parece ser del 13 por ciento. Nunca salió de Bahía ni tomó vuelos baratos ni comió papas chips Vip. Cuando le preguntamos por su relación con la empresa, no contesta con orgullo emprendedor. Sólo se encoge de hombros y dice: “Es un trabajo”.