1902 - Semanario Brecha

1902

Esta nostalgia no es mía.

Ilustración: Ombú.

Reventó primero entre mis manos en forma de un libro. Tierra en la boca. Lo agarré, abrí la primera página, y reventó. Se metió por las hendiduras de mis dedos, vino de golpe. Vi a mi abuela forzando la puerta del escritorio porque mi primo y yo nos habíamos encerrado para escapar de sus gritos, vi la asadera de garrapiñada; vi la casa toda nueva, resbalando naranja y ocre por las paredes, el mismo color del libro, el mismo color de mi abuela.

Después, poco a poco, empecé a reconstruir la casa. Los muebles que ya no estaban, el lugar donde se sentaba mi bisabuelo, tembloroso y digno, los niños que se volvieron jóvenes que se volvieron adultos y que trajeron después sus propios niños, que también corrieron y rompieron y abrazaron rodillas de personas que ya no están. Y el escritorio de mi abuelo, misterioso rincón de parafernalia histórica y libros y discos, reventó en el cuarto de mi padre, o de mi tío, o simple pasaje de adolescentes borrachos.

La casa de mi abuela contuvo cinco generaciones.

No sé.

En cierto momento, el naranja ya no fue suficiente para la casa. La memoria funciona doblándose lentamente sobre sus hechos. Está mi tía y su cuerpo cambiante en el sillón verde, las parejas que llegaron, se disolvieron, volvieron a aparecer. Desde el comedor aparecen los gritos porque Nacional metió un gol, los gritos que suben, se agrandan y explotan en el medio de la Navidad. Mis tías y sus novios que nunca más fueron novios, mis tías asomadas por el balcón, mis tías flacas, enérgicas, con los ombligos al aire y las plantas que resbalan hasta la vereda, mis tías y sus amigas con los tatuajes al lado del ombligo, epítome de la rebeldía, los años noventa, yo con el pan con manteca y azúcar entre las manos llorando porque mi primo no quiere jugar conmigo.

Camino un par de cuadras más. Rivera se vuelve más silenciosa. Mi padre adelgaza. Tiene en su mano a un niño rubio, un niño lindo, silencioso. La barba de mi padre es naranja. El pelo de mi madre es negro, lo mira con los mismos ojos con los que yo ahora miro el balcón de la casa de mi abuela, desde donde se asoma mi sobrina, una niña rubia, una niña linda, no silenciosa sino vibrante, como si fuera a salir de su boca novísima el grito de toda mi familia.

Esta nostalgia no es mía. Mi madre dice que sus recuerdos llegan hasta 1902. Que los míos arrastran también los cantos italianos de las tías de mi abuela, que mis recuerdos son las Llamadas del 91 y toda la dictadura. Mis recuerdos se meten en el cuartel de Flores con mi abuelo, duermo con él en el piso. Mis recuerdos se disgregan en ciudades que nunca visité. Son poder mentirme los lugares. No tengo buena memoria. Mis recuerdos son mentirme. Imaginarme que yo también fui a ver el barco soviético, y rezar acuclillada sobre lágrimas nunca dispersas.

Mi madre dice que sus recuerdos llegan hasta 1902, y que su vida va a existir completa hasta que se vaya su último nieto. Yo, puedo mirarme horas en el espejo, acomodarme el pelo, limpiarme el maquillaje, desistir en volver a maquillarme. Mi cara se alarga, se extienden mis cachetes, me crece el pelo, me crecen los brazos; yo, puedo mirarme horas en el espejo. Esta melancolía no es mía. Si me quedo quieta puedo sentir vibrar todavía el llanto de mi padre cuando mi tía falleció. Esta melancolía no es mía, si me quedo quieta puedo sentir vibrar el grito de rabia, puedo sentir vibrar. La casa toma forma. Mis tías saltan de los balcones como figurinas de los años noventa, el pelo de mi abuela no deja nunca de ser naranja, mi padre engorda, adelgaza, los niños chillan y corren en la vereda, levantan mugre, tienen las rodillas rojas; los niños corren, en ese muro nos sacamos las fotos y en ese muro mi hermano se derrumbó.

No sé.

Lo vi primero en un libro. Se parecía a uno de todos los libros rotos con los que jugábamos de chicos. Le faltaba la tapa, la letra era muy chica y muy apretada. Mi abuela nunca me dijo que no. Empezó con un libro, el salón de actos de la facultad inmediatamente cambió la forma. Mi abuela nunca me dijo que no. Como si entraran de golpe todos mis tíos por la puerta, como si las sacudieran con sus aullidos; siempre fui la más callada, mis tíos entraron, rompieron, rieron a carcajadas, el palo de escobillón reventó una lámpara, mis tíos pasaron, me tomaron en brazos; todo empezó con un libro, las manos tuvieron la suerte de de-sarmarse antes de poder tocar el fuego.

No sé.

La casa se derrite mientras la miro.

Corre mi sobrina, se cae, se levanta, vuelve a correr.

La casa se derrite.

Mi sobrina crece el pelo, se levanta, vuelve a correr.

La casa vomita plantas y a mis tías por el balcón, llegan hasta el piso y vuelven a saltar. A mí me está tragando la vereda, mis tíos salen gritando, ganó perdió Nacional, mis tíos salen gritando, prenden fuegos artificiales, a mí me está tragando la vereda, en ese lugar había un árbol, en ese lugar mi primo le reventó una piedra en la frente a mi hermano; a mí me está tragando la vereda, la casa vomita plantas, vomita a mis tías, vomita naranja y ocre como el libro como el pelo de mi abuela como la barba de mi padre cuando caminaba por Rivera de la mano de un niño rubio silencioso que creció y me abrazó todas las tristezas a mí me está tragando la vereda y la casa queda inmutable.

Mi sobrina se levanta. Yo dejé de tener nombre. Esta melancolía no tiene nada que ver conmigo.

Mi abuela sale a la puerta para despedirse y le puedo sentir crujiendo la cadera.

La puerta se cierra. Le paso el libro al que tengo al lado. Vuelvo a hablar sobre Herrera y Reissig.

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