El día emblemático en que asumía su primera presidencia, el 1 de marzo de 1985, Julio María Sanguinetti debió enfrentar la primera de una serie de crisis provocadas por sus socios militares del Club Naval: el general Julio César Bonelli presentaba su renuncia para marcar su desaprobación con la designación de un coronel en la Dirección de Secretaría del Ministerio de Defensa. Días antes, el comandante Hugo Medina había despedido al general Gregorio Álvarez de la Presidencia con una frase inquietante: «No queremos dar otro golpe, pero si se dan las mismas causales que se dieron en 1973, no vamos a tener más remedio que darlo». Y ahora, en momentos en que la Asamblea General se reunía para recibir el juramento presidencial, Medina informaba que existía un profundo malestar en el Ejército, en el preciso momento en que la democracia sustituía a la dictadura. Sanguinetti dudaba y se inclinaba por dar marcha atrás en la designación del coronel. En una antesala del Senado comentó la disyuntiva ante Jorge Batlle, Liber Seregni, Enrique Tarigo y Wilson Ferreira. Seregni aconsejó: «Yo los conozco, están educados en el principio de la obediencia; conozco el peso que tiene el mando. Usted es el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Estoy absolutamente seguro de que si usted da una orden, la orden se cumple».1
Desde entonces, y hasta hoy, ese es el Rubicón que ningún presidente ha querido cruzar. Si el análisis del general Seregni era correcto, si el principio de verticalidad y de obediencia al mando es la cualidad primera de la institución militar, el principio cuya violación desploma toda la estructura, entonces la voluntad política y el coraje cívico son la clave para resolver la encrucijada de la cuestión de los derechos humanos. Si los militares se han negado hasta ahora a confesar dónde están enterrados los restos de los desaparecidos es porque no han recibido nunca la orden de hacerlo. Sanguinetti prefirió mentir diciendo que Macarena Gelman no había nacido en Uruguay; Jorge Batlle desestimó castigar al policía Ricardo Medina, enterrador de la argentina María Claudia, porque si no, estaba obligado a castigar a los responsables de las desapariciones de uruguayos, y Tabaré Vázquez prefirió abstenerse de reclamar la verdad cuando le dieron información falsa sobre el enterramiento de la madre de Macarena.
Hasta ahora, en materia de derechos humanos, ningún presidente ha optado por actuar como comandante supremo de las Fuerzas Armadas, tal como estipula la Constitución. Sería bueno desentrañar por qué: ¿por debilidad, por complicidad, por temor a la reacción, para no enajenar futuros apoyos cuarteleros? Ese es el sinceramiento que se le debe a la sociedad, a los cientos de miles que marchan cada 20 de mayo en todas las ciudades del país.
Para conocer los secretos más íntimos del terrorismo de Estado, además de la confesión de quienes los guardan, hay otra vía: la de los documentos. Para obtenerlos, también hay que dar la orden, una orden que implica entrar en las unidades militares e incautar los archivos, en papel y en digital. Azucena Berrutti, la ministra de Defensa Nacional del primer gobierno de Tabaré Vázquez, tuvo el coraje: entró en una unidad militar y dio la orden de lacrar unos archivadores metálicos. Así se incautó el llamado Archivo Berrutti. Más tarde, otro ministro de Defensa, Eleuterio Fernández Huidobro, autorizó la digitalización del archivo del Cuerpo de Fusileros Navales (FUSNA), en la Armada Nacional. Cuando se estaba por comenzar la digitalización del archivo general del N2 (inteligencia naval), la Institución Nacional de Derechos Humanos decidió abandonar el trabajo con los archivos.
La documentación rescatada hasta ahora y sistematizada en el proyecto universitario interdisciplinario Cruzar no ha aportado hasta el momento información directa sobre las desapariciones, pero sí permitió entregar a la Justicia valiosa información utilizada en diversos juicios penales, entre ellos, aquel que se sustancia en Roma, donde material del FUSNA permitió confirmar la responsabilidad del marino Jorge Tróccoli en las desapariciones de uruguayos en Argentina.
Un material del FUSNA, ubicado por el proyecto Cruzar y entregado en Presidencia por Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos, hace un par de años le dio al presidente Luis Lacalle la oportunidad de ejercer su condición de comandante en jefe y emitir una orden que eventualmente podría aportar documentación clave sobre desapariciones. Era documentación del Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA) que revelaba el lugar exacto de su archivo operativo. Lacalle prometió instruir al ministro de Defensa, Javier García, que actuara a partir de la documentación y dijo designar a la vicepresidenta, Beatriz Argimón, como enlace con Familiares. Hasta ahora solo hubo un absoluto silencio, de modo que no se sabe si el archivo del OCOA fue ubicado o si la información era errónea; si se investigó o no. Abundantes elementos confirman la existencia de un archivo operativo del OCOA (el organismo responsable de numerosas desapariciones), cuya ubicación e incautación resultarían vitales para la ubicación de los restos de desaparecidos y la responsabilidad de los ejecutores directos y de los mandos que autorizaron las desapariciones.
Por eso tiene tufo de hipocresía la decisión del presidente Lacalle de enviar al Parlamento un proyecto de ley que dispone el acceso universal al contenido de los archivos ubicados hasta el momento, precisamente cuando se registra una de las más grandes marchas del Silencio y cuando una iniciativa similar de la Universidad de la República, aprobada hace ya meses por el Consejo Directivo Central, quedará instalada en pocas semanas.
La iniciativa ocasionó, además, una controversia en verdad irrelevante: el presidente del Frente Amplio, Fernando Pereira, opuso reparos porque, sostiene, el acceso amplio a la información expone a una «revictimización» de las víctimas. A ello, el ministro García interpeló: ¿quién tiene el derecho de ejercer censura y decidir qué cosa se puede saber y qué no? (De paso, el ministro olvida que no hace mucho él ejerció censura imponiendo un embargo por 30 años para un tribunal de honor.) Lo gracioso es que se olvida un hecho clave: esa información está en manos de, y es utilizada por, la inteligencia militar, que en algunos casos, en el pasado, le permitió ejercer chantajes.
Para ubicar el problema en sus verdaderos términos: si realmente existe en Presidencia un compromiso con la verdad sobre los crímenes de la dictadura, la prueba cabal es la determinación de buscar e incautar los archivos aún ocultos.
1. Seregni. La mañana siguiente, Ediciones de Brecha, 1997.