Buena falta hacía una muestra abarcativa de la producción pictórica de Alejando Casares Mora (Montevideo, 1942-Marindia, 2020). Escasearon en su vida y, ahora que el olvido es regla, hay que celebrar el esfuerzo de los organizadores, en especial de su alumna Graziella Basso, quien consiguió con los hermanos y amistades cercanas del artista las piezas que hoy podemos ver en el espacio cultural de la Fundación Banco República.1
No se puede hablar de una exposición retrospectiva, en el sentido de que no está ordenada cronológicamente y el guion curatorial se presenta por momentos errático en la construcción del sentido de su vasta obra. Tal vez, esta dispersión está dada por la misma necesidad del artista de explorar múltiples sistemas expresivos, por no estacionarse en una sola corriente estética ni «centrarse», sino por experimentar las posibilidades que su talento y su curiosidad le brindaron.
La exposición nos ofrece, por tanto, un recorrido por técnicas, géneros, períodos, influencias, caminos comenzados y retomados o abandonados. Lo extraordinario es que, en casi todas las vertientes, Casares demuestra un gran dominio técnico y una inventiva personal.
Fue desde mediados de los años sesenta uno de los protagonistas del Dibujazo, nombre con el que la crítica María Luisa Torrens designó a un movimiento espontáneo, no organizado, de jóvenes artistas que se sirvieron de recursos gráficos baratos –grafito, lápiz, lapicera, pluma y rapidograf– para hacer sus tanteos experimentales y sus críticas sociales. Aparecen algunos ejemplos contundentes de este fenómeno en la obra de Casares. Influido por la caligrafía china, se destapa con una soltura de trazo digna de un maestro oriental. No en vano Fernando García Esteban lo colocaba a la cabeza de esta movida.
El dibujo es uno de los puntos fuertes de Alejandro, incluso cuando abandona el gestualismo e incursiona en composiciones más construidas –influencia de Augusto Torres–, hacia los años ochenta, y aun cuando coquetea con los retratos al estilo Barradas. Su conocimiento y aplicación del dibujo barradiano solo es comparable al de su gran amiga Clarina Vicens. El dibujo, organizador del pensamiento y de la expresión en este artista, subyace en sus obras matéricas, en las que, con relieves y tenues esgrafiados, logra sugerencias espaciales y ordena la cromática interna. La paleta de Casares es ecléctica, va desde tonos terrosos hasta los colores subidos de su última época.
Al observar el total de la exposición, destaca su preferencia por los bodegones: retratos y naturalezas muertas atraviesan casi todas las etapas. Los bodegones sirven de práctica, son apenas una excusa formal, y constituyen un género exclusivo de la pintura, a diferencia del retrato, que se cultiva también en la escultura y en la fotografía, y del paisaje, que se da también en la fotografía. Eso significa que Alejandro era un artista más preocupado por las formas, los colores y la luz que por los temas, aunque le apasionaba la naturaleza y por ello integra a sus bodegones figuras de aves vivas –cisnes– que fueron como su marca personal. Para quienes no conocen su obra –que abarca también cerámicas, murales, esculturas, instalaciones–, esta es una oportunidad que no se puede dejar pasar. La pasión por dibujar, pintar, escribir y charlar de arte dominó su vida. Fue la gran inquietud interior que guio sus pasos por un devenir incansable, lleno de hallazgos, pero también de renuncias materiales y dificultades. Poder apreciar la manera en que sorteó las últimas es una de las grandes recompensas que nos ofrece esta muestra.
1. «Casares. Magia y poesía», Zabala 1520, Ciudad Vieja.