—Ustedes creen que como se hace por teléfono no es una consulta, pero se resuelven muchas cosas de esta manera.
La frase de la joven profesional, dicha en un tono para nada agresivo, sino casi que protector, quedó resonando en la mente de la febril paciente, que por segunda vez intentaba que un médico de radio le dedicara unos breves minutos para simplemente auscultarla o mirarle la garganta. Era la segunda vez en 15 días que incurría en un cuadro, probablemente, viral (los años de autoexamen obligado por la suspensión de visitas domiciliarias, más el privilegio de contar con un familiar dedicado al oficio de Avicena, no dejan otra que aguzar la percepción). La paciente, que no suele llamar al médico por cualquier cosa ni apersonarse en la puerta de Emergencia para no saturarla, como implora la comunidad de la salud, pretendía ni más ni menos que un acto médico. La joven profesional no planteó ningún inconveniente al tímido requerimiento, enunciado casi que con un soplo de voz, y mandó a otra médica para una «valoración» en domicilio. Pero había lanzado esa dichosa frase del «ustedes creen» y todo se disparó.
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Todo se disparó a la vieja época en que una cubría el conflictivo rubro de la salud para un diario de circulación nacional. Eran los tiempos en que nacía el Sistema Nacional Integrado de Salud y los diagnósticos coincidían en lo que había que hacer: amalgamar el fragmentado sistema en el que el «usuario» peregrinaba sin recibir una mirada integral, volver al modelo del médico de cabecera o médico familiar, potenciar el consabido primer nivel de atención y disponer los recursos para que los profesionales puedan concentrarse en uno o dos centros de salud (algo parecido a lo pretendido por los profesores con los liceos en este Uruguay de los problemas endémicos). No se trata ahora de desconocer las virtudes de la tecnología ni del avance que significa recibir la planilla de asistencia en minutos o ser certificada inmediatamente en el portal del BPS: lo que terminó resonando es que la frase del comienzo no era apenas la voz de una médica que defendía su trabajo, sino que ella enarbolaba casi que acríticamente el discurso de un administrador o de la propia mutualista. Sí, probablemente, las dos infecciones de la paciente se iban a resolver con cama y comida, que afortunadamente no le faltan, a diferencia de tantos miles, pero una mirada a esta situación (y a otras infinitamente peores que pueden apreciarse como acompañante de un paciente crítico, por ejemplo) no puede obviar aquello tan manido, pero no menos básico, de la vulnerabilidad y de la asimetría de quien está padeciendo algo.
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«El acto de tocar es tal vez la forma más primitiva de curar», ilustraba Álvaro Díaz Berenguer, uno de los pocos médicos decididos a colocar la pluma en la herida, en una solitaria batalla por inmiscuir a las humanidades en el aséptico y empírico mundo de la formación médica. En El poder médico hurga en esa relación cuasi sagrada entre el médico y el paciente, sintetizada en una ritualidad esencial: la de las manos sobre el cuerpo, la mirada –por qué no– compasiva y el gesto del curar que va más allá de la receta y el protocolo, incluso del mandato institucional que siempre tiende a achicar, a restringir, a limitar.
En ese ensayo, que abreva en la historia, la psicología y la sociología, con la guía de Foucault y Barrán, la cuestión es situada en términos de poder, un poder esencialmente asimétrico: «La persona del médico no es poderosa por sí misma, sino por la investidura que le otorgó la sociedad, y luego por la presencia del enfermo, palabra en cuya etimología se encuentra la debilidad». El paso de la pandemia atravesó lo escrito de una manera fatal y, seguramente, esos capítulos cobren ahora una enorme dimensión. Si el mercado ya estaba segmentando la asistencia en categorías, si algunos estándares de atención ya pasaban a ser asegurados mediante paquetes vip, no se necesitan dones de clarividente para intuir las secuelas que debieron quedar en el sistema, las cosas aún no dichas en medio del lento reacomodo, los puntos ciegos y lo que nunca debió volver al estado anterior y probablemente no lo hará.
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La prolija planilla de asistencia en formato PDF de la institución que ahora no importa nombrar –no es ese el punto– llegó a la casilla de correo en la noche, pocas horas después de la atención presencial. Varias cosas llaman la atención. Figuran unos parámetros de toma de presión registrados por defecto, porque esa medición nunca se le practicó a la paciente. ¿Será esta otra de las prácticas comunes que la pandemia nos dejó? Figura que la paciente es covid negativa, cuando nunca se testeó ni fue conminada a hacerlo. Luego, hay un ítem dedicado a la pesquisa sobre violencia doméstica despachado de modo burocrático. Más preguntas arrecian sobre la cabeza de la paciente: ¿cómo se hará la pesquisa sobre violencia intrafamiliar en el caso de las expeditivas consultas telefónicas?, ¿cómo se llegará a construir los circuitos de confianza con una eventual víctima si se la interroga a varios metros de distancia, como si emitiera radiactividad?
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Una de las pocas cosas buenas de la convalecencia es el tiempo ganado para leer. Y allí llega Byung-Chul Han con esa lucidez que nos alerta sobre la pérdida de los rituales y sobre el eterno presente de la era digital. Y vaya si existen ritos entre médicos y pacientes, un vínculo tan milenario como la tierra natal de este autor. «Cuando el corto plazo, cada vez más común, desplaza a una praxis vinculadora a largo plazo, que sería, a su vez, una forma de final, aumenta la atemporalidad, reflejada en el ámbito psicológico como angustia e inquietud», analiza en El aroma del tiempo.
La cuestión es que no es solo el paciente el que padece esa falta de conexión, el ser un punto flotante en medio de una maraña de actores que no dialogan entre sí, que no componen un recorrido, un tiempo histórico. Es también el médico el que termina siendo una pieza esclava de un puzle que no termina de adquirir sentido y que, por tanto, no puede reconectar con la parte más noble de toda esta historia: el vínculo entre quien sana y quien ha enfermado. Si eso se pierde y es naturalizado por quienes han asumido una responsabilidad social, en el sinsentido de la cultura impuesta por las organizaciones y el modelo teledirigido, la grieta entre médicos y pacientes corre riesgo de transformarse en un abismo.