El sábado 5 de agosto se llevó a cabo la jornada «Por la vida y la convivencia» en el Complejo Municipal Sacude. Al cumplirse un año de los asesinatos de dos vecinos del Marconi (Micaela y Gabriel), habitantes de los barrios, colectivos sociales, autoridades locales y representantes de la Universidad de la República compartieron diálogos y recuerdos sobre la violencia y las respuestas institucionales en una amplia zona de la ciudad marcada por una fuerte e histórica precariedad. Pobreza, delito, mercados ilegales y muertes violentas se han ido anudando en los territorios, sin olvidar la propia violencia estatal, que ha tenido a la Policía como su ejecutor más destacado.
En efecto, no hay que perder de vista el impacto que han generado algunos hechos que se recuerdan con especial precisión por parte de vecinos y vecinas. Por ejemplo, a finales de mayo de 2016, el barrio Marconi –uno de los más pobres de Montevideo– se vio sacudido, una vez más, por la violencia. Luego de la denuncia de robo de una moto, la Policía inició una persecución de dos adolescentes. Hubo disparos que los alcanzaron, impactando en el rostro de uno de ellos y quitándole la vida al otro. A las pocas horas de conocida la noticia, se produjo una reacción colectiva en el barrio. Movilización, pedreas, un ómnibus quemado, un médico y un taximetrista heridos. La Policía reforzó su presencia y se intensificaron los intercambios de balas y piedras. El barrio quedó cercado, casi ocupado por varios días, a la espera de que las aguas volvieran a su cauce. Desde ese entonces, el Estado reforzó su presencia: las políticas sociales se articularon con más fuerza, se crearon espacios de trabajo colectivo y la Policía focalizó sus estrategias de intervención. El cambio de gobierno y la pandemia modificaron las prioridades, al punto que el mayor reclamo de las personas y las organizaciones del territorio se relaciona con el repliegue del Estado. Entre tanto vaivén, los factores estructurales que condicionan la precariedad de la vida se mantienen incambiados.
Las políticas de seguridad han mirado los territorios desde afuera y desde arriba, a veces desde perspectivas subculturales, casi siempre desde el estigma, o desde cerradas racionalidades en torno a organizaciones delictivas o gobernanzas criminales. Pero nada de eso ha sido adecuado o suficiente para desarrollar instrumentos de políticas que alteren las condiciones de vida, promuevan la integración y se proyecten sobre los resortes del reconocimiento. En este sentido, es clave comprender los lazos de solidaridad que moldean las relaciones sociales (aquí las fronteras entre lo legal y lo ilegal son especialmente difusas), mapear la trama de instituciones públicas y privadas que puedan sostener acciones con arraigo y activar los esfuerzos y las capacidades de organización colectiva. Los territorios vulnerables son de altísima complejidad, y siempre están vinculados con dinámicas estructurales más generales y con sordas disputas políticas que estamos lejos de entender a cabalidad.
Políticas sociales robustas son decisivas para contener los elementos más extremos de las situaciones de vulnerabilidad. Como muy bien han señalado Verónica Filardo y Denis Merklen,1 los avances de las políticas sociales entre 2005 y 2019 han sido más que significativos, pero para miles de uruguayos las condiciones de vida son inaceptables. Además, estudiar lo que el Estado ha hecho –y cómo lo ha hecho– para responder a la cuestión social es otra de las dimensiones importantes. A veces, las propias políticas sociales perturban e inestabilizan los lazos sociales, al punto que las focalizaciones terminan reproduciendo estigmas y procesos de descalificación social. A la luz de lo que ha ocurrido en estos últimos años, los desafíos son mayores, pues el trabajo precario (cuando hay trabajo) y la consolidación de redes ilegales exigirán respuestas mucho más potentes y articuladas.
Por si fuera poco, la acción autónoma y a distancia de los cuerpos policiales modifica los intercambios y las capacidades acumuladas por una estructura de solidaridad y soportes. Habitualmente se señala que, para países como Uruguay, la presencia de la Policía en los territorios ha sido muy importante para contener la expansión de las organizaciones criminales. Dispositivos, procedimientos e intervenciones han permitido que las lógicas de ilegalidad no escalen a límites que luego ya no se pueden controlar. No debe subestimarse este argumento. Sin embargo, tampoco hay que aceptarlo sin más reflexiones, ya que las ambiguas y complejas relaciones de las clases populares con la Policía han implicado rediseños de los modelos de intervención, pero nada de ello ha impedido la expansión del narcotráfico, el aumento de la violencia institucional y, en definitiva, la degradación de un orden público que termina reforzando los procesos de segregación. ¿Cuánto ha influido la lógica cotidiana del trabajo policial en estos espacios para limitar las capacidades de integración de las políticas sociales? Discriminación, hostigamiento, segregación punitiva y encierro son las respuestas que han encontrados miles de varones jóvenes de las periferias urbanas. ¿Cómo ha contribuido la lógica predominante de la gestión policial y la política criminal a profundizar las dinámicas de exclusión y violencia?
Los habitantes de los territorios más vulnerables tienen una relación de alta ambigüedad con la Policía. Demandan su presencia como recurso de protección frente a los niveles de violencia y criminalidad, pero al mismo tiempo le tienen recelo por los efectos criminalizantes de los despliegues y las interacciones cotidianas. Además, los comportamientos arbitrarios, hostiles y violentos configuran una realidad de todos los días, aunque nada de eso tenga una traducción pública ni judicial. A su vez, las percepciones de vecinos, vecinas y organizaciones sobre los niveles de corrupción y colusión complejizan aún más el rol de la Policía. Si las políticas sociales tienen que repensar sus objetivos y estrategias, las políticas de seguridad lo tienen que hacer en mayor medida. Las reformas, los cambios de modelo y los ajustes en las intervenciones (anuncios que llegan desde arriba) se reflejan muy poco en los despliegues policiales en las zonas más vulnerables.
Durante este último año, en los barrios que integran la llamada cuenca de Casavalle comenzaron las movilizaciones y la articulación de una plataforma. La experiencia se extendió a otros barrios de la ciudad, y hoy tenemos una red que se denomina La Vida Vale. Lo central aquí es el proceso de construcción de una demanda que exige compromiso con la especificidad de los territorios, políticas de inclusión y respuestas en materia de seguridad que no pierdan de vista los anclajes con las problemáticas sociales. Además, estos colectivos multisociales e interbarriales se proyectan con base en el diálogo, la horizontalidad y los aprendizajes colectivos. Nacidos como una reacción a una victimización recurrente, sus demandas se elaboran a distancia de las clásicas respuestas punitivas de «ley y orden».
Estas plataformas son un desafío para pensar las políticas de seguridad desde una perspectiva territorial. La gestión policial «desde arriba y desde afuera» ha demostrado todas sus limitaciones. En las últimas dos décadas, solo la experiencia de las Mesas Locales de Convivencia y Seguridad Ciudadana (activas desde 2006 y desarmadas en el último gobierno del Frente Amplio) fue una aproximación a un arreglo distinto. Diagnósticos compartidos y sólidos, espacios de articulación interinstitucional, participación y monitoreo ciudadanos, descentralización de las decisiones, innovaciones en materia de programas y proyectos deberían ser líneas de trabajo que alimenten un cambio radical de modelo de gestión. Solo así podrá romperse la inercia de la demagogia punitiva, la repetición de ideas, las promesas eternas y la sensación de girar en torno a lo mismo. Las demandas de seguridad para los barrios de la cuenca de Casavalle no solo tienen sentido para la singularidad de esos territorios, sino que también interpelan la lógica de un modelo de seguridad incapaz de disimular su radical insuficiencia.
1. Filardo, Verónica y Merklen, Denis: Detrás de la línea de la pobreza. La vida en los barrios populares de Montevideo. Pomaire y Gorla, Buenos Aires, 2019.