Entre noviembre y diciembre de 2020, el Latinobarómetro recolectó información para la elaboración de una encuesta que se lleva a cabo en 17 países desde 1995. El Informe 2021 ya está disponible hace algún tiempo y recientemente se publicó un trabajo sobre «la recesión democrática en América Latina». El capítulo sobre seguridad, que se releva desde siempre, no aparece en ninguno de los informes y hay que ingresar a los datos disponibles en línea para acceder a esa evidencia. En efecto, un llamativo resultado puede encontrarse allí: cuando a las personas se les formula la pregunta de si «usted o un familiar ha sido víctima de un delito en los últimos 12 meses», el 32 por ciento respondió afirmativamente frente a un 22,4 por ciento que lo había hecho en la última encuesta de 2018. No solo eso, si consideramos globalmente a los 17 países en los que se hace la encuesta, también vamos a encontrar un aumento de 7 puntos porcentuales y que, por primera vez en 28 años, la victimización en Uruguay estuvo por encima del promedio latinoamericano.
Sorprende que este dato no haya ingresado al debate público y que los cultores de la «política basada en evidencia» prefieran otras evidencias para desarrollar sus posiciones. En un país afectado por el cambio de gobierno, primero, y por la pandemia, unos días después, los resultados de la encuesta del Latinobarómetro indican que en 2020 el delito creció con relación a 2018, cuando la información de denuncias hechas a la Policía señalaba una tendencia opuesta. ¿Por qué en la discusión pública se utiliza solo una fuente de información? ¿Acaso el dato sobre denuncias es más confiable que algunas preguntas de encuesta? ¿Por qué solemos tomar como hechos ciertos los aumentos y las disminuciones de los delitos que surgen de las estadísticas policiales? ¿Acaso hay razones técnicas comprobadas para asegurar que las encuestas del Latinobarómetro tienen mayores problemas de confiabilidad y validez que los registros administrativos que lleva la Policía?
Conviene realizar algunas precisiones. Cuando formulamos estas preguntas, estamos pensando en el delito como generalidad y en aquellas formas más masivas (como, por ejemplo, los hurtos, la violencia de género, las rapiñas, las lesiones, las amenazas, etcétera), y de manera expresa estamos excluyendo a los homicidios, pues ahí los datos oficiales sí tienen un nivel de confiabilidad relativamente aceptable. El punto es otro: el foco hay que colocarlo en aquellas manifestaciones delictivas afectadas por la «no denuncia» y por los errores «internos» a la hora de asentarlas en la estadística policial. La creación del Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad en agosto de 2005 buscó revertir los enormes problemas de registros que los datos de denuncias tuvieron desde siempre. De allí en adelante pasaron muchas cosas, y cuando en 2017 el sistema de información de la Policía tuvo que comenzar a interoperar con el sistema de Fiscalía (en el marco del nuevo Código del Proceso Penal), quedó al descubierto que los problemas de registros se mantenían. En definitiva, para poder utilizar de forma prudente los datos de denuncias es necesario tener activas fuentes de información alternativas (como las encuestas de victimización) y sostener una firme política de control que estime y corrija el nivel de «error» atribuible a problemas internos. En este contexto, llama la atención que políticos, periodistas, consultores y académicos interpreten los datos de denuncias de los delitos más frecuentes como si se tratara de tendencias reales. Y más sorprende que las series de victimización construidas a partir de encuestas regionales hayan quedado relegadas al silencio.
En efecto, los datos disponibles sobre la victimización medida por encuestas obligarían a una relectura completa sobre la evolución del delito en nuestro país. No pretendemos caer en los mismos errores que criticamos al hacer una interpretación «naturalista» de los datos de denuncias, pues las encuestas de victimización también tienen sus problemas de confiabilidad y validez. Al tomar en cuenta una serie tan larga (de 1995 a 2020), no hay que desestimar la incidencia de algunos sesgos subjetivos: dada la sensibilidad social que el delito tiene en contextos más actuales, la disposición a responder si se fue víctima o no de un delito (sobre todo de aquellos más asociados a la violencia de género o interpersonal) puede llegar a ser más amplia en los años recientes que en la década de los 90. Al igual que en el caso de las denuncias policiales, también las encuestas de victimización pueden subestimar el delito en los primeros años de la serie. Sin embargo, en el caso del Latinobarómetro hay algunas fortalezas que no está de más explicitar: desde 1995 a la fecha se ha formulado la misma pregunta (victimización individual y familiar) y, para el caso uruguayo, el estudio lo ha hecho una misma empresa (Equipos Consultores). Así como aceptamos series largas sobre el porcentaje de aprobación de la gestión de los gobiernos o sobre la identificación de los principales problemas que tiene el país, ¿por qué no puede ponerse en perspectiva el porcentaje de personas que declara haber sufrido un delito en los últimos 12 meses?
De la evidencia que aporta el Latinobarómetro surgen nuevos insumos para el análisis. Por lo pronto, es posible advertir que las variaciones en el porcentaje anual de victimización son más estables que las variaciones de las denuncias policiales. A diferencia de un proceso lineal de crecimiento a lo largo del tiempo que se dibuja a partir de estas últimas, los datos de encuestas marcan tendencias contrastantes. En primer lugar, hay un crecimiento importante de la victimización entre mediados de la década del 90 y 2004. Los procesos de precarización neoliberal y la crisis socioeconómica jugaron un papel multiplicador de los delitos más masivos (en especial, hurtos, rapiñas y lesiones). Sobre finales de los noventa se registraron porcentajes muy altos de victimización, semejantes a los ocurridos en 2020. En el caso de los homicidios, la tendencia fue parecida: la cantidad de asesinatos promedio durante 1997 y 1998 fue idéntica a la verificada entre 2012 y 2017 (momento de quiebre en la tasa de homicidios). Por su parte, si bien los datos de victimización no presentan sus valores más intensos durante los años más agudos de la crisis socioeconómica, la tasa de victimización llega a uno de sus picos más altos en 2005 (que corresponde, en realidad, a parte del año anterior, ya que el campo de la encuesta se realizó a mediados de 2005).
En segundo lugar, se registra una tendencia opuesta entre 2006 y 2010. La victimización medida por encuesta experimenta una caída importante en el último tramo del primer gobierno del Frente Amplio (FA), aunque en ese tiempo la «inseguridad» aparece por primera vez en las encuestas como «el principal problema del país». La disputa política y mediática sobredetermina el marco de comprensión de las tendencias de la violencia y la criminalidad. Sin embargo, durante el segundo gobierno del FA, la victimización muestra un nuevo crecimiento (durante algún año, los valores están entre los más altos de la serie). Para el final del tercer período de gobierno, la situación vuelve a cambiar, al punto de que en 2017 la victimización queda en un valor bajo. La singularidad de estos años consiste en que esta tendencia a la baja en la victimización delictiva ocurre en paralelo a la multiplicación de la cantidad de homicidios (2018 es el año con mayor tasa de homicidios en Uruguay). Por último, no puede dejar de mencionarse que durante un año muy particular como 2020 la victimización volvió a aumentar, en contradicción con la gran mayoría de las lecturas políticas y mediáticas.
En definitiva, a partir de estos datos no puede concluirse que el país haya experimentado un deterioro progresivo en materia de victimización delictiva. Tampoco puede afirmarse que las mejoras verificadas hayan podido sostenerse en el tiempo. Las tendencias de la victimización en Uruguay han acompañado los cambios ocurridos a nivel del promedio general de los países latinoamericanos. Entre 1995 y 2005, la victimización en Uruguay fue más baja que en el resto de la región, luego hay una aproximación y más tarde una nueva distancia entre 2008 y 2010. A partir de este último año, las curvas vuelven a acercarse y, por primera vez en 2020, la victimización en Uruguay supera al promedio de la región.
Habría que reintroducir en el debate cómo determinados esfuerzos en materia de políticas sociales y programas focalizados de prevención del delito sí tuvieron su impacto a la hora de moderar el crecimiento de la victimización. En este sentido, no hay dudas de que los datos que surgen de las denuncias policiales son especialmente funcionales para alimentar las disputas políticas y mediáticas sobre la «inseguridad» y sesgan las respuestas institucionales en clave punitiva. Con sus vaivenes, las encuestas de victimización nos señalan que el nivel general de delito está en valores altos en Uruguay, y si a eso le sumamos el deterioro inquietante de la tasa de homicidios, va siendo hora de interpelar más a fondo los paradigmas de política pública que han predominado desde 1995 hasta la fecha.