A principios de los noventa mucho se hablaba en nuestro país sobre la distancia entre la inseguridad subjetiva y la objetiva. Las percepciones sociales sobre el aumento del delito y la violencia adquirían más fuerza que el aumento real de la criminalidad, medido por la información oficial sobre denuncias. En ese contexto, los medios de comunicación –televisión y prensa escrita– jugaron un rol preponderante. Aun así, no hay que perder de vista que, en esos tiempos de recuperación de la democracia, la crisis económica y social, la recomposición neoliberal, el deterioro del mercado de trabajo y la consolidación de los procesos de segregación territorial ayudaron a generar las condiciones para que el temor al delito precediera al crecimiento de la criminalidad. Los ochenta y los noventa tuvieron manifestaciones muy claras de conformación de economías ilegales, aumento de los delitos predatorios e inercias de las instituciones del sistema penal, fuertemente condicionadas por las prácticas arbitrarias desarrolladas durante la dictadura. Los delitos violentos comenzaron a crecer, las redes de ilegalidad permitían ingresos capaces de financiar la connivencia policial y, durante algunos años (1997, 1998), las tasas de homicidios registraron valores cercanos a los que hubo en 2012 y 2013. De estas dinámicas paradojales (el temor que antecede al crecimiento del delito, las mejoras socioeconómicas de la segunda mitad de los noventa que conviven con aumento de la violencia) el país emerge, en 1995, con la ley de seguridad ciudadana, la primera pieza de consenso político que marca una clara senda punitiva.
Estas tendencias se agudizaron con la crisis de 2002. Delito en expansión, victimización alta, homicidios estabilizados y un inédito deterioro social. La Policía y el sistema de justicia fueron incapaces de contener este empuje delictivo y, mucho menos, la instalación de nuevas dinámicas en torno a los mercados de la droga. La crisis posibilitó el ingreso de sustancias que cambiaron los equilibrios en el mercado, pero lo hizo sobre la base de una vulnerabilidad ante el narcotráfico que ya venía de la década anterior. Esta etapa también consolidó las respuestas de corte punitivo y el deterioro de las capacidades institucionales de los actores del sistema penal.
La recuperación de la economía, el acceso del Frente Amplio al gobierno nacional, los cambios institucionales, las mejoras sociales, la reducción de los niveles de pobreza e indigencia, etcétera, nos colocan ante una nueva paradoja, pues el delito, lejos de contraerse, tuvo una inocultable expansión. Esa paradoja se hizo más elocuente entre 2010 y 2019, pues allí a las mejoras sociales consolidadas hay que sumarles el crecimiento de la inversión en seguridad, la profesionalización de la Policía, las políticas focalizadas en la prevención del delito, los liderazgos policiales orientados al control de la criminalidad organizada, la reforma del proceso penal y la continuidad en materia de respuestas punitivas. Como resultado de todo eso, entre 2011 y 2018 el país duplicó sus tasas de homicidios y, hasta el día de hoy, no hemos salido de esa tendencia.
Ni política ni académicamente hemos podido discutir a fondo sobre las razones reales de estas dinámicas aparentemente contradictorias. Sin embargo, las interpretaciones políticas y sociales no se hicieron esperar y marcaron cursos de acción. Si el delito aumenta en momentos de mejoras sociales y económicas, para la opinión hegemónica –oportunamente construida desde distintos espacios de poder– solo hay una explicación posible: las debilidades a la hora del ejercicio de la autoridad. Para algunos, el delito tiene una raíz cultural y moral y, por lo tanto, exige una persecución implacable de todos aquellos que no quieran plegarse al camino correcto de las oportunidades del desarrollo. Los «malos pobres» necesitan rigor y tutela, menos derechos y más obligaciones. Estos discursos encarnaron en operativos policiales, políticas focalizadas, aumento de penas y subordinación de las políticas sociales a los imperativos de la seguridad. Primero el orden y la autoridad, luego lo demás. Para otros, hay que aumentar los costos del delito. Si delinquir no cuesta nada, si la puerta giratoria de la justicia penal no se interrumpe, si las leyes penales son producto de la benignidad de unos «frutillitas» sesgados ideológicamente, no habrá más resultado que el crecimiento de la delincuencia. Aumento de penas, más tiempo en reclusión, cumplimiento efectivo de las penas y restricciones mayores para los reincidentes son algunas de las iniciativas que se propusieron y que se concretaron parcialmente durante estos últimos años.
Analizando el tema en perspectiva, se advierte que una de las dificultades más importantes que ha tenido el país es no haber generado una conciencia reflexiva para desentrañar las claves más profundas de estas aparentes paradojas. Una y otra vez se han buscado atajos políticos, y las oportunidades perdidas han sido muchas. Desde hace casi tres décadas lo que ha predominado es la pulsión punitiva, y a veces algunos discursos hablan del equilibrio entre lo preventivo y lo represivo, aunque claramente no pueden articular una respuesta compleja y políticamente ambiciosa ante la entidad de los problemas.
En cierta forma, hemos subestimado cómo el crecimiento de la economía estimuló, en la región y en el país, la expansión de mercados ilegales y accionó una tendencia al crecimiento de los delitos contra la propiedad. Las dinámicas económicas han jugado un papel clave tanto a nivel nacional como transnacional. Uruguay está inserto en una de las regiones más violentas del mundo, y también aquí estos nuevos fenómenos han tenido una clara convergencia. Las economías ilegales llegan a ser una porción importante del producto bruto de nuestros países. La lógica de capital se retroalimenta de dineros de distintas procedencias y, en este punto, las fronteras morales sirven muy poco.
Las mejoras sociales y la expansión de los mercados internos han permitido la conformación de mercados que demandan bienes ilegales. El caso de las sustancias psicoactivas es el más representativo y el que ha generado mayores redes de violencia. Por lo tanto, hay razones estructurales y sistémicas para que estas lógicas se instalen con fuerza. Hoy muchos de estos hilos parecen verse con más claridad. Por ejemplo, el aumento de las incautaciones de drogas, la proliferación de armas de fuego, la visibilidad de las complicidades entre los poderes formales y los ilegales dan cuenta de la magnitud del fenómeno. Flujos, tramas, interacciones, nuevas oportunidades y connivencias dan forma a un escenario que hoy se analiza con preocupación creciente, en el que, además, la lógica incontrolable del capital se alinea con una subjetividad marcada por las pretensiones aspiracionales en términos de consumo.
Si estas tendencias tuvieran validez para el Uruguay de las últimas dos décadas, no hay que dejar de mencionar la importante cantidad de factores de riesgo que el país ha acumulado. Desde las debilidades de los controles en puntos fronterizos hasta los niveles discretos de corrupción, desde la importante cantidad de armas de fuego en manos de la población hasta los niveles de pobreza infantil y adolescente, desde el deterioro de las fuentes de bienestar para la reproducción de la vida hasta un imparable proceso de segmentación territorial, las ondas expansivas del delito tuvieron su momento de contención, pero a la larga se terminaron imponiendo. Si bien durante un buen tiempo la situación social tuvo mejoras promedio muy significativas, las posiciones y las desventajas relativas presentaron pocos cambios. Lejos de desestimar las razones sociales y económicas a la hora de comprender los asuntos de la violencia y la criminalidad, lo que cabe es darle un nuevo alcance interpretativo.
Por si fuera poco, en un contexto de culpabilización de las pautas de consumo de los sectores populares y de abuso de la dicotomía entre buenos y malos pobres, las políticas de seguridad han descargado su furia sobre los sectores más vulnerables. Más que ganar en seguridad, hemos desestabilizado aún más las condiciones de precariedad, con respuestas que han oscilado entre los controles y los hostigamientos aleatorios y el aumento de la severidad punitiva. Hoy en día, en los territorios más segregados hay una suerte de empate entre las dinámicas delictivas y las repuestas de orden, sin que se vislumbren en el corto plazo ni la disminución de los niveles de violencia ni la reconfiguración de las condiciones socioeconómicas que han permitido el arraigo de las economías ilegales.
Los desafíos son enormes. Hay condiciones geopolíticas que requieren una agenda regional y continental. Hay vulnerabilidades estructurales que siguen pautando condiciones sociales y económicas extremadamente adversas. Hay una multiplicidad de factores de riesgo que explican el crecimiento del delito y que exigen respuestas específicas. Hay instituciones propias del sistema penal que todavía exhiben importantes deficiencias en sus capacidades y que tienen que ser repensadas desde sus bases mismas. Si no se asumen estos desafíos, las aparentes paradojas de la seguridad nos seguirán llevando por caminos equivocados.