El tiempo de los colosales tratados filosóficos parece haber llegado a su fin. Aquellos numerosos y gruesos volúmenes capaces de ocupar, por sí mismos, estantes completos de las bibliotecas, y que pretendían saturar un tema determinado, parecen ser ahora innecesarios, poco prácticos o directamente ilegibles. Byung-Chul Han lo comprendió cabalmente, y sus libros evidencian un cambio de época y de lector, donde este último –con las excepciones del caso– no está tan dispuesto a cumplir con algunos elementos del pacto, a saber, la lectura sosegada, atenta y abismal. Todo tópico debe ser atendible en el espacio de un centenar de páginas, con una prosa fluida, y numerosas citas que funcionen como hipervínculos a otras obras en las que sí se desarrollen los puntos sugeridos. Entiéndase bien, esta diatriba inicial no es contra el formato, sino contra cierta levedad que se agota, como decíamos, en el simple señalamiento. El desafío sería, entonces, evitar el vuelo rasante y, como Santiago Cardozo en el libro que nos compete, lanzarse de lleno a las entrañas de la profundidad.
Las palabras y el silencio: ruidos, interferencias, balbuceos es el largo –y en apariencia antitético– título de un ensayo breve y sagaz, que ofrece una lectura amena pero exigente, al tiempo que toma distancia del lenguaje académico que suele encorsetar este tipo de textos. Se trata de un postulado lingüístico-filosófico estructurado en cinco capítulos, precedidos por un prólogo («Intro: el supuesto origen»), en el que Cardozo, a través de un narrador en primera persona, nos presenta una escena familiar cuya recurrente memoria resulta un vital alimento para sus disquisiciones en torno a los primeros intercambios verbales: «Por lo demás, las interacciones regulares versaban sobre la comida de la cena, los asuntos familiares más banales, la vida de los vecinos y el costo de los víveres que comprábamos en el almacén del barrio».
Este comienzo, ciertamente novelesco, no es un caso aislado; uno de los aspectos más seductores del trabajo de Cardozo reside en la variabilidad de sus procedimientos de escritura, incorporando anécdotas cotidianas de enorme vivacidad o pasajes poéticos que evidencian un inteligente y oportuno manejo de registros. Cabe destacar que, en estas primeras páginas, ya queda delimitado el centro, el punto sobre el cual giraremos a lo largo de las otras hasta llegar a las 80: la relación lenguaje-realidad y el silencio como elemento sustancial de la lengua.
En el primer capítulo, Cardozo pone el foco en la descripción de ese silencio que resulta capital para su postulado: «No se trata […] de un silencio como un no hablar todavía, como un haber dejado de hablar o como un espacio entre palabras (un silencio empírico), sino de un silencio que constituye, desde adentro, a las propias palabras […]». La definición de ese silencio, entonces, resulta problemática, el autor debe recurrir a aquello que ese silencio no es. No se puede reconocer empíricamente, pero puede ser intuido y para ello, en el avance de la lectura, se sucederán clarificadores ejemplos, así como un amplio sustento teórico, en el que sobresale el pensamiento de Saussure, Lacan, Jakobson (entre los clásicos), pero también el de Sandino Núñez y la brasileña Puccinelli Orlandi.
La profundidad de los diversos planteos que Santiago Cardozo nos va presentando exige una necesaria pausa al costado del camino. Es así como el texto experimenta un engrosamiento, cada capítulo semeja un mojón donde detenerse, analizar lo dicho y rebuscar en preguntas cuyas respuestas no siempre se ven materializadas: ¿por qué el deseo y el silencio tienen estructuras semejantes? ¿Por qué el malentendido es un efecto del silencio? ¿Por qué el vacío, la ausencia y la oquedad son unos de sus tantos nombres? Quizás es allí donde el propio postulado se muerde la cola («no decimos lo que queremos decir») y, al mismo tiempo, ratifica su magistral autenticidad.