Battegazzore perteneció a esa rara estirpe de artistas visuales cuyo conocimiento teórico estructura y guía toda su obra plástica. En algunos momentos se parece a otro gigante apasionado como lo fue Manuel Espínola Gómez, aunque comparándolo –y ya sabemos que las comparaciones son odiosas– Miguel Ángel tuvo más claridad en la formulación de sus conceptos y menos brío para expresarlos plásticamente, incluso si se considera que la creación artística nunca fue, en su caso, mera trasposición de ideas a materia. Pero que Battegazzore fue principalmente un teórico resulta evidente al repasar su trayectoria, que giró siempre en torno a otras figuras y artistas del pasado. En su obra, esa referencialidad no se da en el sentido belicoso de las vanguardias históricas, que se oponen con fiereza al pasado para superarlo formalmente. Tampoco fue la clase de artista que se deja llevar por una tradición, sino, por el contrario, reflexionó en un ida y vuelta permanente con ella, en la conformación de un pensamiento espiralado que se envuelve en torno a diversos sujetos históricos y que puede transitar tanto por el universalismo constructivo de Joaquín Torres García como por la iconografía de José Batlle y Ordóñez, la imaginería del Conde de Lautréamont, los legados de Durero o de Rafael Sanzio.
Su pintura y su plástica son metadiscursivas: se sirven de un referente capital que requiere del espectador un conocimiento previo, porque sin eso la obra no puede entenderse o aprovecharse a cabalidad. Se podrá argumentar que toda obra de arte forma parte de un sistema de referentes sígnicos en el que se inscribe y prospera, pero Miguel Ángel se sirvió de las referencias como un mecanismo de citación y de crítica –de puesta en crisis–. En ese sentido no es un estructuralista, sino un posmoderno, y toda su producción está marcada por ese momento histórico particular del pensamiento del siglo XX.
Se formó de muy joven en la Escuela Nacional de Bellas Artes (junto con otro Miguel Ángel, Pareja), obtuvo la beca municipal Carlos María Herrera para perfeccionarse en Europa, trabajó con el escultor vasco Jorge Oteiza –también un pensador a tiempo completo– y contribuyó a fundar con él un centro de investigaciones estéticas. Fue becado por la fundación Calouste Gulbenkian en Lisboa, donde llevó a cabo importantes investigaciones sobre las particularidades de los azulejos y la ornamentación arquitectónica en España y en Portugal desde el siglo XV al XVIII. Fue un destacado docente en teoría del color e historia del arte en la Universidad de la República y en el Instituto de Profesores Artigas, dio cursos en Cinemateca Uruguaya, en la Alianza Francesa de Montevideo y en el Museo de Arte Americano de Maldonado. En 2006, dictó un recordado curso en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV) llamado «Los grandes sistemas cromáticos en la historia del arte». Integró el cuerpo de inspectores de Enseñanza Secundaria y la Comisión Nacional de Artes Visuales. Como ensayista, escribió sobre la obra de Pedro Figari, Yepes, Luis Solari y Joaquín Torres García; en el año 2000, La trama y los signos, su libro sobre Torres, obtuvo el Premio Nacional de Literatura en ensayo de arte.
La obra integral de Battegazzore buscó incorporarse a distintos ámbitos –realizó escenografías para teatro, ópera y ballet– y logró permanecer por varias décadas en el medio urbano con el excepcional mural La gran entropía (Colonia y Magallanes, Montevideo), obra emblemática de su producción y que, para la generación de la salida de la dictadura, marcó una época. Lamentablemente, luego de un extenso debate, el mural no fue restaurado y se cubrió con pintura blanca. En ese mural, algunos símbolos que habitualmente reconocemos en Torres García aparecían representados en perspectiva, como si estuvieran depositados o caídos sobre estantes que, a su vez, emulaban la estructura ortogonal y áurea de los cuadros de Torres. Battegazzore resignifica la obra de Torres García más como un anuncio de su caída que como un homenaje a su perduración, por más que la palabra homenaje aparezca en los títulos de esta serie entrópica.
Con sus pinturas, Battegazzore parece evidenciar que la segunda ley de la termodinámica terminará liquidando, en el caos, hasta esa idea metafísica de orden que sirve de trasfondo al pensamiento de Torres. Otras obras, como Constructivo binario anamórfico politonal (1970-1980), lo mismo que El Ángel de la Historia y Los tres Batlle (2018), no tuvieron la fortuna o no lograron un equilibrio entre su ambiciosa apuesta discursiva y su factura plástica. Parecen querer decir más de lo que muestran o lo que es posible leer en ellas, incorporando textos apretados y una abarrotada iconografía partidista. Sucede todo lo contrario en la serie Saudades de Lisboa (1962-1963), en la que sus pesquisas sobre los azulejos portugueses dan cabida a un imaginario novedoso que genera lenguajes contemporáneos a partir de una mixtura de motivos abstractos con decorativos de los azulejos históricos. Una operativa similar emplea para la serie Silabario (1996), referida a las marcas de ganado, con insospechadas derivaciones ideográficas y conceptuales.
Finalmente, un aspecto importante a señalar, ya que define el legado de Battegazzore, es su radicación en Maldonado. Allí creó un foco de irradiación cultural para jóvenes artistas fuera del circuito capitalino. Esa fue una decisión también ideológica, y que pocos artistas y pensadores lograron llevar a cabo con su pujanza y su capacidad de trabajo: hasta hace poco tiempo, con 93 años, el artista seguía creando. Una exposición antológica curada por Ángel Kalenberg en el MNAV, en diciembre de 2021, constituyó un muy completo repaso a su itinerario creativo. La permanente reflexión sobre el acontecer artístico y la relectura de la historia definieron una personalidad seductora y con una singular puntería crítica.