ORIGEN
La primera vez que escuché el nombre de Carlos Quijano fue en junio de 1984. Mi padre se acababa de enterar de la noticia de su muerte ocurrida en México y me trazó una breve semblanza. «Sus editoriales en Marcha no tuvieron igual», comentó con admiración. Al año siguiente, cayeron en mis manos unos cuantos Cuadernos de Marcha que contenían una selección de los escritos de Quijano. Los devoré sin pausa y fueron amigos implacables durante el preparatorio y los primeros años de facultad, que me zambulleron en la historia nacional y la latinoamericana. Compañeros obsesivos que mostraban cómo forjar una identidad coherente, irguiéndose frente a las modas y contraviniendo los lugares comunes. En ellos la muerte era una presencia permanente, la crítica, una actitud irrenunciable, y la esperanza, una necesidad. ¿Quién podía resistir todo eso con apenas 16 o 17 años?
Además, aquella fuerte personalidad destilaba un estilo sin par. Vigoroso, erudito, sencillo hasta el asombro. Los textos de Quijano me impactaron por su prosa; ágiles, concretos, vibrantes, agudos, enamorados de las metáforas y de los ritmos. Hablaba de política, economía, sociología e historia desde una subjetividad que sufría por el destino del país. Se ha señalado con insistencia que Quijano fue, durante décadas, «puente de generaciones». Sin embargo, para la generación que se había formado durante los años de la dictadura, ese «puente» ya no estaba. Lo que germinaba era una juventud heterogénea, afectada por los años de la barbarie e inclinada a perderse por los caminos de la «filosofía del éxito» que prometían los tiempos neoliberales de la década siguiente.
BÚSQUEDAS
El pensamiento de Quijano tiene una peculiar tendencia oscilatoria. Nacido en 1900, tuvo tiempo para ver la consolidación del Uruguay batllista y para padecer las sucesivas crisis. La proverbial oposición de Quijano, su crítica de la acción, interpelaba la responsabilidad de los protagonistas políticos y sociales, del presente y del pasado. En la misma medida, poseía una confianza inquebrantable –iluminista, sin duda– en el juego de las fuerzas históricas. La voluntad de las personas era apenas una pálida sombra frente a la lógica implacable de los sistemas. Sobre esta plataforma, profetizó durante muchos años la desaparición del capitalismo y del imperialismo norteamericano. La crisis del modelo batllista le permitió profundizar una crítica en ambas direcciones –acción y sistema– y reafirmar sus convicciones socialistas y antiimperialistas. Del mismo modo, su liberalismo político jamás flaqueó, lo que le significó varios problemas dentro del campo de la izquierda nacional.
Pero su pensamiento también cargaba con tensiones. Con o sin razón, el «profeta del desencanto» sucumbió a la retórica de la esperanza, el antidogmático vio por todas partes los signos objetivos de las crisis definitivas, el enemigo de los tecnócratas no concibió el futuro de la democracia sin el predominio del «conocimiento técnico», el crítico incansable ofreció tregua en las notas necrológicas («testimoniar sin juzgar»), el brillante genealogista del presente (el que puso el grito en el cielo en plena «bovina euforia») adquirió el tono de profeta, se embriagó con el lenguaje mítico y transformó lo humano en metáforas de naturaleza y vida.
Los hechos fueron despiadadamente analizados a la luz de la razón. Los supuestos filosóficos de Quijano distinguieron entre teoría y praxis, entre lo real y lo aparente, y adhirieron a un fatalismo infraestructural («la economía tiene sus leyes propias») que tan bien sintonizaba con su voluntad profética. Si asumiéramos el camino de la «crítica de la crítica», se podrían listar muchas limitaciones sociológicas, filosóficas y políticas en el pensamiento de Quijano. Aun así, su obra envía señales hacia el presente. Si bien reivindicó una ética de la obligación y la responsabilidad –pecados de cualquier economista–, su admirable voluntad arraigó en la necesidad de un sujeto al que nada se le puede prescribir. Su pasión y lucidez y su nervio interpretativo («toda interpretación que no pretenda transformar es puramente académica») son tesoros a custodiar frente a tanto razonamiento acomodaticio. Hoy, cuando solo importan interrogantes del poder, su imagen y su prosa reflejan interrogantes de la verdad.
AGONÍA
Si en 1969 Ángel Rama sostenía que el mensaje de la «generación crítica» había caducado, ¿qué cabe esperar para nuestro presente? El intelectual iluminista es una figura del pasado. Se lo han devorado los tecnócratas, los opinólogos, los consultores y los comunicadores. La «conciencia crítica» ha desaparecido en su objetividad y en tanto fenómeno generacional. La matriz intelectual de Quijano tendría dificultades objetivas para reproducirse en la actualidad. En una sociedad fragmentada y desigual, ya no existen los principios generalizadores para sustentar la crítica y la utopía. El discurso emancipador pierde pie en las arenas movedizas del malestar. La ética de la «conciencia coherente» se asfixia en un espacio público dominado por la racionalidad instrumental y la lógica del beneficio.
Pero esto no invalida la necesidad de la crítica. Y, en ese empeño, la figura de Quijano deberá ser fuente inspiradora. Por ejemplo, hay que situar las potencialidades de su estilo ensayístico. Sentenciado el fin de los grandes relatos, los editoriales de Quijano se nos presentan hoy como un extraordinario ejemplo de «pensamiento rápido». Nada parece faltar en ellos: desde la erudición histórica hasta la ironía corrosiva, desde el paralelismo aleccionador hasta el discurrir filosófico, desde la densa exposición económica hasta la amable alusión literaria, desde los ajustados retratos de personajes (que tanto asombraban a Real de Azúa) hasta la inconfundible unción docente. Por otro lado, Quijano estableció una genealogía del presente y un diagnóstico de la crisis basado en una concepción histórica de larga duración. Estructura y coyuntura, tiempo y espacio fueron algunas de las claves para la comprensión de la realidad uruguaya. Su crítica contemporánea a los resultados económicos, sociales y políticos del modelo batllista es un antídoto eficaz ante tanto conformismo posibilista. Del mismo modo, su rechazo argumental al libre juego de las fuerzas económicas y a la vigencia del mercado –la existencia del capitalismo perfecto es un mito, señalaba– contraviene muchos lugares comunes de la crítica neoliberal.
Quijano fue el primero en enseñar que no hay modelos y que la interpretación crítica es la vida («navegar es necesario, vivir no»). Hoy no cesa la admiración por su figura, aunque su pensamiento nos resuena lejos. Pero, como «la vida empieza mañana», el recuerdo de Quijano nos ayuda a transitar todas las adversidades.