Barrios Rodríguez es parte del Instituto de Investigaciones Económicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Recientemente, publicó el libro La vida entre cercos. La militarización social en América Latina en el siglo XXI,1 editado por la UNAM. El trabajo aborda cómo el fenómeno de la militarización se expande por la región operando a diferentes escalas e integrando nuevos poderes territoriales que exceden las fronteras del Estado. Según Barrios Rodríguez, a las Fuerzas Armadas y a las Policías militarizadas se suman los actores armados de la economía criminal que ejercen soberanías de facto en los márgenes. Estas violencias afectan la subjetividad de las personas, marcan sus cuerpos, inciden en sus trayectorias vitales, sus formas de habitar el barrio, dimensiones que a menudo son omitidas por los enfoques académicos que estudian estos procesos.
—En el Cono Sur, la referencia al proceso de militarización está asociada a las dictaduras o exclusivamente a la intervención de las Fuerzas Armadas en la seguridad pública. Sin embargo, en este momento se plantea el fenómeno a partir de nuevos conceptos y actores. ¿Cuáles son estos nuevos rasgos de la militarización?
—A partir de los años ochenta empieza a tener mucha relevancia el tema de la seguridad pública y ciudadana con un enfoque más coercitivo. Lo que en algún momento se conoció como la profesionalización de las Policías, que terminó siendo un proceso de militarización de las Policías. ¿A qué nos referimos con esto? A que tienen un entrenamiento militar. Por ejemplo, en el caso de América Latina, varias Policías son entrenadas por Estados Unidos a través del Comando Sur, o a través del papel que ha tenido Colombia. Pero también a un fenómeno global en el que se empezaron a incorporar elementos doctrinarios militares en el tratamiento policíaco. Había lugares con Policías muy vinculadas con las Fuerzas Armadas, como en Chile los Carabineros o, en el caso de Brasil, la Policía Militar. Pero hubo otros en los que se tuvo que introducir, como en México con la Policía Federal Preventiva, que luego fue la Policía Federal, la Gendarmería Nacional y ahora la Guardia Nacional, y el caso de Argentina con lo que es ahora la Gendarmería Nacional.
También he trabajado en este libro esa otra militarización que proviene de actores armados no estatales, en la medida en que tienen un afianzamiento territorial importante que les permite controlar poblaciones y además llevan a cabo procesos de reclutamiento forzado, sobre todo de gente joven de sectores populares.
—La creación de Policías militarizadas, como sucedió en Uruguay con la reformulación de la Guardia Republicana, ha sido parte de la respuesta de los gobiernos a las demandas de más seguridad. Teniendo en cuenta la experiencia latinoamericana, ¿cuál es el riesgo de esta militarización?
—Los procesos de securitización implican una definición o redefinición constante de amenazas sociales que, en el contexto latinoamericano, en el que prácticamente en el último tiempo no ha habido guerras entre Estados, apunta al enemigo interno. En este sentido, tiene cierto vínculo con lo que ha ocurrido con las dictaduras y la doctrina de la seguridad nacional, en la que se definía un enemigo que podía ser el comunista o el disidente político, y, por supuesto, las insurgencias o esas organizaciones político-militares que normalmente conocemos como guerrillas. Ahora esa definición de amenazas o de enemigo interno apunta a los sectores de la población que se involucran en las actividades de la economía criminal. Generalmente son personas que provienen de sectores populares; muchas veces, gente joven. Es lo que estamos viendo ahora en el caso de Ecuador con [el presidente Daniel] Novoa y hemos vivido en México, en Brasil, en Medellín y en otros lugares.
Incluso, discursivamente se genera una exclusión de la comunidad, la idea de que «esos» encarnan el mal, algo que ha redundado en justificar el asesinato de sectores poblacionales. Sucede tanto en México como en Colombia y en Brasil: si en un evento de violencia a balazos matan a un chico de entre 15 y 24 años –o incluso más joven– que proviene de los sectores populares, enseguida se dice que es porque seguramente este chico está involucrado en actividades de la economía criminal. Eso es complicado, porque en la medida en que las Policías son entrenadas por militares –y en general estos no están adoctrinados para resolver disputas dialogando, sino disparando–, esta idea promueve la violación de derechos humanos.
—En América Latina es común que los gobiernos usen a este tipo de Policías o a las Fuerzas Armadas bajo la estrategia de «guerra contra el narco»…
—Hay un argumento que se ha esgrimido en distintos contextos y es que, en efecto, estos grupos de la economía criminal, o por lo menos sus estructuras armadas, tienen un armamento diferente, con mayor capacidad que el de algunas Policías. Incluso acá en México se ha llegado a plantear que es un armamento superior al de las Fuerzas Armadas. Esto ha conducido a definir esta amenaza como algo cualitativamente diferente. Ya no serían grupos sicariales o células armadas con pistolas, sino que se plantea que en algunos contextos estos grupos de la economía criminal tienen incluso entrenamiento militar. En México, por ejemplo, es conocido el caso de los Zetas, que provenían de un grupo de élite del Ejército Mexicano. Esto ha sido parte de la narrativa.
Ahora, ¿qué pasa cuando este discurso de guerra se utiliza para contextos en los que el proceso no ha sido el mismo, contextos que están en otra fase o funcionan de manera diferente? La otra cosa es que esta respuesta a la sensación de inseguridad ha funcionado de manera muy eficaz para apuntalar ciertos proyectos de gobierno cuando flaquea su legitimidad, cuando, por ejemplo, en términos económicos, la cosa va mal. Es una agenda que se ha replicado tanto por gobiernos que podríamos reconocer reaccionarios o de derecha como por algunos gobiernos de los que hemos considerado progresistas. Ahí realmente no ha habido mucha diferencia.
—¿Ningún gobierno progresista abordó este tema de manera diferente?
—Hay, sí, algunas diferencias en la narrativa, e incluso en ciertas políticas. Cualquier persona que se identifique más o menos de izquierda plantearía que lo primero que explica toda esta situación es la desigualdad. Son las violencias estructurales y económicas del funcionamiento del capitalismo. Y ahí, por supuesto, muchos de estos gobiernos han apelado a la inversión social o a la redistribución de la renta para generar mejores condiciones para la población, sobre todo de los sectores populares.
Pero en términos de afrontar esta problemática en lo concreto, en lo tangible, ahí sí más o menos el repertorio ha sido similar. Ha habido pocos casos en los que se ha intentado proponer otro tipo de enfoque, pero tampoco resultaron fructíferos ni cambió la manera de afrontar la situación. Por ejemplo, en Río de Janeiro hubo un momento en los noventa en el que se reclutó a gente que venía de la academia que estudiaba estos temas para que tratara de hacer algo diferente, que combinara, por ejemplo, el fortalecimiento del tejido comunitario con algún tipo de Policía de proximidad, pero se ha llevado a cabo de manera poco eficaz. En América Latina se importó esta idea de la Policía de proximidad a partir de lo que ocurrió en Barcelona. Aquí hay un problema, porque siempre hay esta tentación, muy del Sur global, sobre todo de América Latina, de estar buscando en otros contextos respuestas a lo que está ocurriendo en nuestra realidad, y esto en muchas ocasiones no funciona, porque en efecto no tiene mucha relación con lo que nosotros vivimos.
Al final, se terminó optando, en el caso de Río y en otros lugares, por discursos de mano dura. En parte eso explica por qué ganó Jair Bolsonaro y por qué está Nayib Bukele, y por qué, incluso acá, en México, un gobierno como el de [Andrés Manuel] López Obrador, con todas las violaciones a derechos humanos cometidas por militares y policías, sigue sosteniendo un proyecto de militarización con muchísimo apoyo. Este es quizá de los elementos más preocupantes de todo el proceso: que estas medidas tienen un respaldo social importante. La gente necesita una sensación de orden.
—¿Qué implica que una sociedad se militarice?
—En el caso de México fue algo muy peculiar porque, básicamente, se sacó el Ejército a las calles. Y eso generó un efecto importante, porque tú te tienes que relacionar cotidianamente con alguien que está armado con rifles de alto poder, que además no es un actor con el que se pueda dialogar, tú tienes que acatar lo que te dice. Todo eso estuvo mediado por eventos muy lamentables, como familias con niños que no se detuvieron en un retén y las acribillaron. Y además de la militarización que viene por cuenta del Estado está esta otra que decíamos de los actores armados. Entonces, te tienes que mover con mucho cuidado, y eso es algo que va marcando el cuerpo, pero también las formas de relacionarse con las demás personas. Algo que es común en Colombia, en Brasil, en especial en los países del Triángulo Norte y en México: la naturalización de la violencia, que no es algo pasivo ni voluntario, es una estrategia de supervivencia de la población, que se acompaña con acostumbrarnos a que haya personas que son asesinadas todos los días. Insisto: el efecto de esta militarización en esas dos esferas, la institucional y la privada o paraestatal, genera todo tipo de efectos en la sociabilidad y en la subjetividad.
—En el libro hablás de la militarización social, bebiendo también de las teorías feministas que han estudiado cómo este fenómeno impacta en la vida cotidiana de las personas.
—Sí, la aproximación que han tenido las feministas es justamente considerar esas otras dimensiones que siempre fueron muy ignoradas por la academia, que son las de las emociones, lo que implica en la vida cotidiana… La afectación subjetiva política en un sentido también privado, que es otra cosa en la que han insistido mucho, de ya no separar lo público de lo privado. Por eso el libro se llama La vida entre cercos, porque es pensar un escenario en el que esta población está de alguna manera inerme ante la presencia de varios grupos armados, que además tienen lógicas patriarcales, jerárquicas, autoritarias, y se va reduciendo el espacio para la gente, en todo sentido. Una suerte de autoritarismo social, que tiene que ver con las prácticas del crimen organizado que remiten a una palabra que existe en castellano, la sevicia, la crueldad sobre los cuerpos. Lo vemos en lo que hacen estos actores en América Latina respecto a la gente de su propio sector social, una violencia muy descarnada sobre los cuerpos, en la que hay mutilaciones e instalaciones de crueldad en el espacio público. Ese también es otro efecto de esta militarización, que al final se basa en jerarquías, en establecer el abuso como una forma de relación legitimada.
—También señalás en el libro cómo esta militarización permea el lenguaje, tiene una dimensión estética.
—Sí, autoras argentinas señalan cómo la vida cotidiana y el lenguaje se van llenando de metáforas bélicas, de términos vinculados con armas, balas, operaciones militares, y una dimensión estética en términos de los sentidos de estar acostumbrado a convivir todo el tiempo con gente armada, en los barrios o en el transporte público.
En algunos lugares del Triángulo Norte de Centroamérica, pero también en Colombia y en México, estos líderes de los grupos de la economía criminal pueden, por un lado, relacionarse de manera forzada en términos sexuales con chicas muy jóvenes del barrio. También hay evidencias hemerográficas y etnográficas que demuestran cómo establecen: «Pues aquí no se va a aceptar que se vistan con minifaldas, o que se tiñan el pelo o que usen tatuajes o cosas de ese estilo». Y, por supuesto, también tiene un correlato hacia los hombres jóvenes y las infancias. El control del territorio favorece que se llegue hasta ese nivel de control sobre la vida y la muerte de las personas: toques de queda, si se pueden realizar fiestas o no en la línea del barrio o en la calle donde viven. Esa dimensión de la militarización social tiene que ver mucho con la soberanía de facto de estos territorios.
—¿Existen experiencias que hayan logrado abordar la violencia de una manera diferente?
—En México hay una experiencia muy rica de Policías comunitarias indígenas en Guerrero, pero no solamente de seguridad en términos patrimoniales, de defender la propiedad privada y la vida misma, sino que han apostado por proyectos de reivindicación de la lengua indígena, proyectos de salud, de educación; una visión de la seguridad mucho más comprensiva, más amplia.
Hay algo importante que siempre hay que calibrar para este tipo de análisis que es la presencia de los grupos armados en los territorios y las posibles respuestas respecto a esa presencia. Los procesos que en México han tenido mayor solidez y éxito son justamente los que tienen una apropiación del territorio, los de los pueblos indígenas o, en el caso de Colombia, pueblos indígenas y afrodescendientes. Pero por la forma como se ha perfilado la problemática en una región como América Latina, que es fundamentalmente urbana, con más del 80 por ciento de la población en las ciudades, eso se hace complicado. Porque en el ámbito urbano es más difícil fortalecer el tejido social y la apropiación del territorio. Esta es una de las deudas de la lucha social o de los movimientos y las personas a quienes nos preocupan estas violencias, porque además lo que están haciendo las estructuras de la economía criminal es justamente territorializar a partir de los expendios de estimulantes ilegales, irradiando ciertas actividades y su control.
—¿Y desde el Estado qué se puede hacer?
—Atajar el problema en otra parte de la cadena, incidir en que no lleguen los precursores químicos para las drogas sintéticas, pero no en la confrontación directa con los que expenden o con los consumidores. Esto también implicaría el tema del ámbito financiero. En el último informe de la Iniciativa Global contra el Crimen Organizado, la actividad más importante de la economía criminal y del crimen organizado son, justamente, los delitos financieros. Y después vienen la trata de personas, el tráfico de migrantes, y por ahí los mercados de cannabis, de cocaína, de heroína… Todo eso ya está en el Protocolo de Palermo [contra la delincuencia organizada transnacional], pero no se está llevando a la práctica. Además, otra cosa que dice este informe es que los Estados son los principales impulsores de las actividades del crimen organizado. Entonces, más allá de que suscriban acuerdos o haya narrativas de cómo lo van a hacer, si son los mismos que están impulsando estas actividades, es difícil pensar que haya en este momento las alternativas o las respuestas necesarias.
1. Disponible en la web Libros UNAM Open Access.