Difícil decirlo mejor: «No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país, no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida», escribió Juan Gelman en Bajo la lluvia ajena. Y, sin embargo, el exilio también puede ser ocasión de una tarea, de una tarea colectivamente asumida, de aquellas que en el siglo XX los rojos de este mundo llamaban internacionalismo.
Así vivieron su destierro, por ejemplo, los más de 40 uruguayos que integraron la brigada comunista que actuó en Angola entre 1977 y 1984. El acuerdo que la formó se selló en Moscú entre el secretario general del Partido Comunista del Uruguay (PCU) Rodney Arismendi y el presidente angoleño António Agostinho Neto, que cultivaban una relación fraterna por lo menos desde la Conferencia Tricontinental de La Habana de 1966.
La república africana guerreaba entonces por su independencia, atacada por las fuerzas regulares de la Sudáfrica del apartheid, la de los bóer y las guerrillas del Frente Nacional para la Liberación de Angola y la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA), sostenidas por Estados Unidos.
Pero los uruguayos no iban a matar ni a morir, aunque alguno haya tenido que tirar ocasionalmente algún tiro. El mecánico Juan Pedro Bubby Baggio, pongamos por caso, se dedicó a que no faltara la energía eléctrica, aplicando su oficio a reparar los generadores que la UNITA volaba una y otra vez. A Nilda Iglesias (maestra), Luz Diez (psicóloga social) y Carmen Decia (asistente social), entre otras y otros, les tocaba la misión que al pedagogo ruso Antón Makárenko le cupo después de la revolución bolchevique y la guerra civil: ayudar a encontrar su camino a los niños y los adolescentes cuya vida había sido arrasada por la guerra. Y aunque cargaba un kalashnikov, Rolando Rolo Rossi cumplía una tarea que suena insólita en aquella circunstancia: restaurar la Capela de Casa Grande, en el Morro da Cruz, en Luanda. En tiempos del coloniaje, las personas esclavizadas, tras ser marcadas en la falda de aquel cerro y antes de ser embarcadas rumbo al nuevo mundo, eran «cristianamente» bautizadas en esa capilla, en la que hoy funciona el Museo Nacional de la Esclavitud. Y así, cada cual según su capacidad, contribuían aquellos uruguayos con las necesidades de una Angola que se quería construir independiente y socialista.
Parte de esta historia ya había sido contada. Roberto López Belloso destaca los trabajos que Carmen Decia, Luz Diez y Jaime Yaffé escribieron al respecto. Estudios sobre el exilio uruguayo y el de Álvaro Rico acerca del PCU en la clandestinidad le destinaban algunas líneas. El propio López Belloso había publicado una crónica sobre el caso en la revista de «periodismo narrativo» Quiroga.
«Pero yo creo que esta historia necesitaba seguir siendo contada. Sigue siendo desconocida, no solo para la sociedad en su conjunto, sino incluso para aquellos que se interesan en el período de la dictadura, la resistencia, la cárcel y el exilio, por esos temas que llamamos de “la memoria”», explicó López Belloso a Brecha.
De esa convicción nació Hijos de África, que el autor presentó recientemente y que reconstruye aquel itinerario sobre la base de decenas de entrevistas con los propios brigadistas y consultas bibliográficas, de prensa y otras fuentes, entre las que conviene destacar los archivos cubanos desclasificados del período de la Guerra Fría que el Wilson Center ha puesto a disposición pública (especialmente de la colección titulada «New Documents from the Closed Cuban Archives. Cold War International History Project»), así como al archivo angolano Lúcio Lara.1
Esa documentación es la que permite que el autor sitúe a los brigadistas en un contexto indispensable. Porque entonces, como le contó Luz Diez a López Belloso, «Angola era una Babel. Estaba todo el mundo socialista de la época. Búlgaros, polacos, checos, soviéticos. A nivel individual había chilenos y dos o tres argentinos. Pero solo los uruguayos y los cubanos estábamos de manera organizada».
Los cubanos, especialmente, eran la fuerza militar más consistente con la que contaba la república africana. Su presencia desbordaba el ámbito militar y resolvía parte de los problemas que el emergente Estado no alcanzaba a atender. Naturalmente, la voz de los cubanos importaba mucho en aquella sociedad y López Belloso muestra que lo que tal voz decía no era exactamente lo mismo que lo que sostenía ese otro aliado poderoso que era Moscú. Incluso apoyaron a facciones distintas en los debates internos de los angoleños. Los uruguayos no se alinean en esas querellas, pero esas alternativas, así como las de la guerra, trazan los marcos dentro de los que se mueven.
Pero hay más todavía en Hijos de África. Porque aquellos brigadistas tenían sus hijos, ya los tenían o los tuvieron en esos años, y López Belloso también conversó con ellos. Entre uruguayos, la importancia de esto quizá no requiera mayor explicación. Casi todos tenemos una bisabuela gallega, un hermano sueco, un nieto español y hasta un primo yanqui que vio desde la tribuna la victoria de Charlotte.
Los diálogos del autor con los hijos de los brigadistas permiten, entre otras cosas, aproximarse a la forma singular de construir su uruguayidad de aquellos niños y adolescentes que vieron juntos el Mundialito de 1980 porque el único canal de Angola lo transmitió en directo, y también había un solo aparato de televisión en esa suerte de familia extendida que era la brigada. Y aproximarse a ese exilio tan distinto, sin gringos racistas ni infinitos días grises, pero en el que «el problema grave de verdad era el agua», en el que «lo bravo eran las proteínas», en el que «las verduras casi no existían», porque Angola «es el lugar donde se te van las ganas de hacerte problema por cosas menores», según dijo a López Belloso Mónica Wodzislawski. Uno de aquellos lugares donde parecía estarse haciendo la revolución.
Este libro recuerda también cómo aquella idea de revolución hizo delgado ese Atlántico que hoy mantiene a los uruguayos tan distantes de lo que sucede en África, tan olvidados de que casi siempre tenemos también un tatarabuelo que vino de allí. Hace más de 30 años que implosionó la gigante roja. Hijos de África es parte de esa radiación de fondo que prueba que su brillo no fue cuento.
López Belloso es periodista desde siempre y de los buenos. Fue secretario de redacción de este semanario. Ahora está a cargo de la edición uruguaya de Le Monde Diplomatique. Además, es un gran poeta, aunque los títulos de sus libros finjan que reúne versos encontrados aquí o allá.
1. Disponibles en wilsoncenter.org y en tchiweka.org, respectivamente.