Un día le pasó a ella y quizás por eso mismo todos conocimos por fin el crudo backstage de uno de los deportes más admirados de los Juegos Olímpicos. No podía ser: Simone Biles, la multicampeona olímpica, la que había logrado una gloria inusitada en un deporte vedado para los de su raza, la que bautizó ejercicios inéditos para una mujer, se retiraba de una final por problemas de salud mental. Fue en Tokio, en 2021, durante un intento de domar al potro, cuando los twisties surcaron su cabeza. Y también ahora sabemos que eso que la dejó fuera de combate entonces alude en inglés, y no sin ironía, a otro tipo de giro (twist), uno que viene de las profundidades de la psiquis. Una suerte de desdoble entre el cuerpo y la mente, un bloqueo que provoca una total desorientación espacial y es muy peligroso para estos deportistas, porque a las alturas y las velocidades en las que se mueven se exponen a sufrir peligrosas caídas. No solo pueden lesionarse, sino también morirse. La posibilidad de ese resultado fatal queda en evidencia en el documental Simone Biles vuelve a volar (2024, disponible en Netflix). El retiro fue un antes y un después para los deportes de alto rendimiento.
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La sensación de observar gimnasia artística es ambigua. Es la experiencia de sumergirse en algo prodigioso, pero también en una escenificación extraña en la que chicas, a menudo con rostros y cuerpos de prepúberes, son exhibidas como joyas de la corona, custodiadas por individuos altos y fornidos. Todo era aún más inquietante, aunque no nos diésemos cuenta, en la era de las flacas gimnastas de América y las secas, austeras soviéticas, tiempos de guerras frías disputadas también en los campos olímpicos.
Paréntesis: ese registro político, siempre presente, hoy es bastante más asordinado, pero más hipócrita. Así, las delegaciones rusas están ausentes en París por una absurda decisión de un Comité Olímpico Internacional que no se despeina con la contradicción de excluir al equipo del país de Vladímir Putin por la guerra de Ucrania sin hacer lo mismo, por ejemplo, con la delegación del país de Benjamin Netanyahu. Un castigo político selectivo que solo afecta a deportistas que nada tienen que ver.
En estas reminiscencias geopolíticas, la claudicación de Biles en Tokio, en su calidad de heroína de la superpotencia del norte, no fue menor: los comentaristas machacantes del sueño americano y el hipernacionalismo a lo Rambo no tardaron en definirla como perdedora, débil o desertora. Entonces, el placer de mirar sus exhibiciones se hizo por momentos tortuoso. Casi que una contracara del relax transmitido por las surfistas de la sede olímpica de Tahití, no exentas de terminar escrachadas contra los arrecifes, pero lánguidas y pacientes a la espera de que la playa del ultramar francés les concediera una ola. Ahora, gracias a Simone, para bien y para mal, somos mucho más conscientes de la tremenda presión (o prisión): el implacable jurado de siempre; el inmenso estadio, aunque más pro que en otros tiempos, colmado; los teleobjetivos al costado de cada aparato, el espacio inundado de drones y cámaras ultrasensibles. En directo, el mundo pareció contener el aliento ante cada pirueta de Biles, sobre todo en los aparatos que le resultan más hostiles: el caballo y las barras asimétricas. Pero esta vez, en París, ella no se fue, y con sus 27 años volvió a cargarse de oro: campeona por equipos, en el all-around e incluso en el potro traicionero.
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Joan Ryan, autora del libro Little Girls in Pretty Boxes (1995) se declaró incapaz de volver a ver gimnasia olímpica después de haber documentado el historial de abusos en este deporte. Su trabajo fue una demoledora denuncia contra la Federación de Gimnasia de Estados Unidos, dedicada en los años ochenta y noventa a priorizar el éxito a expensas de un régimen marcial, con un trasfondo de trastornos alimenticios, problemas mentales y lesiones invalidantes de por vida.
Tres décadas después confesó que Simone la hizo regresar al vicio: su partida fue «impactante porque nadie más en la gimnasia se había levantado y dicho: “Basta. En este momento, esto es suficiente y necesito cuidarme sin importar lo que todos quieran de mí en el escenario más grande del planeta”» (CNN, 4-VII-23). En la docuserie de Netflix no solo se describe la aparición de los twisties, sino también los efectos de algo con secuelas todavía ignoradas para todos nosotros: la pandemia. Biles se vio abrumada por la rutina diaria de hisopados, entrenamientos con tapabocas y alejamiento de su familia. Simplemente, colapsó. Sin embargo, en 2023, creció de nuevo en su interior, luego de sesiones semanales de terapia, otra convicción: «No me puedo retirar así». El episodio siguiente es por todos conocido: volvió a ser la GOAT, la más grande de todos los tiempos.
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El cierre de Biles es de una épica soñada, tan poderosa que es capaz de dividir mi predilección, antes decididamente volcada hacia Rebeca Andrade. Al terminar estas líneas, la brasileña se quedó con el oro en piso y provocó la icónica reverencia de sus colegas del norte: la foto de la deportividad –o sororidad– perfecta. Es que en el caso de Biles hay varias dimensiones políticas que trascienden el oro de las medallas y de sus cuentas bancarias. No solo abrió la discusión sobre la salud mental en contextos de excelencia, trascendiendo los límites del deporte, sino que ayudó a modificar un entorno abusivo y patológico. Poco después de su retiro, junto con más de 100 atletas, Biles denunció la omisión del FBI en la investigación de los abusos sexuales del médico Larry Nassar, hoy condenado judicialmente. Entre ellas estuvo también Gabrielle Douglas, la primera medallista de oro negra en el all-around individual de la historia olímpica (Londres 2012). El médico recién fue arrestado un año y medio después de las denuncias. Ante el Senado, Biles criticó a «todo un sistema que permitió y perpetuó el abuso».
La peripecia de Simone supone también una fuerte reivindicación de los derechos de los competidores afro en un deporte en el que existía una discriminación casi absoluta. Las atletas brasileñas dan fe de ello: las medallas que obtuvieron en Tokio supusieron un revés para quienes vociferaban en Brasil que la gimnasia artística no era un deporte para los negros. Otro de los grandes giros que imprimió Biles es el haber desterrado el estereotipo de que el podio era solo para las más jóvenes, algo que no solo ella echó por tierra, sino también Andrade, que en París se llevó cuatro medallas con 25 años.
Pero Biles anda clarita en todo y se mandó en los últimos días otra pirueta. Cuando Donald Trump intentaba desenredarse de unas declaraciones antimigratorias –había alegado que desde las fronteras entraban masivamente a los Estados Unidos a copar los «empleos de los negros» (black jobs)–, la campeona remató desde su cuenta de X: «I love my black job» («Amo mi trabajo de negra»). Una todoterreno.