Nagasaki, Hiroshima y Gaza: Memoria del fuego - Semanario Brecha
Nagasaki, Hiroshima y Gaza

Memoria del fuego

En el reciente aniversario del lanzamiento por Estados Unidos de dos bombas atómicas sobre Japón, el alcalde de Nagasaki se negó a invitar al acto al embajador de Israel, a pesar de las críticas que recibió por esa decisión. En un contexto de creciente militarización, la memoria todavía alimenta resistencias a las masacres.

Manifestación pro-Palestina, en Japón. AFP, RICHARD A. BROOKS

Las bombas que cayeron hace casi 80 años sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki –la Little Boy el 6 de agosto de 1945 sobre la primera y la Fat Man tres días después sobre Nagasaki– cambiaron para siempre la manera de concebir las guerras. Se sabría desde entonces que un puñado de hombres operando a la distancia desde un avión podría borrar del mapa una ciudad entera y a sus cientos de miles de habitantes. Y, con la potencia adecuada, acabar con buena parte de la vida sobre el planeta. Décadas después llegarían los drones, la inteligencia artificial aplicada a la guerra…

A las 8.15 del 6 de agosto de 1945, en el momento mismo en que la Little Boy, con su carga de 63 quilos de uranio enriquecido, lanzada desde unos 10.500 metros de altura por el bombardero Enola Gay, explotó sobre Hiroshima, decenas de miles de personas murieron abrasadas. Otro tanto sucedería en la mañana del jueves 9 de agosto en Nagasaki tras la explosión del segundo artefacto atómico, Fat Man, cargado con 6,2 quilos de plutonio 239 y transportado por el bombardero Bockscar. Nunca se supo exactamente a cuántas personas aniquilaron los artefactos concebidos por el físico neoyorquino Robert Oppenheimer en el Laboratorio Nacional de Los Álamos del Departamento de Energía de Estados Unidos en el marco del llamado Proyecto Manhattan. A los muertos en el acto, calculados entre 120 mil y 160 mil en las dos ciudades, se les sumaron muchas decenas de miles más en los años siguientes, víctimas de las radiaciones. El Departamento de Energía estadounidense dijo tiempo después que en cinco años los fallecidos «podrían haber alcanzado o incluso superado los 200 mil, debido al cáncer y a otros efectos a largo plazo». En Japón hablaron del doble.

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Durante mucho tiempo –hasta hoy incluso– el relato dominante sobre las razones que llevaron a Estados Unidos a descargar sobre las dos ciudades japonesas un arma de destrucción masiva tan terminal estaba basado en que se trataba de un «mal necesario» para acabar de una vez por todas con una Segunda Guerra Mundial que parecía interminable y forzar a Japón a seguir el camino de sus aliados, la Alemania nazi y la Italia fascista, y rendirse. El emperador Hirohito ya había dado, sin embargo, signos de su deseo de capitular desde al menos un mes antes y se lo había comunicado al británico Winston Churchill y al estadounidense Harry Truman. En una nota escrita en setiembre de 2002 para el mensuario francés Le Monde Diplomatique, el escritor y periodista británico John Berger recordaba la situación inmediatamente previa al lanzamiento de Little Boy y Fat Man. «Setenta de las mayores ciudades de Japón ya habían sido destruidas por el fuego tras bombardeos con napalm. En Tokio, un millón de civiles estaban a la intemperie y 100 mil habían muerto. Habían sido –para retomar la expresión del general de división Curtis Lemay, responsable de estas operaciones de bombardeos con fuego– “asadas, hervidas y cocidas hasta morir”. El hijo y confidente del ya expresidente Franklin Roosevelt había declarado que los bombardeos deberían continuar “hasta que se haya destruido aproximadamente la mitad de la población civil japonesa”. El 18 de julio, el emperador de Japón telegrafió al presidente Harry S. Truman, que había sucedido a Roosevelt, para pedir una vez más la paz. Su mensaje fue ignorado. Unos días antes del bombardeo de Hiroshima, el vicealmirante Arthur Radford se jactaba: “Japón terminará siendo una nación sin ciudades, un pueblo de nómadas”.» Hacia fines de 1946, una investigación sobre estos «bombardeos estratégicos» desarrollada en el propio Estados Unidos admitía que los ataques nucleares no eran necesarios para la rendición japonesa.

Washington intentó por unas semanas instalar la idea de que los bombardeos habían apuntado fundamentalmente a blancos militares. «Hace 16 horas –se limitó a comunicar en la noche del 6 de agosto de 1945 el presidente Truman– un avión estadounidense lanzó una bomba sobre Hiroshima, importante base militar japonesa.» Unos días después, Leslie Groves, un general que fungía como director militar del Proyecto Manhattan, llegó a decir ante el Congreso de su país que las radiaciones de plutonio y uranio no generaban «ningún sufrimiento excesivo» y que, en todo caso, «proporcionaban» a sus víctimas «una manera muy agradable de morir».

Los primeros testimonios sobre el horror llegaron en setiembre de 1945, al mes de los ataques, de la mano del periodista australiano Wilfred Burchett, que recorrió un hospital de campaña instalado a las apuradas en Hiroshima para atender a los heridos. Luego se irían acumulando. Y se irían también conociendo los entresijos de la fabricación de la bomba, los debates que acompañaron el proceso –el consejo de Albert Einstein a Oppenheimer de que no siguiera adelante con el proyecto: «Ahora es tu turno de lidiar con las consecuencias de tu logro»; el posterior arrepentimiento de Oppenheimer y su enfrentamiento con Truman: «Tiene las manos manchadas de sangre»– y los detalles de la formalización de los primeros acuerdos entre grandes empresas industriales (Monsanto, DuPont) y el Pentágono que darían nacimiento al complejo militar industrial estadounidense. Y fundamentalmente las verdaderas razones detrás del lanzamiento de Little Boy y Fat Man. Entre ellas, que la operación le sirvió a Estados Unidos para plantarse definitivamente como la potencia dominante, ante sus enemigos, pero también ante sus aliados. El «arma absoluta», como la llamaba Truman, sería desde entonces una piedra angular de la diplomacia washingtoniana.

«Cuando, el 11 de setiembre de 2001, vi en la televisión los videos [de los ataques a las Torres Gemelas por Al Qaeda], en seguida me vino a la cabeza Hiroshima», escribió Berger, que al terminar la Segunda Guerra Mundial ya había pasado los 18 años. Al británico le parecía que, más allá de las diferencias notorias, «de escala y de contexto», entre un acontecimiento y otro, un rasgo los unía: haber marcado a fuego el comienzo y el fin de una época. «Las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki anunciaron que Estados Unidos se convertía en la suprema potencia militar del mundo. El ataque del 11 de setiembre anunció, a su vez, que esa potencia ya no gozaba de invulnerabilidad en su propio suelo.»

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Estados Unidos ha sido el primer y único país en haber atacado con bombas nucleares. Y los japoneses, los primeros en haber probado sus efectos en su propia piel. No los únicos. Casi una década después de Hiroshima y Nagasaki, en 1954, la potencia norteamericana hizo un ensayo en el atolón Bikini, en las Islas Marshall, sobre el océano Pacífico, y detonó una bomba de hidrógeno (se la llamó Castle Bravo) de una potencia 1.000 veces superior a la de Hiroshima. Bikini estaba deshabitado, pero no así otros atolones situados entre 150 y 200 quilómetros de allí, cuyos pobladores fueron alcanzados por la nube radiológica; también la tripulación de barcos pesqueros japoneses que navegaban por esas aguas. Poca gente comparada con los cientos de miles de las dos ciudades emblemáticas. Suficientes para comprobar el espanto.

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Con el transcurrir de los años, varios otros países lograron fabricar sus propias armas nucleares y se convirtieron en árbitros de un eventual desastre final. Entre ellos, las potencias ganadoras de la Segunda Guerra Mundial. Mientras duró la Guerra Fría, ese apocalipsis producto de la voluntad humana quedó encapsulado en los marcos de un enfrentamiento que tenía sus reglas, sus negociaciones, sus tratados. Caído el muro de Berlín, ese marco desapareció. Antes y después, al club de los detentores de las armas atómicas se fueron sumando actores considerados en Occidente como «Estados fallidos», poco confiables o integrantes del Eje del Mal y otros a los que ve con buenos ojos: Corea del Norte, Pakistán, India. Washington sospecha que Irán también ya es, o está a punto de ser, parte de ese grupo. Israel nunca ha anunciado si pertenece o no al restringido colectivo, pero son bastante fehacientes los datos que lo sitúan efectivamente en él. La ONG basada en Washington Nuclear Threat Initiative estableció en abril pasado que Israel tendría un mínimo de 90 ojivas nucleares y suficientes reservas de plutonio como para fabricar entre 170 y 278 armas nucleares. Uno de los integrantes del actual gobierno israelí amenazó, en noviembre del año pasado, con borrar del mapa la Franja de Gaza con un bombazo atómico. A confesión de parte… Pero Israel es un amigo dilecto de Occidente en Oriente Medio.

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Todos los años las autoridades municipales de Hiroshima y Nagasaki recuerdan el desastre con actos a los que suelen invitar a delegaciones de los países con los que Japón mantiene relaciones diplomáticas. Este 2024, para el 79.o aniversario de los bombardeos, en Nagasaki la ceremonia fue especial: el alcalde de la ciudad, Shiro Suzuki, decidió dejar de lado al embajador de Israel. Quería que se desarrollara en una «atmósfera pacífica» y la presencia israelí en un acto que «tiene por fin primero oponerse a la guerra» no sería la más adecuada en momentos en que el país dirigido por Benjamin Netanyahu está llevando a cabo una matanza planificada en la Franja de Gaza. Suzuki sí invitó a la ceremonia a una representación de la Autoridad Nacional Palestina. En solidaridad con Israel, Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Canadá y Alemania (integrantes, junto con Japón, del Grupo de los Siete) decidieron no asistir al acto con representantes de «alto nivel», como Francia, o simplemente no ir. «Está politizado», dijo el embajador de Estados Unidos en Tokio, Rahm Emanuel. París comentó que la ausencia de Israel era «lamentable y cuestionable». La representación de la Unión Europea como conjunto pretextó «problemas de agenda» para no asistir y Australia tampoco envió delegación. Gran Bretaña lamentó que la decisión del alcalde de Nagasaki «establezca una comparación infeliz y equívoca entre Israel y Rusia y Bielorrusia», los otros dos países que están excluidos de los actos conmemorativos desde la invasión a Ucrania de comienzos de 2022.

El alcalde de Hiroshima, Kazumi Matsui, no siguió los pasos de su colega de Nagasaki. Invitó al embajador de Israel y no a los palestinos. Aun así, en su discurso habló de «la necesidad de un alto el fuego ya en Gaza».

En las dos ciudades existe un fuerte movimiento pacifista. En Hiroshima hubo movilizaciones contra la decisión del alcalde Matsui de incluir al embajador de Israel en la ceremonia del 6 de agosto. En los dos actos participaron descendientes de los hibakusha, los sobrevivientes de los bombardeos de 1945. También hubo algunos hibakusha. Entre ellos, Kikuyo Nakamura, una mujer de casi 100 años que tenía 21 cuando la bomba atómica cayó sobre Nagasaki, quien le dijo a la publicación online de Al Jazeera AJ+ que llora todos los días «por la gente de Gaza», por los niños que allí mueren por las bombas, las enfermedades y el hambre, por todos los que escapan hacia no se sabe dónde.

Japón

De la «renuncia a la guerra» al octavo mayor ejército del mundo

Desde 1947, según el artículo 9 de su Constitución, «el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como derecho soberano de la nación y a la amenaza o al uso de la fuerza como medio de solución en disputas internacionales». Las constituciones suelen ser papel mojado y hace ya muchos años que el país del sol naciente se está rearmando al nivel de los más pintados. De acuerdo con el índice Global Firepower, que en su página web se define como «un sistema que analiza cada año las Fuerzas Armadas de los países por la cantidad y la variedad de equipos que poseen», en 2023 Japón ya contaba con el octavo ejército más poderoso del planeta, y la tendencia es que siga trepando en la escala. El gasto militar crece continuamente desde hace 12 años, cuando el gobierno del primer ministro liberal Shinzō Abe, asesinado en 2022, resolvió que Japón debía dar un salto en la materia, lo mismo que terminó haciendo tiempo después Alemania, otro de los países derrotados en 1945 y que supuestamente habían desterrado la idea de participar en nuevas guerras. En el último presupuesto aprobado por el parlamento nipón, el rubro de defensa fue de los que más aumentaron, hasta alcanzar los 50.000 millones de dólares, el más alto de su historia. La intención del gobierno de Fumio Kishida, otro liberal, es que para 2027 el presupuesto de defensa represente el 2 por ciento del producto bruto interno, en línea con los planes que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) fijó para sus miembros. De hacerlo, Japón pasaría a estar entre las cinco potencias con mayor gasto militar. Japón no integra la OTAN, pero el año pasado decidió abrir una oficina de la alianza en Tokio e «intensificar las relaciones entre ambas partes», según dijo Kishida. La idea del primer ministro es ubicar cada vez más a Tokio bajo el ala protectora de Estados Unidos y sus aliados, y hacia allí –y hacia una militarización creciente– lo encaminan la Estrategia Nacional de Seguridad, la Estrategia Nacional de Defensa y el Programa de Adquisiciones de Defensa, adoptados a fines del año pasado. Hasta hace no tanto, el enfoque dominante en la materia era defensivo y se limitaba al marco de su propio territorio. No calzaba con los objetivos de Washington, que a cambio de su «protección» pretende que Japón se implique cada vez más en sus planes de «contención» a China y aumente su asistencia militar a Taiwán, Corea del Sur y otras naciones aliadas de la región Asia-Pacífico. Hace un año, Kishida participó en una cumbre tripartita en Washington junto a los presidentes de Estados Unidos y Corea del Sur, Joe Biden y Yoon Suk-yeol, en la que se habló sobre esos temas. Con Estados Unidos, Japón está integrado en otra alianza, la Quad, de la que también forman parte Australia e India, y que apunta, igualmente, a contener a Pekín. En 2023 Kishida agradeció a Estados Unidos «por todo lo que hizo» por su país desde 1945. Fue en el anterior aniversario del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki por aviones de la US Air Force. Hay quienes hablaron de síndrome de Estocolmo.

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