La ausencia de perspectivas alternativas en el campo de la seguridad pública: La seguridad y los cuatro ojos - Semanario Brecha
La ausencia de perspectivas alternativas en el campo de la seguridad pública

La seguridad y los cuatro ojos

Ojo ciego. El presente nos marca una cantidad de problemas que se anudan. El delito, la violencia y la inseguridad han llegado a extremos, y ya casi no vemos las novedades emergentes (confundimos la baja de algunos delitos con fallas de registros o con cambios en la actividad criminal) ni el entrelazamiento de dinámicas. Creemos que son problemas en sí, autónomos, acotados al manejo técnico y a la respuesta institucional especializada. A veces –las menos– asumimos que son meros asuntos derivados de factores estructurales. Negar la estructura, o mencionarla sin más análisis, es parte de una ceguera que, sin embargo, reproduce discursos de una alta incidencia y soporta una insistencia política que machaca sobre los mismos puntos: Policía, operativos, allanamientos, penas, encierros. Algunos hacen de su ceguera su propia razón de existencia. Otros quieren existir a fuerza de jurar y perjurar que ellos también saben cómo reprimir. La hegemonía conservadora, el consenso punitivo, ha llegado a su mayor nivel de condensación. Por arriba y por abajo, nadie se sale del guion. Para no perder posiciones, se dice lo que se espera escuchar. Definimos el problema con tonos sombríos, promovemos una imagen profesionalista y severa, confiamos en las respuestas eficientes e inteligentes. Salirse del libreto, aun con ideas de prevención propias de los noventa, se paga caro. Siempre los que creen tener de su lado la razón represiva son los que se arrogan el derecho al menosprecio. Y en seguridad, lo que predomina es el menosprecio, tanto en formato cuartelero como tecnocrático.

El ojo ciego es aquel que cancela la reflexión amplia y sistemática para priorizar solo las demandas de poder. Pero construir poder político y técnico en el campo de la seguridad es un objetivo de alcance menor, episódico y solo anclado en expectativas políticas individuales. Ese juego es de tal magnitud que hace años que hacemos lo mismo, y aquí estamos, a la espera de los cambios que nos conduzcan al mismo lugar.

Ojo melancólico. En el panorama actual, es difícil encontrar perspectivas alternativas en seguridad. Tal vez este sesgo hegemónico sea un rasgo más general que atrapa a todo el campo social y económico. En Uruguay hace ya mucho tiempo que no se discute sobre alternativas para la seguridad y la integración social. Hubo un espacio de resistencias que se fue conformando desde la recuperación democrática hasta la crisis socioeconómica de principios de los dos mil. No sin retrocesos, como se marcó con el consenso político en torno a la ley de seguridad ciudadana de 1995. Algo de esa acumulación permeó los impulsos del primer gobierno del Frente Amplio (2005-2009), pero claramente no fue suficiente. Es posible que esa alternativa tuviera en sus bases muchos problemas teóricos, metodológicos y políticos.

Lo cierto es que hubo un margen de posibilidad para modelar perspectivas diferentes sobre la seguridad. Lo que no hubo fueron liderazgos ni estrategias, y los pocos intentos naufragaron por el peso de las resistencias, entre otras, las del realismo acomodaticio de potenciales aliados. Pero las alternativas se fueron desdibujando fundamentalmente a golpes de dinámicas estructurales que estrecharon los espacios de posibilidad. La gravitación social de los problemas y el juego estratégico de otros actores son los que han edificado la realidad actual. El criterio que se utilizó a partir de 2010 consistió en hacer lo que las demandas piden, para, de esa manera, estar más cerca de recoger adhesiones de las grandes mayorías. Los resultados de esa opción están a la vista.

Los derechos humanos, la violencia institucional, la ley de humanización del sistema carcelario, las penas alternativas, la prevención del delito, la participación ciudadana, la regulación de los mercados de drogas, los argumentos del no a la baja y los del no a la reforma, la centralidad de la violencia de género, la modernización del sistema de seguridad. ¿Es posible apoyarse en todo esto? ¿En qué dirección hemos ido en los últimos 20 años? ¿Ya no creemos en ello? ¿O creemos en silencio culposo, pues tenemos que hacer cosas distintas por necesidad?

Ojo reflexivo. Nuestra realidad de los últimos 15 años se caracteriza por dos procesos cruciales. En primer lugar, hubo crecimiento del delito en contextos de mejoras sociales. Ya hay muchos abordajes sobre esto y muchas ideas para poner en juego, aunque todavía faltan argumentos contundentes para entender el caso uruguayo. En segundo lugar, hubo consensos sobre el problema, se usaron instrumentos y se crearon normas, se hicieron reformas, hubo inversión, se le dieron facultades a la Policía, hubo política criminal incapacitante, etcétera, y nada de todo eso resultó suficiente. ¿A nadie le llama la atención?

La violencia y el delito tienen sus orígenes, y también sus dinámicas, y a su vez sus respuestas. Cuando esas respuestas se diseñan y ejecutan solo para controlar algunas dinámicas, los problemas aparecen. ¿Por qué ha ocurrido así? Porque las respuestas, en realidad, han ido modelando las dinámicas (reguladas o desbordadas), y estas, al mismo tiempo, han agravado las condiciones de origen. Las desigualdades sociales están en la base de las violencias, pero las violencias también reproducen, amplían y consolidan las propias desigualdades. Los intercambios económicos y los mecanismos para la obtención de recursos son el sostén de los marcos de interacción en espacios de alta precariedad, y es aquí donde aparece el Estado en su rol problemático. Seguimos pensando el Estado desde una abstracción normativa (la ley), pero no desde sus prácticas reales.

Seamos más concretos y analicemos algunas variables decisivas. Nuestra sociedad también ha transitado por esa «revolución silenciosa» del control que tiene en su centro la expansión de la videovigilancia y la seguridad privada. Este proceso inexorable ha carecido de neutralidad, al reproducir la desigualdad y la segregación urbanas, ya que protege los espacios más integrados. Aunque no existen estudios concluyentes, hay buenas razones para sospechar que estos dispositivos de control situacional han reconfigurado el delito mediante nuevas formas de desplazamiento territorial.

Al mismo tiempo, emergen economías ilegales, y se consolidan mercados, formas de reclutamiento y nuevas modalidades criminales que activan la violencia y la inestabilización de varias zonas de la ciudad. El delito y la violencia se territorializan y se afincan justamente en los espacios de marginalidad. Como respuesta a esto, la Policía también se expande, se militariza, se vuelve más focalizada mediante las estrategias de georreferenciación y ejecución de operativos. El operativo policial pasa a ser el gran significante de toda la política de seguridad. Por su parte, las dinámicas cotidianas de control blando mantienen su rutina sobre la base de la selectividad, la violencia y la discriminación. El resultado de todo eso es la fragmentación de los mercados criminales y el aumento descontrolado de la violencia, bajo formas de regulación que todavía no han podido ser estudiadas en profundidad para el caso uruguayo. Cuando se habla de recuperar territorios, no hay que perder de vista que ya hay territorios intervenidos bajo una modalidad de policiamiento que no logra –por su propia lógica– romper los equilibrios en dirección a los procesos de pacificación e integración sociales.

Por último, no podemos olvidar el encierro y las políticas de incapacitación que con tanta constancia hemos construido a lo largo de décadas. Muchos están convencidos de que el aumento de la población carcelaria es producto directo del aumento de la eficacia policial. Es cierto que en el tema carcelario hay un poco más de conciencia sobre los efectos negativos de esta política y la imposibilidad de una gestión que garantice mínimos de dignidad. Pero, mientras nadie esté dispuesto a revisar el complejo entramado legal que sostiene la política criminal, la cárcel seguirá siendo uno de los principales factores criminógenos. En definitiva, todo esto es lo que hemos puesto en práctica durante las últimas décadas. Aquí está el resultado más genuino de un consenso y una política de Estado.

Ojo avizor. Podemos decir que necesitamos herramientas, que hay que hacer foco en el narcotráfico, que volverán el PADO (Programa de Alta Dedicación Operativa) y los operativos inteligentes, que se pondrán los mejores hombres, que ahora todos han fracasado y que llegó la hora de la humildad; podemos decir eso y otras cosas, pero la sensación de impotencia política seguirá su marcha. Hay algo mucho más determinante que lo condiciona, y es la capacidad de la propia política para introducir cambios sociales y económicos. Ya no acumulamos bajo la idea de puntos de conflictos, sino más bien bajo la pretensión de puntos de equilibrio. La promesa de equilibrio, es decir, que todo quede como está, es lo que gobierna, y a veces queda oculta bajo el ruido de la polarización, de la negación del otro. Queremos que el otro no esté, pero solo para timonear esos puntos de equilibrio. Mientras tanto, la integración social, la redistribución radical, la transformación de las prácticas institucionales, la incorporación de las demandas profundas de los territorios, la promoción de conocimientos situados, la ruptura de equilibrios violentos y la priorización de proyectos de vidas dignas siguen a la espera de ser percibidos como los asuntos verdaderamente urgentes.

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