Que los ojos de los desaparecidos les persigan a donde vayan,
y que el llanto de sus madres no les deje dormir
Frase popular de las familias en búsqueda en México
Si miramos la historia de nuestros desaparecidos desde una perspectiva común, latinoamericana, vemos cómo se ha tejido un manto de criminalización sobre las víctimas, promovido desde el poder y replicado acríticamente por la prensa. Me refiero a ese famoso «algo habrán hecho» que alimentó al Uruguay de la democracia tutelada, con el que cientos de anónimos replicaron una sensibilidad que dejaba al otro por debajo de sí, mientras lo juzgaba sumariamente como culpable de un destino incierto, doloroso, y lo aislaba, desconociendo que la desaparición es el resultado de una política represiva.
Esto es algo tan vigente que, dos días antes de la publicación de este artículo, durante las manifestaciones previas a cumplirse una década de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, sus compañeros de hoy (normalistas rurales diez años menores) reclamaban a la «prensa amarilla» por tildar sus acciones políticas como «vandalismo», «enfrentamiento» y «ataques» cuando grafitean las paredes de una oficina pública o tiran unos petardos de estruendo –que ni siquiera lastiman– en las puertas de un cuartel.
También es revelador el deliberado intento por tergiversar qué sucedió con los nuestros desde altos espacios de poder. Podríamos trazar un paralelo entre la falseada Operación Zanahoria vernácula del comienzo del milenio y la mentira histórica mexicana (como se conoce a la primera respuesta oficial sobre la desaparición de los 43) ocurrida 15 años más tarde. En ambos casos, desde el corazón del Estado se sembró la misma idea sombría que con variantes locales sostuvo, sin pruebas: «No hemos dejado rastro de sus cuerpos, no los van a encontrar jamás».
Tanto los uruguayos como los mexicanos sabemos que cuesta desmontar esas falsedades y cuánto pesa sobre los hombros de los familiares continuar la lucha, no cejar. Esta persistencia generó un cambio en México y su ejemplo replicó en los otros desaparecidos, como se bautizaron las familias de Iguala que salieron, de forma autónoma, tras las pistas de los enterramientos clandestinos que la comunidad conocía y aguardaba, silenciosa, que fueran sacados a la luz. Silvia Ortiz –quien busca a su hija Fanny Sánchez Viesca desde 2004 (véase «Dieciocho años sin Fanny», Brecha, 5-I-23)– nos los dijo claramente: «Si los padres de Ayotzi salen, ¿por qué nosotros no?». Esa idea hizo carne en gente que no se conocía, familias en búsqueda dispersas en la geografía que, juntas, parieron un movimiento que desbordó la inercia oficial.
Esa orfandad, sin embargo, obligó a que –al menos en el discurso– la Justicia quedara relegada: «No buscamos culpables» fue el escudo que cobijó a las familias primigenias. Por eso, cuando, el 18 de agosto de 2022, el gobierno federal –por medio de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia– reconoció que el «caso Ayotzinapa» es un «crimen de Estado», volvió a apuntar hacia lo sistemático de esta crisis, que tiene a más de 115 mil personas desaparecidas, según el registro oficial.
Ese momento marcó la curva máxima de la investigación, pero acto seguido se rechazaron 16 órdenes de aprehensión contra elementos del Ejército mexicano y el proceso cayó en picada. Más de dos años lleva pendiente la exigencia al Estado de entregar 866 cerfis, documentos creados por el Centro Regional de Fusión de Inteligencia, de Iguala, cuya existencia era desconocida hasta hace poco y que, se presume, guardan información valiosa del paradero de los jóvenes. La trama militar y el papel de los órganos
de inteligencia en su desaparición se asemejan –al menos en la centralidad de estos actores en ocultar la verdad– a lo revelado por el trabajo de dos compañeros de esta casa, Samuel Blixen y Nilo Patiño, en su investigación más reciente sobre la búsqueda de desaparecidos en Uruguay.
Desde la pausa en la investigación, el discurso del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) viró y se cerró en defender al Ejército de los «ataques» de los investigadores internacionales, los abogados de los padres y los centros de derechos humanos que acompañan la búsqueda. Desde el Estado, se abona la tesis de la «manzana podrida», que sostiene que ya se actuó sobre los «elementos malos» de la fuerza castrense involucrados, pero que eso no mancha «el prestigio de una institución creada para la defensa nacional, que debe ser un baluarte del Estado democrático, justo, libre y soberano de nuestra república», según la carta firmada por AMLO, fechada el día del décimo aniversario del caso Ayotzinapa.
El giro del presidente evidencia cómo la impunidad militar necesita de la connivencia civil, pero también que el caso será la medida de su gobierno hacia el futuro. El impacto que Ayotzinapa tuvo en todos, en la gente organizada y militante, en la educación y el arte, en la política y la sensibilidad común, fue como si hubiese caído en México otro muro de Berlín. Cambió el rostro del país, su representación en el extranjero, y consagró una explicación antisistémica que se resumió en una frase: «Fue el Estado».
Por eso, a pesar de los intentos del presidente, la verdad sobre el paradero de los jóvenes no se resuelve con reportes ni decretos, tampoco con leyes caducas ni puntos finales, como bien sabemos en el sur. Lo sabe hoy con certeza la familia de Luis Eduardo Arigón Castell, como antes lo supieron las de Ubagésner, Fernando, Pocho, Eduardo, Julio, Ricardo y Amelia. También lo sabemos nosotras, quienes tenemos la esperanza humilde de que una fuerza social –¿la historia?, ¿la lucha de clases?, ¿la memoria indómita?– nos empuje en la dirección de la verdad. Esa fortaleza de nuestro corazón que, como dijo el Mago, los verá volver.