El horror y nosotros - Semanario Brecha
La situación de las cárceles como fruto del consenso punitivo

El horror y nosotros

En memoria de Serrana Mesa

El 25 de setiembre, un incendio en la celda 94 del sector B del módulo 4 del ex-Comcar se cobró la vida de seis personas privadas de libertad. Una nueva tragedia se cierne sobre el sistema carcelario. La última había ocurrido en diciembre del año pasado, lo que motivó que el comisionado parlamentario penitenciario promoviera un ámbito de trabajo para la elaboración de un documento con propuestas que ya está en manos de los candidatos a la presidencia de la república. Es el mismo comisionado parlamentario que viene señalando en sus informes anuales que cerca de la mitad de las personas recluidas se encuentra en condiciones «crueles, inhumanas y degradantes». Esta última tragedia tuvo sus repercusiones –imposible que no las tuviera–, pero las reacciones se fueron amortiguando con rapidez, pues estamos en plena campaña electoral y nadie quiere enredarse más de la cuenta con estos asuntos. En Uruguay, los derechos humanos en las cárceles se violan a cada instante. A los que sostienen que el compromiso con los derechos humanos debe plasmarse sin importar los contextos y los lugares (y postulan a gritos la intolerancia con lo intolerable), habría que avisarles que estas cosas ocurren en nuestro país.

El horror cotidiano en las cárceles produce una marcada indiferencia moral. Estamos en presencia de dos fenómenos que, en rigor, se retroalimentan: por un lado, hay un modo de producción del horror, que se aloja en distintos mecanismos materiales y simbólicos que son fruto de las acumulaciones ideológicas, institucionales y políticas. Por el otro, existen formas de neutralización y desresponsabilización que se tramitan a nivel social, moral y político. El tema inquieta y se reconoce, pero a la larga la voluntad sucumbe a las reglas de juego existentes. El horror se produce por nuestra inacción, y esta, a su vez, solo se revierte para promover un sistema de castigos que profundiza el horror. La raíz política de la responsabilidad del horror es lo único que no puede soslayarse en cualquier discusión razonable. Y en esa bolsa estamos todos, incluso los que más se indignan cuando les conviene o guardan silencio cuando están involucrados.

La cárcel es una vieja institución que siempre se actualiza. Ha sido y es el lugar por excelencia para regular la pobreza y para incapacitar a los más jóvenes, sobre todo a los varones, aunque en el último tiempo también a las mujeres. La cárcel es una necesidad política. Una necesidad sobre la que la política no reflexiona en profundidad y no está dispuesta a reconfigurar. Transformar la cárcel implicaría un desafío mayor en términos de la alteración radical de un orden de desigualdades sociales. La cárcel es el lugar en el que se materializan sanciones y castigos. Entre lo retributivo y lo instrumental, la cárcel arraiga en imperativos morales y en razones vinculadas con el control de la criminalidad. Sin embargo, hay un largo y fundamentado debate que sostiene que la crueldad sistemática rompe con cualquier posición moral y que la utilidad de la cárcel para reducir el delito es nula.

La retribución es una promesa imposible de cumplir. Aun así, los defensores del encierro se sienten cómodos con sus razonamientos, pues los justos y merecidos castigos a quienes violan las normas sociales siempre son una fuente inagotable para sostener discursos y posiciones. Por otro lado, los utilitaristas, los que señalan que las personas que cometen delitos tienen que estar presas para que no lo sigan haciendo, apelan a la visión tecnocrática y a la idea de neutralidad del sistema penal. El mal se vuelve banal y justificable técnicamente. Esa posibilidad racionalizadora, que en la mejor versión pide más recursos y una gestión más humanizante, es tan responsable del horror como la jauría que grita sin pruritos que «se pudran adentro». La cárcel es una institución que produce dolor, un espacio legitimado para que la tortura pueda tener lugar. Es obvio que esto no está formulado a texto expreso en sus bases programáticas, y tampoco es homogéneo en todo el sistema de reclusión, pero sí es parte constitutiva de su sentido práctico, de su forma de ser y estar. No hay sistema, por muy racionalizado que esté, que no produzca dolor ni deshumanice.

La producción de horror y las reacciones de indiferencia moral responden a la conjugación de dinámicas que ocurren en distintos niveles. Las vicisitudes del modelo de desarrollo económico y social originan desigualdades de toda índole y son la base para habilitar el lugar funcional de las cárceles. La pobreza infantil, el desempleo juvenil, la deserción educativa, la falta de ingresos para garantizar la subsistencia, la segregación territorial, las dificultades de acceso a la vivienda, la ausencia de un sistema universal de cuidados, la presión del consumo, etcétera, son asuntos de larga data que tampoco se han logrado revertir en los momentos de mayor caudal compensatorio. El delito se ha insertado como una opción más para vastos sectores de la población afectados por una honda precariedad. La cárcel, a su vez, aparece con claridad en el horizonte para moldear trayectorias de vida de miles de personas. Los jóvenes pobres que han pasado y pasan por las cárceles descienden varios escalones en términos de posibilidades objetivas de integración social. Si bien todos estos datos constituyen una obviedad flagrante, no aparecen ni en los discursos ni en las conversaciones públicas como elementos estructurantes de acciones prioritarias. Parecen inmodificables y sobre ellos se labra el dilema entre «construir más cárceles» o «liberar presos».

Hay un segundo elemento que contribuye a este panorama. La violencia, la criminalidad y la inseguridad han modificado las características y las intensidades de las políticas de seguridad. La vigilancia, el control y la focalización se han expandido por los lugares más integrados, pero también se han reestructurado en los territorios con mayores niveles de vulnerabilidad socioeconómica. Las nuevas maneras de regular los conflictos y las desigualdades sociales han dado como resultado principal una política de segregación punitiva. El control de la criminalidad se ha hecho a base de golpes, rupturas, cesuras, desgarramientos, encierros. Nada de ello parece haber tenido un efecto «aleccionador» o disuasivo, al punto incluso de expandirse los mercados y las redes ilegales. Lo que algunos llaman aumento de la «eficacia policial», es, en realidad, un incremento de la intensidad selectiva sobre sectores precarizados a los que se les atribuye mayor actividad criminal.

Como complemento de todo lo anterior, aparecen la política criminal, el sistema institucional y los modelos de gestión. El aumento de penas (máximos y mínimos), la eliminación o la restricción de todas las instancias liberatorias (la excarcelación regulada como un evento altamente improbable), las carencias en materia de infraestructura, las prácticas institucionales diseñadas para la mortificación, la priorización de la seguridad como tarea excluyente, la presencia en establecimientos de policía militarizada, etcétera, han sido factores decisivos para promover el hacinamiento y las condiciones degradantes. A riesgo de repetirnos, no podemos dejar de señalar lo central: el horror de hoy en día es el resultado directo de una política que ha tenido «consensos» y de una voluntad generalizada de no transitar por otros lugares. Los momentos de impulsos a contracorriente (el centro nacional de rehabilitación, el modelo de Punta de Rieles o la propia ley de humanización del sistema carcelario de 2005) han quedado neutralizados y estigmatizados.

Por último, la legitimidad de la política y los importantes niveles de indiferencia moral también se nutren de razones culturales. Hay una sensibilidad de época que moldea un «punitivismo desde abajo» y justifica las prácticas de segregación. Todos abogamos por el control y la seguridad, y aspiramos a que se incapacite a quienes cometen delitos. Como esa seguridad nunca llega, las exigencias se hacen permanentes y esas lógicas terminan permeando las decisiones políticas. El horror es el fruto de ese círculo vicioso que nos atrapa desde siempre. También como clave de época, hay que decir que los intentos por romper esas dinámicas se combaten con eslóganes de miedo: «liberación de presos», «aumento de impuestos» y «desestabilización y fuga de capitales» son las amenazas que se utilizan para disciplinar a una sociedad cuando se buscan caminos alternativos para superar desigualdades o irracionalidades flagrantes.

Salir de este infierno solo será posible cuando se asuma plenamente que la estrategia política debe combinar la reducción del delito y también del castigo. Para ello hay que diseñar dispositivos preventivos, sanciones comunitarias, reformas en la política criminal, nuevos modelos de gestión, acciones de reinserción con protección de trayectorias, y todo ello en el marco de una política general de reducción de las desigualdades. En realidad, salir del horror implica escuchar otras voces, enrolar a técnicos y funcionarios de la primera línea, dar lugar a las organizaciones que demandan y señalan, y honrar el compromiso de quienes han trabajado en el sistema carcelario para garantizar algo de dignidad. 

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