Humillación y resistencia - Semanario Brecha
Líbano, Israel y el asesinato de Hasán Nasralá

Humillación y resistencia

Hábil líder político y símbolo del desafío a las ambiciones estadounidenses e israelíes en Oriente Medio, Nasralá fue una figura divisiva en Líbano y el mundo árabe. Su asesinato por Israel deja un legado complejo tras 30 años al frente de la principal organización de la resistencia libanesa.

Hassan Nasrallah (Foto de PATRICK BAZ / AFP)

La muerte de Hasán Nasralá fue anunciada el sábado 28 de setiembre, aniversario de la muerte del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser, el padre del panarabismo. Nasser murió de un infarto en 1970, tres años después de su humillante derrota en la guerra de los Seis Días, la Naksah o «revés», que llevó a la conquista israelí de Cisjordania, Jerusalén Este, la Franja de Gaza, los Altos del Golán y el Sinaí. Nasralá murió este sábado bajo una lluvia de 80 bombas lanzadas por la fuerza aérea israelí sobre su cuartel general en Haret Hreik, en los suburbios sur de Beirut. Horas antes, Benjamin Netanyahu se había dirigido a la Asamblea General de la ONU, organización a la que denunció allí mismo como un pozo negro de antisemitismo mientras prometía continuar con su guerra en Líbano. «No era un terrorista más. Era el terrorista», dijo Netanyahu, tras el anuncio de que Nasralá había muerto.

Los patrocinadores estadounidenses de Netanyahu –Joe Biden, Kamala Harris y el secretario de Defensa, Lloyd Austin– rápidamente se hicieron eco del festejo del primer ministro israelí por la muerte de Nasralá. No importó que Netanyahu no les consultara sobre el bombardeo ni que se burlara de la presión estadounidense y francesa para lograr un alto el fuego entre Israel y Hezbolá, alto el fuego al que Netanyahu había dado su aprobación en privado. No importaron las frecuentes advertencias de los estadounidenses sobre los peligros de una escalada y su declarado deseo de evitar una confrontación con Irán.
Para Biden, el asesinato de Nasralá proporcionó una «merecida dosis de justicia» por las víctimas de Hezbolá caídas desde los atentados de 1983 contra la embajada de Estados Unidos y el cuartel de los marines en Beirut hasta el presente. Harris calificó a Nasralá de «terrorista con las manos manchadas de sangre estadounidense», como si Netanyahu y sus colegas de gabinete hubieran mantenido sus manos limpias durante la matanza de decenas de miles y el desplazamiento violento de más del 90 por ciento de la población en Gaza, por no hablar de la ola de ataques de colonos y de demoliciones en Cisjordania, o de los bombardeos al sur de Líbano, al valle de la Becá y a Beirut después de los espeluznantes ataques con bíperes y walkie-talkies de hace dos semanas. Es que la sangre árabe no tiene el mismo valor que la estadounidense o la israelí en el cálculo moral de Occidente.

LÍDER POLÍTICO

Entre sus partidarios en Líbano, y para muchos fuera de Occidente, Nasralá será recordado de otra manera: no como un «terrorista», sino como un líder político y un símbolo del desafío a las ambiciones estadounidenses e israelíes en Oriente Medio. Aunque Hezbolá siguió siendo conocido como organización militar por sus espectaculares ataques contra intereses occidentales, el Partido de Dios y su líder experimentaron una evolución compleja tras el fin de la guerra civil libanesa en 1990. La suya no fue una trayectoria inusual en la región. Menachem Begin e Yitzhak Shamir, exlíderes del Likud, el partido de Netanyahu, comenzaron sus carreras como «terroristas». Begin estuvo detrás del atentado con bomba en 1946 contra el hotel King David, que mató a casi un centenar de civiles; Shamir planeó el secuestro y el asesinato en 1948 del representante de la ONU Folke Bernadotte. Yitzhak Rabin, reverenciado entre los sionistas liberales como un hombre de paz, supervisó la deportación de decenas de miles de palestinos de Lydda y Ramle en 1948. Con su pasaje de la violencia a la política, Nasralá siguió los pasos de sus enemigos israelíes, cuyas carreras se dice que estudió detenidamente.

Nasralá se convirtió en líder de Hezbolá en 1992, luego de que Israel asesinara a su predecesor, el jeque Abbas al Musawi. Tenía 31 años y, aunque había sido líder del Consejo de la Shura de Hezbolá durante cinco años, era poco conocido fuera del movimiento. Decir que demostró ser más capaz que Al Musawi es quedarse corto: Nasralá fue un líder de proporciones históricas, una de las figuras que definieron el Oriente Medio de las últimas tres décadas. Un escritor libanés me decía recientemente que una maldición de Líbano –y un síntoma de la gran crisis de su élite secular– era que el líder político más talentoso del país fuera un fundamentalista chiita.

Nasralá era un aliado cercano de la República Islámica de Irán y un seguidor del velayat-e faqih, el sistema de gobierno clerical de Irán, pero estaba lejos de ser el fanático «devoto de la yihad, no de la lógica» que retrató Jeffrey Goldberg en el New Yorker en 2002. Por el contrario, era un líder calculador e inteligente que rara vez permitía que su fervor abrumara su capacidad de razonar; siempre tuvo cuidado de considerar la psicología de su enemigo al otro lado de la frontera. Entendió que el pueblo de Líbano, incluida su población chiita, no era un pueblo de fanáticos religiosos y que un Estado islámico no estaba en agenda en el futuro previsible. Nunca intentó imponer la sharía a sus seguidores; las mujeres del feudo de Hezbolá en los suburbios del sur de Beirut han sido libres de vestirse como quieran sin ser acosadas por una policía moral. Después de la liberación del sur de la ocupación israelí gracias a Hezbolá en 2000, Nasralá dejó claro que no habría represalias extrajudiciales contra los cristianos que habían colaborado con los israelíes. En lugar de ello, fueron llevados a la frontera y entregados a Israel. Los colaboradores chiitas, sin embargo, sí sufrieron represalias.

Antes de que condujera a Hezbolá a intervenir en la guerra siria del lado del régimen de Bashar al Asad –lo que le atrajo el odio de muchos que alguna vez lo habían admirado–, Nasralá parecía ser el último nacionalista árabe, el único líder árabe fuera de Palestina dispuesto a enfrentarse a Israel. A menudo se lo comparó con Nasser, pero a diferencia del egipicio, cuya fuerza aérea fue pulverizada el primer día de la guerra de 1967, Nasralá luchó contra Israel hasta detenerlo en la guerra de 2006. (Incluso le regaló al pueblo de Líbano un famoso discurso televisado en el que anunciaba en vivo un ataque inminente a un barco israelí, que explotó en llamas en el preciso momento en el que él hablaba. Tal fue su ascendiente entonces que por un breve momento se convirtió en improbable objeto de adulación en el mundo árabe sunita.) Pero aunque se enorgullecía de la actuación de Hezbolá en el campo de batalla, Nasralá se sintió escarmentado por la ferocidad de los bombardeos de Israel. Luego reconocería públicamente que la operación que había comenzado la guerra –una toma de rehenes transfronteriza– había ofrecido a Israel un pretexto para destruir grandes zonas de Líbano, un error que prometió nunca repetir.

HIJO DEL LÍBANO

Hezbolá se estableció en 1982, con ayuda de Irán (y Siria), después de la invasión israelí a Líbano. Se había logrado un alto el fuego entre Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) desde julio de 1981. Pero cuando un grupo de terroristas empleados por Abu Nidal, el adversario jurado de Yasser Arafat, intentaron matar al embajador de Israel en Londres en junio de 1982, el secretario de Defensa israelí Ariel Sharon aprovechó la oportunidad para justificar la guerra contra la OLP de Arafat e invadir Líbano, donde la OLP tenía su sede. Algunos chiitas del sur del país, exasperados por la presencia disruptiva de miles de combatientes palestinos, al principio acogieron con agrado los esfuerzos de Israel por eliminar el «Estado dentro del Estado» en que se había convertido la OLP. Pero Israel rápidamente se encargó de hacerse ver como fuerza enemiga, lo que provocó una revuelta de los jóvenes chiitas.

Nasralá, nacido en 1960, fue uno de esos jóvenes. En Occidente se describe a menudo a Hezbolá como una milicia respaldada por Irán. Lo es, pero la mayoría de los grupos políticos en Líbano han cultivado patrocinadores extranjeros (estadounidenses, franceses, saudíes). Los líderes de Hezbolá suelen hacer notar que, comparados con otras colectividades libanesas, es menos frecuente que los chiitas tengan doble ciudadanía o segundas residencias en París y en Londres. Cualesquiera que sean sus vínculos con Irán, son «hijos del Líbano».

Nasralá creció en un barrio de Beirut de clase trabajadora y de mayoría armenia, hasta que su familia fue expulsada por las milicias cristianas al comienzo de la guerra civil en 1975. Se reasentaron en el sur, en el pueblo cerca de Tiro donde había nacido su padre. Nasralá compartía la admiración paterna por el clérigo Musa al Sadr, nacido en Irán, cuyo Movimiento de los Desposeídos había promovido el empoderamiento de los chiitas oprimidos de Líbano antes de que Al Sadr desapareciera misteriosamente en un viaje a Libia en 1978. Como muchos jóvenes chiitas, Nasralá también se vio atraído por la revolución de Jomeini en Irán. Y en 1982 la República Islámica llegó a su puerta, cuando un contingente de 1.500 miembros de la Guardia Revolucionaria comenzó a organizar la milicia que llegó a ser conocida como Hezbolá en el valle de la Becá. Nasralá fue uno de sus primeros miembros. El 23 de octubre de 1983, la organización se dio a conocer al mundo con un par de atentados suicidas contra fuerzas de paz estadounidenses y francesas en Beirut, en los que fueron asesinadas más de 300 personas. Dos años más tarde, Hezbolá publicó un comunicado en As Safir anunciando su determinación de «expulsar definitivamente a los estadounidenses, los franceses y sus aliados de Líbano, poniendo fin a cualquier entidad colonialista en nuestra tierra» y reemplazar el sistema político del país por un Estado islámico al estilo iraní.

Cuando Nasralá se convirtió en secretario general en 1992, llevó a Hezbolá a la política, prevaleciendo sobre los miembros que sostenían que el movimiento debía limitarse a la resistencia en el sur y evitar ser arrastrado por el sistema político sectario de Líbano. Su reputación aumentó después de que su hijo Hadi, de 18 años, muriera luchando contra Israel en 1997.
«Mi hijo tuvo la extraordinaria oportunidad de morir como mártir», dijo. «Aunque sufro en lo personal, en lo nacional soy feliz.» A partir de entonces, Nasralá fue conocido como Abu Hadi. Según algunos analistas, después de que Estados Unidos asesinara en 2020 a Qasem Soleimani, líder de la Fuerza Quds de la Guardia Revolucionaria Iraní, Nasralá se convirtió en el líder más influyente en el eje iraní, solo superado por el propio ayatolá Jamenei. A medida que Hezbolá se involucraba cada vez más en el sistema político libanés que alguna vez había vilipendiado, Nasralá se mostró ansioso por extender su influencia regional, enviando agentes de Hezbolá a entrenar a sus aliados en Siria, Irak y Yemen. Daba la impresión de que Líbano le quedaba chico.

Antes de verse obligado a pasar a la clandestinidad en 2006, Nasralá ocasionalmente se ponía a disposición de periodistas extranjeros. Logré conseguir una entrevista con él para la New York Review of Books en 2004. En su oficina en Haret Hreik, mi traductor y yo fuimos recibidos por un periodista de la estación de televisión de Hezbolá, Al Manar. Después de un cacheo minucioso pero cortés, tomamos el ascensor y subimos unos pisos. La sala de recepción estaba decorada con fotografías de Al Musawi, Jomeini y Jamenei. En la entrada había una fotografía de Hadi Nasralá. (A pesar de todos los esfuerzos de Hezbolá por presentarse como el corazón palpitante del nacionalismo árabe, no había fotos de líderes árabes suníes, todo un recordatorio de la incapacidad del partido para deshacerse de sus orígenes sectarios.) Durante nuestra conversación, me llamó la atención la autoridad informal que irradiaba Nasralá: sus colegas lo respetaban, pero no parecían temerle. Intransigente en sus opiniones, también era afable y sencillo, nunca jactancioso. Formulaba sus argumentos con meticulosidad, con frases que reflejaban sus lecturas de historia y el minucioso estudio de su enemigo; la religión nunca surgió en todo el diálogo.
(Nasralá respondió a mis preguntas en árabe a través de una traductora, una mujer chiita libanesa que trabajaba para la ONU, pero se notaba que entendía claramente el inglés.) Su orgullo por los logros de su movimiento era evidente. Cuatro años después de la retirada unilateral de Israel de Líbano, Hezbolá todavía disfrutaba del resplandor de la victoria. El partido tenía un presupuesto anual de 100 millones de dólares, gran parte de él aportado por Irán, y diez escaños en el parlamento; continuaba aumentando su poder militar en el sur y el valle de la Becá. Nasralá fue enfático en que Hezbolá tenía que conservar sus armas en caso de que Israel decidiera regresar a Líbano.

FIGURA DIVISIVA

Israel, sin embargo, no era el único enemigo de Nasralá ni su única preocupación. En Líbano siguió siendo una figura divisiva, incluso entre aquellos que estaban agradecidos por su batalla contra el ocupante. Hubo rumores de que había participado en el asesinato de comunistas libaneses en la década del 80, así como en la violencia y la toma de rehenes dirigida a intereses occidentales. A medida que Hezbolá se convirtió en un Estado dentro del Estado mucho más grande y poderoso que lo que había llegado a ser la OLP de Arafat, los enemigos de Nasralá en Líbano se multiplicaron. Él no dudó en usar su poder para explotar el sistema político sectario que Hezbolá había denunciado en su comunicado de 1985, o para intimidar y en ocasiones asesinar a sus opositores, incluidos críticos chiitas del partido, como el periodista Lokman Slim. Hezbolá también estuvo directamente implicado en algunas de las grandes calamidades que sufrió Líbano en los últimos años, desde el asesinato en 2005 del ex primer ministro Rafiq Hariri hasta la explosión de 2020 en un depósito del puerto de Beirut donde, según se informó en aquel momento, Hezbolá había estado almacenando nitrato de amonio. Nasralá trató de posicionarse como el fiel de la balanza por encima de la política partidaria, pero también pidió con vehemencia el fin de varias investigaciones oficiales de alto perfil, e incluso llegó a defender a Riad Salameh, el jefe del banco central caído en desgracia tras el colapso financiero libanés de 2019. Puede que haya tenido razón al llevar a Hezbolá a la política, pero sus críticos también la tuvieron al advertir que el sistema libanés acabaría por corromper al partido y por socavar su reputación de integridad.

Pero ninguna decisión de Nasralá fue más dañina para la posición de su partido que su intervención en la guerra siria en nombre de la dictadura de Asad: no sorprende que algunas de las víctimas del régimen sirio hayan expresado alegría por la reciente humillación de Hezbolá. Las razones de Nasralá pueden haber sido pragmáticas: Asad era parte del llamado Eje de la Resistencia, y si la revolución de 2011 lo hubiera derrocado, Hezbolá no habría podido seguir transportando armas desde Irán a través de la frontera siria hacia Líbano. Pero Nasralá se había presentado como un defensor de los oprimidos, y ver a los combatientes de Hezbolá colaborando en una despiadada guerra de represión decepcionó a muchos.

La decisión de Nasralá ayudó a preservar el régimen de Asad. También fortaleció los vínculos de Hezbolá con Rusia. Pero resultó tan ruinosa como la intervención de Egipto en la guerra civil en Yemen del Norte en los años sesenta, que Nasser describió como «mi Vietnam». Hezbolá no solo perdió miles de combatientes: el partido de la resistencia era ahora el partido de la contrainsurgencia contra otros árabes, y su colaboración con la inteligencia siria y rusa lo dejó susceptible a la penetración de Washington y Tel Aviv. En su lucha contra Israel, Hezbolá había centrado sus ataques en objetivos militares, pero no pareció hacer ningún intento por evitar víctimas civiles en su campaña de tierra arrasada en Siria.

Después de 2006, Hezbolá participó solo ocasionalmente en intercambios de fuego con Israel, generalmente involucrando a las Granjas de Shebaa, una porción de territorio libanés todavía hoy bajo ocupación israelí. Por lo demás, la frontera permaneció relativamente tranquila, tan silenciosa que los radicales suníes de Líbano acusaron a Nasralá de ser uno de los guardias fronterizos de Israel. Sin embargo, todo eso cambiaría el 8 de octubre de 2023, cuando Hezbolá decidió abrir un frente norte en apoyo de Hamás y el pueblo de Gaza.

GAZA Y DESPUÉS

Los comentaristas israelíes, tanto de izquierda como de derecha, han argumentado que Hezbolá no tenía motivos para disparar cohetes contra el norte de Israel y que decidió empezar este conflicto. Nasralá tenía otra opinión. Hezbolá, creía, hacía parte «del corazón mismo del conflicto árabe-israelí. Este es una sola cosa que no puedes dividir. En última instancia, es una única realidad». Según él, Hezbolá estaba asumiendo sus responsabilidades como parte del Eje de la Resistencia para reducir la presión sobre su aliado en Gaza. Los ataques de Hezbolá contra el norte de Israel, que provocaron la evacuación de más de 50 mil civiles israelíes, fueron denunciados como terrorismo en Occidente. Pero muchos palestinos apreciaron el apoyo de Nasralá, especialmente porque ninguno de los otros líderes árabes ha hecho nada para defender al pueblo de Gaza. Mohammed bin Salman, príncipe heredero de Arabia Saudita, habló en nombre de muchos de ellos cuando le dijo a Antony Blinken, poco después del 7 de octubre: «¿A mí me importa personalmente la cuestión palestina? La verdad es que no, pero a mi pueblo sí, así que necesito asegurarme de que esto sea tomado en cuenta» (The Atlantic, 25-IX-24).

La apuesta de Nasralá era que, al atacar la infraestructura militar y de defensa, y evitar en gran medida las víctimas civiles, podría mostrar cierto apoyo al pueblo de Gaza y obligar a Israel a alcanzar un alto el fuego con Hamás, sin conducir a una escalada en la frontera entre Líbano e Israel. Sabía que la mayoría de la población de Líbano, incluidos muchos chiitas, así como sus aliados en Teherán, que querían reservar el arsenal de Hezbolá en caso de que se produjera un ataque israelí contra Irán, se opondrían a una guerra con Israel. Pero también tenía que salvaguardar la imagen de su movimiento como defensor de la resistencia palestina, una reputación que habría quedado destruida si no hubiera actuado. De ahí su insistencia en que esta no era una batalla apocalíptica final con Israel: Hezbolá simplemente pretendía disuadir la agresión israelí en Gaza y dejaría de disparar sus cohetes tan pronto como Israel aceptara un alto el fuego.

Nasralá subrayó repetidamente que no deseaba una guerra más amplia, al igual que sus aliados en Irán (en particular el conciliador nuevo presidente del país, Masoud Pezeshkian, quien adoptó un incongruente tono gandhiano en sus llamamientos para poner fin a los combates en Líbano durante su visita a la Asamblea General de la ONU). Sus respuestas a las provocaciones de Israel –especialmente a los asesinatos de líderes de Hezbolá y Hamás en Beirut, Damasco y Teherán– fueron moderadas. Pero Nasralá, que se había ganado el respeto no solo de los árabes, sino también de los israelíes por su acertados análisis de las intenciones de los líderes de Israel, por una vez juzgó mal a su enemigo, al tiempo que dejó al descubierto una sorprendente veta de ingenuidad sobre el verdadero equilibrio de fuerzas. Aunque Hezbolá había logrado crear un estado de disuasión mutua con su vecino, Israel solo había aceptado esta situación a regañadientes. Con su intento de unir el norte de Israel y Gaza el 8 de octubre mediante el lanzamiento de cohetes «en solidaridad» con los palestinos, Nasralá ofreció a Israel el pretexto que había buscado durante mucho tiempo para reescribir las reglas del juego que habían gobernado la frontera desde 2006.

La prensa israelí informó que, después del 7 de octubre, el ministro de Defensa Yoav Galant quiso atacar primero a Hezbolá, no a Hamás. Netanyahu rechazó el consejo de Galant, pero la guerra contra Hezbolá, para la que Israel se había estado preparando durante casi dos décadas, siguió siendo parte de la discusión, incluso cuando Netanyahu pretendió ceder ante las advertencias de Biden sobre una conflagración regional. Sabía que el presidente estadounidense y su secretario de Estado acabarían capitulando, a pesar de sus ceremoniosas declaraciones de «preocupación» y «cautela» sobre «el mejor camino a seguir». Durante los siguientes 11 meses, Israel atacó el sur de Líbano matando a varios cientos de personas y obligando a casi 100 mil a huir de sus hogares, pero esto perturbó mucho menos la conciencia occidental que la huida de los israelíes al otro lado de la frontera. Israel llevó a cabo el 80 por ciento de los ataques transfronterizos, pero, una vez más, esta disparidad apenas fue comentada en la prensa estadounidense, en la que el éxodo de árabes bajo la violencia israelí es tratado como una catástrofe natural y es descrito en voz pasiva.

Con los ataques con bíperes y walkie-talkies, que mataron a decenas de personas e hirieron a miles más, quedó más claro que Israel estaba cerrando su cerco sobre Nasralá y Hezbolá. Los ataques no solo destruyeron el sistema de comunicaciones de la organización: revelaron el enorme alcance de la penetración israelí en su interior y la arrojaron a un estado de parálisis. Luego vino el bombardeo asesino a Líbano.
En su primer día, los ataques aéreos israelíes mataron a más libaneses que los asesinados en cualquier otro día desde el final de la guerra civil. A continuación vendrían los asesinatos de Nasralá y gran parte del alto mando de Hezbolá. Un millón de libaneses han sido desplazados de sus hogares y ya han muerto casi tantos como los que murieron en la guerra de 2006. Hezbolá no es el único objetivo: Israel ha llevado a cabo ataques contra líderes de las ramas libanesas de Hamás y del Frente Popular para la Liberación de Palestina, así como contra los hutíes en Yemen. Y, mientras la atención del mundo está puesta en las guerras de Israel en el extranjero, la población de Gaza sigue muriendo en ataques aéreos y barrios enteros de Cisjordania están siendo arrasados ​​por las excavadoras israelíes. La administración Biden ha apoyado a Israel incluso cuando ha sido humillada por los desplantes de Netanyahu, ya sea porque cree que la presión estadounidense puede poner en peligro las posibilidades de victoria de Harris o porque tácitamente ve con buenos ojos el ataque de Israel en tanto forma de debilitar la línea de defensa de Irán en Líbano. Tras haberle asegurado al mismo gobierno estadounidense al que ha mentido repetidamente que la ofensiva terrestre de Israel será «limitada», Netanyahu ha enviado ahora el Ejército al sur de Líbano, donde está siendo recibido por combatientes bien entrenados de Hezbolá, quienes, por mucho que sus capacidades hayan sido degradadas, se han estado preparando para esta lucha desde el año 2000 y conocen el terreno mucho mejor que los israelíes.

Israel afirma que no ha tenido otra opción, lo cual es demostrablemente falso. Podría haber trabajado para alcanzar un alto el fuego en Gaza. Podría haber aceptado la propuesta francoestadounidense de una pausa de 21 días en los combates entre Israel y Hezbolá, lo que eventualmente podría haber llevado a Hezbolá a retirarse al río Litani (este miércoles, el canciller libanés declaró que Nasralá había aceptado la propuesta de la pausa antes de ser asesinado). Como señaló el portavoz de seguridad nacional de Estados Unidos, John Kirby, la propuesta «no fue elaborada en el vacío. Se hizo después de consultas cuidadosas, no solo con los países que la firmaron, sino con el propio Israel». En cambio, como ha hecho repetidamente en las negociaciones sobre Gaza, Netanyahu ayudó a los estadounidenses a redactar una propuesta de alto el fuego que no tenía la menor intención de respetar, mientras al mismo tiempo conspiraba para matar al líder árabe con el que se pretendía alcanzar el alto el fuego: primero lo hizo con Ismail Haniya, exlíder del buró político de Hamás, asesinado en Teherán el 31 de julio, y ahora con Nasralá. Se ha dicho que Netanyahu tuvo dudas sobre asesinar a Nasralá, pero aceptó el golpe cuando abordó el avión camino a Nueva York.

Hezbolá no es una organización impulsada por la personalidad, o al menos afirma no serlo, pero en Nasralá tenía un líder de inusuales dotes y su muerte es un golpe enorme, aunque no mortal; también es un enorme revés para Irán. Ninguno de los posibles sucesores de Nasralá (su primo Hashem Safieddine, jefe del Consejo Ejecutivo de Hezbolá, y el erudito religioso Naim Qassem, líder adjunto del partido, son los dos principales candidatos) puede igualarlo. La popularidad de Netanyahu en Israel, ya impulsada por los ataques con bíperes, crece a buen ritmo. Pero la euforia de Israel puede resultar de corta duración. Al igual que otras guerras secundarias llevadas a cabo en tiempos de atolladero –el bombardeo francés de Túnez a finales de los años cincuenta, el bombardeo estadounidense de Camboya en 1969-1970–, es poco probable que el asalto a Líbano proporcione más que un consuelo fugaz: una victoria deslumbrante en el campo de batalla en una guerra mucho más grande e imposible de ganar. No es esperable que haber matado a Nasralá acelere la derrota de Hamás en Gaza ni el regreso de los rehenes restantes (en cuyo destino Netanyahu parece haber perdido todo interés, excepto como parte de su arsenal retórico), y mucho menos la rendición del pueblo palestino a las aspiraciones sionistas. Hezbolá se reconstruirá lentamente, y Nasralá y sus cuadros serán reemplazados por una nueva y no menos rencorosa generación de líderes que recordarán las furias desatadas por Israel en Líbano: las matanzas, las mutilaciones y los desplazamientos causados ​​por una de las campañas de bombardeos más intensas del siglo XXI. La muerte de Nasralá es un revés tan humillante para su movimiento como lo fue la derrota de Nasser en 1967 para la causa árabe. Pero nada alimenta más la resistencia que la humillación. 

(Publicado originalmente en London Review of Books. Traducción de Brecha.)

el ataque con misiles de irán

Distintos objetivos

La noche del martes 1, Irán lanzó su segundo ataque de la historia contra Israel. Menos de seis meses antes había lanzado el primero. Esta vez, los cerca de 200 misiles balísticos fueron en respuesta a la última serie de asesinatos de destacados dirigentes aliados de Teherán a manos de Israel, que se completó el sábado con la muerte del líder de Hezbolá, Hasán Nasralá, pero que había empezado en julio con la ejecución en plena capital iraní del dirigente de Hamás Ismail Haniya. El ataque del martes, que, según Tel Aviv, dejó una persona muerta (un habitante palestino de la Cisjordania ocupada) y seis con heridas leves, despertó la inmediata condena de gobiernos y dirigentes políticos de Occidente y otros aliados de Israel. Se trata de un hecho inédito, ironizó el analista palestino-neerlandés Mouin Rabbani: «Primera vez que los gobiernos occidentales condenan sin ambages el asesinato de un palestino».

De acuerdo con Irán, 90 por ciento de los misiles disparados alcanzaron sus objetivos. Según Israel, la mayoría de los misiles fueron interceptados por su sistema de defensa antimisiles «y una coalición defensiva liderada por Estados Unidos». «Derrotado» e «ineficiente», dijo Washington acerca del ataque iraní. Con el paso de las horas los videos en redes sociales grabados por ciudadanos israelíes y las imágenes satelitales de los impactos fueron contando una historia algo distinta. Al menos dos bases de la Fuerza Aérea israelí sufrieron daños, mientras en Tel Aviv y zonas rurales del país pudieron verse múltiples cráteres de grandes dimensiones.

Un hecho se destaca en la peligrosa escalada bélica actual en Oriente Medio. «Apuntamos a sitios militares y de inteligencia y deliberadamente nos abstuvimos de atacar lugares económicos e industriales», señaló luego del ataque el general de las Fuerzas Armadas iraníes, Mohammad Baqeri, algo que confirmaron luego los propios militares israelíes y la prensa internacional presente en Israel, como la CNN, The Guardian y The New York Times. (El hecho dio lugar a más ironías: «Aunque Irán considere la sede del Mosad como un objetivo militar, lo cierto es que está en una zona densamente poblada por civiles», se alarmó Jim Sciutto, corresponsal de la CNN en Tel Aviv, mientras cubría el ataque.)

Israel ya anunció que responderá la ofensiva del martes. El miércoles las autoridades israelíes afirmaron a la prensa que manejan la posibilidad de bombardear infraestructura estratégica de la república islámica, como sus pozos petroleros o sus sitios nucleares. El gobierno de Estados Unidos, se informa, rechaza la última opción, pero se niega a censurar la primera. La oposición republicana clama por una «respuesta severa». Mientras tanto, los ataques diarios a infraestructura civil en Gaza y Líbano persisten. El miércoles, 70 personas habían sido asesinadas en Gaza, lo que llevó el número total de muertos identificados en la Franja a 41.689. En Líbano, el número de muertos a manos de Israel que las autoridades habían podido identificar se acercaba a 2 mil, aunque se estima que la cifra real es considerablemente más alta.



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