Sofrito mamá – Semanario Brecha
Conversaciones y silencios entre las cocinas caribeñas y la cocina uruguaya

Sofrito mamá

Cuando llegaron los napolitanos a hacer pizza, ya había tomate y harina. La posibilidad de que la tristona cocina uruguaya se alegre con las picardías caribeñas a las que la inmigración más reciente invita depende, entre otras cosas, de ingredientes lejanos. Pero la fecundación está ocurriendo y con materias primas que se aprenden a producir acá.

← Martin Kim, surcoreano, dueño de un bar karaoke. Magdalena Gutiérrez

Difícil no padecer una epifanía ante la temblorosa textura de un mousse de maracuyá, una espuma de ese hermano norteño del mburucuyá, mucho más robusto, pero de sabor igualmente delicado. Y la epifanía es inexorable si ese mousse sale de la cocina de la crítica literaria Ana Inés Larre Borges, periodista que honra esta casa. La ocasión de probarlo era la despedida de un investigador japonés, hispanista, que retornaba a sus pagos. Debe de haber sido en 2010. La revelación no solo fue para el paladar. Que el postre fuese lo que fue se debió a que la cocinera pudo hacerse de la fruta fresca. La explicación era que la susodicha pertenecía a una secta de adoradoras del maracuyá que, por mediación de un importador de frutas y verduras conocido, cada tanto, traían para todas una caja.

Después, de a poco, algunos puestos de verdura empezaron a dar sorpresas. Ver otra vez, en vivo y en directo, un mango (se habla de la fruta) fue un shock. Morder otra vez esa carne no era una perspectiva cercana para este periodista. Entonces, era caro y casi imposible encontrar la fruta a punto.

Pero era solo el principio. De 2013 a 2023 la cantidad de toneladas de mango importadas por Uruguay se multiplicó por más de siete: pasaron de 78 a 580. Son números que ofreció a Brecha Pablo Pacheco, jefe de información de la Unidad Agroalimentaria de Montevideo (UAM). No se trata solo de mangos. Las toneladas de papaya importadas se multiplicaron por tres. Su fragilidad no resiste del todo bien el viaje. Sí lo hace la raíz que es la mandioca o yuca, cuyas importaciones se multiplicaron por cinco. A diferencia de la yuca, que había sido inencontrable, los montevideanos conocían ya la palta. Pero algo querrá decir que la cantidad de toneladas introducidas a la UAM se haya multiplicado por 20 en la misma década. Ni hablar del plátano, del verde, el bueno de guisar, frito, entero o en tostones, como llaman los cubanos a lo que los venezolanos conocen como patacones. Las toneladas importadas de esta fruta se multiplicaron por 128.

Aunque se han abaratado, estos productos siguen siendo relativamente caros. El martes la papa estaba a 89,9 el quilo en el puesto de Mercedes y Eduardo Acevedo, mientras la yuca –que cumple una función similar en la mesa de la América más cálida– estaba a 160. El plátano estaba a 220, la banana a 101. Pero aun así la novedad va tiñendo las verdulerías más alejadas del centro de la ciudad. El domingo en la feria de Piedras Blancas, donde se comen dos chorizos al pan por 220 pesos, no faltaba el naranja enrojecido de los mangos.

El cambio puede estar filtrándose hacia el cimiento de las cocinas uruguayas. Como desde el pie también se está construyendo otro cambio, uno que enriquece los mostradores de los carritos (ahora llamados food trucks), como hace rato diversificó la oferta de restaurantes montevideanos.

La espada de Bolívar

«A diferencia de la cocina peruana o incluso de la mexicana, que se imponen desde arriba, porque se las ha prestigiado, porque esos países incluso han puesto dinero y promovido políticas de gastrodiplomacia, de hacer conocer su país a través de la gastronomía, en el caso de la cocina venezolana la difusión se da desde abajo, producto de la gigantesca emigración forzada de su gente. Es un fenómeno popular. Los propios inmigrantes se convirtieron en difusores de esta cocina», argumentó a Brecha el antropólogo Gustavo Laborde, especializado en historia y cultura de la alimentación.

Y es un fenómeno en expansión. El 27 de setiembre la tricolor venezolana se hizo ver entre la multitud de puestos de comida callejera que acompañaban la Marcha de la Diversidad. La propuesta eran empanadas, empanadas hechas también con masa de harina de maíz y relleno como el de la «dominó»: porotos negros y queso blanco.

Zona 058 era un food truck. Ahora son tres y un local, en Tristán Narvaja entre 18 de Julio y Colonia. La columna vertebral de su menú la constituyen cachapas, arepas y empanadas. El patacón es solo una de las guarniciones posibles. Para bajar, además de refrescos, hay malta de la patria de Bolívar, papelón (rapadura diluida, digamos) con limón y jugos naturales. De postre se ofrecen torta tres leches, carrot cake y torta de pan. Hay tequeños, por supuesto, de los cortos y de los largos. A buen precio. Masa frita de harina de trigo rellena con un bastón de queso llanero. Más cómoda de comer que un pancho, más sabrosa, con todo respeto, que una torta frita.

Lo único que la crónica logró arrancar al chef es que «lo que a los uruguayos les gusta son los tequeños». No tiene tiempo. La zafra gastronómica arranca y se nota fuerte en este local. Quedará en el tintero la respuesta a la pregunta de si la «burguer-arepa» (una hamburguesa en pan de arepa) que incluye la carta es una concesión al carnivorismo oriental.

Está bien. El hombre tiene que sacar, entre otras cosas, la arepa reina pepiada que el cronista pidió. Su cuchillo va a cortar la arepa casi hasta separar dos discos, que quedan apenas unidos para que dentro quepa una buena cantidad del relleno de pulpa de aguacate, carne de pollo en hebras bien delgadas, mayonesa, limón, algo de cebolla y puede que otras cosas. Luego, el relleno reboza en la boca de la arepa y sobre él se derrama, generosamente, la ralladura gruesa de queso llanero.

Glorias como esa no ocurren solo en Tristán Narvaja. La cocina venezolana es tan ubicua como su pueblo. «Estuve en Chile hace poco y la cocina venezolana está como de moda. En España se están comiendo tequeños como si fueran tapas. En Argentina, en Brasil, pasan cosas parecidas», dice Laborde. El primer empleo que este cronista encontró en el terrible 2002, de frijolero en Miami, fue con Riky’s Arepas, un simpático colombiano de 120 quilos que las vendía solo con queso en una cadena de carritos que iba mucho más allá de la Calle 8, que era la catedral de la cocina latina popular. Allí olía fundamentalmente a tres cosas: a frito, a las grandes hojas de tabaco secas que adornaban las cigarrerías cubanas y sobre todo –«¡Ay, mamá Inés!»– a café, a coladita, como decían los de esa isla. Dos dedos de un café explosivo vendidos en un vaso de plástico del tamaño de uno de grapa que pueden despertar al más dormido.

Navega Cuba en su mapa

La inmigración cubana a Uruguay ha sido también caudalosa, aunque algo menor que la venezolana, según parece. Pero la recorrida del semanario no encontró el olor de su cocina en la calle. Amaury Valdivia, desde La Habana, sintetiza que es una cocina del arroz. Cada cubano consume 60 quilos de arroz por año y en su mesa el grano tiene que estar aunque el almuerzo sea de espaguetis. El plato nacional es arroz congrí (arroz con frijoles negros), cerdo asado, yuca con mojo, una sazón de ajo y ensalada, que se completa con un dulce llamado buñuelo. Y lo dulce es otro emblema de los fogones isleños, dice Amaury, como no podría ser de otra manera en un pueblo que lleva siglos produciendo azúcar. En los buenos tiempos, la libreta de abastecimiento preveía 22 quilos anuales por persona, además de la que se consumía en refrescos o dulces producidos industrialmente o la que se pudiera adquirir liberada.

Por cierto que es una cocina que tiene que lidiar con grandes restricciones desde que en los noventa el derrumbe del sistema soviético instaló el período especial en tiempos de paz, cuando los cubanos inventaron el acrónimo OCNI (objeto comestible no identificado) para designar los dudosos picadillos y embutidos con que el régimen buscaba sustituir las proteínas. Los espectadores de Fresa y chocolate recordarán el cerdo atrapado por los vecinos. Ahora mismo la producción de cerdo ha caído en picada por la incapacidad de producir ración suficiente para sostenerla –narra el corresponsal– y la carne de ese animal vale entre 2,5 y tres veces lo que la de pollo, «que de por sí no es barata». Cuba depende de la importación para obtener sus huevos. El maple de 30 huevos está a 10 dólares, 418 pesos uruguayos a la cotización del día.

Pero la escasez, que nadie desea, ha inventado e inventa manjares. No solo es capaz de inventar «comida como si fuera» que –inspirada en las artes que por TV enseñaba Nitza Villapol (una especie de Doña Petrona cubana)– surtía el hechizo de convertir un «arroz con pollo a la jardinera» proveniente de la Bulgaria socialista en «una pasta para bocaditos digerible», como recordó el historiador Guillermo Jiménez Soler.1 Él mismo reconstruyó privaciones incluso más duras que vivían los cubanos al tiempo que hacían nacer esa cocina que se puede intuir, por ejemplo, siguiendo el recorrido gastronómico por la mesa del escritor José Lezama Lima, como se hace en La cocina de Lezama Lima, de Silvia Gómez Fariña (Colección Sur Editores, La Habana, 2010).

Amaury había escrito que el arroz uruguayo les gusta mucho en la isla, y Arelys, que llegó a Montevideo antes de la pandemia, tiene que pensar un poco para responder si sufre por la falta de algún ingrediente para cocinar acá lo que le gustaba comer en la isla. Dice que aquí hay de todo, pero al final añade que sí falta el ají cachucha, que ese pimiento sí que no se encuentra. Una compatriota suya, que junto con Arelys pliega ropa en el lavadero del centro de la ciudad en que trabajan, añade el «orégano de la tierra», que describe como de hoja más grande y carnosa que el corriente. Conversando entre ellas concluyen que también está faltando la malanga.

Del quechua: sushi

Pero si bien se escucha chiflar la olla a presión de la vecina cubana, que debe de tener los frijoles que no deben faltar a sus niños y, aunque en la feria, los uruguayos aprenden de los isleños a elegir la fruta tropical, esta cocina parece más tímida, sin tanta prisa por darse a conocer en la ciudad.

¿Hay cocinas extrovertidas e introvertidas? Maximiliano Matsumoto es el chef de Sofitel. Es argentino, de ascendencia japonesa y tiene tantos fogones vistos en este mundo como cabe imaginar. La pregunta es peregrina y el interrogador busca aclarar con un ejemplo: los peruanos hace mucho que andan por Uruguay, tienen sus restaurantes y su hinchada, pero los venezolanos llegaron hace un ratito nomás y ya hay unos cuantos uruguayos haciendo arepas.

Las culturas del guisar pueden combinarse de modos menos explícitos. «El sushi que se come aquí es más bien como el peruano», explicó Matsumoto. «El sushi japonés, nada que ver. El sushi de acá es como el que le dicen nikkéi, con salsas agridulces, picantitos. El japonés se acompaña con salsa de soja, wasabi y listo. En el sushi japonés la variación está en los tipos de pescado y el corte. Tienen tantos cortes de pescado como en el Río de la Plata los hay de carne de vaca.» Las cocinas tal vez se mezclan como los lenguajes. Mientras el cronista ingería su arepa, el distribuidor del frigorífico le anunciaba al chef de Zona 058 «le dejé la res», pero con un acento tan indudablemente uruguayo que se hubiera esperado oír carne.

Y no parece venirle mal algún sacudón a la cocina de estos pagos. La lectura de Los sabores de la nación, de Laborde (Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2022), depara momentos duros para la autoestima uruguaya. Después de rastrear orígenes y de exponer la síntesis criolla, la narración muestra el fracaso de una cocina «oriental» en la primera mitad del siglo XX y, luego, los modestísimos frutos de la cocina que pasó a apellidarse uruguaya: una cocina de «el (no) sabor», una construcción del «(no) gran sistema», una «uruguayización» de lo europeo son algunos de los subtítulos que la describen. El investigador llama «cocina nativa» a la esperanza que deja en pie y que, a pesar de su nombre, es la más reciente.

Uno de los rasgos de esta corriente, de esta sensibilidad, es priorizar la valorización de los ingredientes que se producen donde se cocina, y no por chauvinismo. Algo como lo que Matsumoto defiende cuando el periodista quiere saber si está empleando productos caribeños: «Uso para ciertas cosas, pero yo estoy enfocado en usar productos uruguayos. Si la yuca creciese acá, la usaría. No me gusta fomentar que se gasten litros y litros de nafta para que la yuca llegue acá. Y, además, hay que fomentar la economía circular: a ese productor que se mata trabajando la tierra yo tengo que devolverle su esfuerzo de la misma forma. Es como apoyar la economía de acá».

La yuca prospera con temperaturas de entre 20 y 30 grados centígrados. Difícil que lo haga acá. Aunque, según Laborde, «la presencia del maíz en el recetario uruguayo es marginal», la planta se cultiva aquí desde siempre. Y hace mucho que con el maíz se hace harina: la polenta aparece en los recetarios orientales desde fines del siglo XIX. Pero hasta no hace mucho la única harina que se conseguía para hacer arepas era la de la marca más popular en Venezuela, la PAN.

Es una harina precocida. El proceso tradicional para obtenerla –el pilado– era trabajoso. «Hacia mediados del siglo XX, dado el gran trabajo que implicaba la confección de arepas, el consumo de este bocado comenzó a disminuir y se presagiaba su extinción», explica Laborde en un artículo de próxima publicación.2 «En 1954, el ingeniero Luis Caballero Mejías se propuso resolver el problema y comenzó a trabajar con harinas refinadas y precocidas. En 1960, se unió al maestro cervecero Carlos Roubicek y perfeccionaron la fórmula de la harina de maíz precocida, que empezaron a comercializar con el nombre Harina PAN. El nuevo producto permitió reducir el tiempo de elaboración de las arepas de unas 20 horas a unos 30 minutos. A partir de entonces, la arepa se convirtió en un alimento verdaderamente popular y generalizado», historia Laborde. La reina pepiada es recién de 1955.

Desde fines de 2021 hay harina para arepas de marca uruguaya, la del molino Cañuelas. Algunos paladares venezolanos protestan que es buena para hacer esta masa al horno, pero que no funciona tan bien cuando se frita. Sin embargo, no es una harina local: «La importamos de Italia, de un pueblito cerca de Turín que tiene molino de arroz y de maíz. Se especializan en productos sin gluten y próximamente vamos a traer otros productos sin gluten de allí», explicó a Brecha Germán Oxandabarat, gerente comercial de Cañuelas. La infraestructura y la tecnología de esta empresa solo son adecuadas para moler trigo. «No somos los más baratos, pero nos ha ido mejor de lo que esperábamos», comentó. En este negocio parece que no solo importa el clima. En definitiva, la PAN, inventada y amada en Venezuela, ahora viene de Greenville, Texas.

Otro ingrediente que suena al alcance de la producción local es el queso llanero, del que se han mencionado algunas de las funciones que cumple en la cocina venezolana. Y es insustituible en algún caso, como sucede con el tequeño, donde otros quesos, o se pegan a la masa, o permanecen demasiado duros y nunca son suficientemente salados. La venezolana que explicó esto al semanario, joven cajera de un supermercado de Villa Dolores, aconsejó no fiarse de internet para encontrar llanero. «No es lo que dicen. Hay que ir a lugares especializados en comida venezolana», añadió.

En la feria de La Teja un quesero dijo que lo había traído, pero que después habían desaparecido los clientes del manjar y ya no lo hacía. Un segundo consultado ni sabía lo que era el llanero. Hubo un tercer quesero preguntado en esa feria, que puso cara cómplice y dijo: «Estamos en eso».

Un amigo uruguayo, que se precia de hacer arepas más ricas que muchos venezolanos, sugirió un camino para llegar al queso. Él lo compraba en uno de los más viejos restaurantes caribeños de la calle San José hasta que allí no había ni nunca había habido. Solo ante su insistencia, le habían confesado en voz baja el almacén de la calle Soriano donde podía encontrarlo. Este cronista repitió el recorrido, pero ahora tiene un nuevo eslabón: del almacén lo enviaron a una galería céntrica, y allí finalmente estaba el queso. El precio es normal: 400 pesos el quilo.

Había quedado una pista por seguir en la cuenca lechera. Olga Vila, quesera de Nueva Helvecia, había advertido que no es tan fácil querer hacer que un queso salga tal como uno quiere. Los primeros inmigrantes de Colonia Suiza habían querido hacer emmental y les quedó el queso «de la colonia, y colonia al queso le quedó». Pero también había dicho que su colega Gerhard Wiebe, de Ecilda Paullier, andaba intentando producir llanero. Ya no intentando, supimos. «Fue tiempo largo hasta llegar a un producto como el que queríamos nosotros», anotó Wiebe. ¿Sale rico? «Me parece que sí. En la competición que hubo ahora en Rosario, donde vinieron catadores de Argentina, Brasil y Uruguay, sacamos el premio de oro con el llanero. Calculo que no andamos tan errados», respondió. El manjar blanco de Wiebe se consigue en ruta 1, quilómetro 96. 

1. Citado en Elzbieta Sklodowska, «Entre lo crudo y lo cocido: las representaciones de la comida cubana en el Período Especial», en Saberes y sabores en México y el Caribe, Editions Rodopi BV, Nueva York, 2010.

2. «Cocina venezolana» forma parte de la sección central del Almanaque del Banco de Seguros 2024, «Platos del mundo en nuestra mesa», que Laborde preparó con Daniel Erosa.

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