Hemos transitado por una campaña electoral fría, carente de debates y vacía. Reflejo de la calidad democrática de estos tiempos. Sin embargo, las formas y los contenidos de la política también se hacen de presencias, de ideas aceptadas, de lugares comunes y de horizontes de posibilidad. La seguridad ha ocupado un lugar relevante en la campaña, ha tenido visibilidad, pero ha estado bien lejos de las controversias fecundas y de los contrapuntos sobre modelos o nuevos rumbos. En esta campaña, no obstante, han madurado dos asuntos que se vienen tramitando en los últimos años. Por una parte, una polarización política entre gobierno y oposición, con momentos de intercambios duros y con reproches cruzados cargados de estereotipos. A unos se les endilga falta de profesionalismo, connivencia con la gran criminalidad, regreso al modelo de la vieja Policía, ausencia del Estado en los territorios más vulnerables; a otros se les achaca tener complejos ideológicos con la represión, no asumir la realidad tal cual es, haber fracasado en la gestión durante tres gobiernos, no tener autoridad moral para hablar y ostentar prejuicios invalidantes ante la Policía. En medio de tanto ruido, algunas voces quieren salir de ese lugar y proponen la necesidad de una «política de Estado», como forma de aplacar los ánimos y dar al proceso algo de racionalidad compartida. Sin embargo –y aquí el segundo asunto–, en rigor, las ideas sobre seguridad tienen una convergencia cada vez mayor. Hay un consenso de hecho que no puede formalizarse porque el imperativo político de la diferenciación es lo que asegura la existencia de varios actores. Esta es la compleja paradoja que estructura las dinámicas políticas en estos tiempos.
Asumir la inseguridad como el principal problema del país, asociada con ciertos tipos de criminalidad predatoria, y desplegar todo el repertorio discursivo propio de la lógica del gobierno a través del delito son la plataforma de acuerdo para modelar el consenso. A esto se le añade la centralidad discursiva que ha adquirido el fenómeno del narcotráfico, percibido como un gran riesgo y un enemigo a combatir bajo una retórica de dureza que es más bien inconsistente con prácticas que se asocian al financiamiento de amplias zonas de la política. Las tareas de control, la vigilancia, la represión y el encierro son los insumos principales para la elaboración política y sus sentidos últimos cada día caminan hacia una dirección única. Las discrepancias son sobre estilos (profesionalistas o no), sobre programas (lo que funciona), sobre compromisos fiscales, etcétera, pero en todos los casos lo que se termina defendiendo es la expansión de las instituciones penales.
La iniciativa de los allanamientos nocturnos en esta campaña electoral ejemplifica este proceso: iniciativa focalizada, priorización demonizante de los llamados delincuentes, adhesión dominante en términos de apoyos sociales, y escasa y marginal resistencia política. Más que una interpelación a la lógica última de la cosmovisión que sustenta esta iniciativa, lo que predominó en materia de críticas fue su escasa utilidad para enfrentar un asunto tan vasto y los altos riesgos para funcionarios y ciudadanos que acarreaba. En un ámbito en el que nada parece tener fundamento ni eficacia, desestimar una medida por poco productiva siempre es una opción rendidora. Pero el síntoma más claro de ese consenso implícito fue la imposibilidad de cuajar un movimiento o una alianza política y social para impugnar la medida a través de argumentos y debates sustantivos. Aquella vaporosa autocrítica que decía que la política tenía que dejarse permear por las demandas de las organizaciones sociales, por los puntos de vista de la academia, etcétera, parece haber quedado en suspenso esta vez –y en un plano de franca desacumulación luego de las campañas No a la Baja, No a la Reforma y el sí a la derogación de la Ley de Urgente Consideración–. Aun así, la iniciativa no prosperó, seguramente desdibujada por una campaña electoral más centrada en la posible reforma de la seguridad social.
Hay razones evidentes para pensar que el sistema penal continuará en expansión: un sistema cada vez más homogéneo, indiferenciado y volcado prioritariamente a la vigilancia y el encierro. No solo se reducen las dimensiones preventivas y de reinserción social, sino que, además, se advierte una suerte de colonización de las políticas sociales y de bienestar. Cuando se postula, en todas sus versiones, el llamado modelo dual (prevenir y reprimir), la idea del justo equilibrio es un ardid retórico de encubrimiento, pues lo que predomina es la centralidad de gobernar a través del delito. El efecto más evidente de todo eso sobre la discusión pública y la aplicación de políticas es que los proyectos de integración social diluyen sus pretensiones normativas últimas: la igualdad, el bienestar y el reconocimiento pierden fuerza ante los objetivos superiores de ganar en controles para reducir el delito.
La videovigilancia, la focalización territorial, la multiplicidad de dispositivos de control (espaciales o individuales), el aumento del número de policías y la construcción de más cárceles serán lo que tendremos como proyección inmediata, no importa bajo qué articulación discursiva o encuadre narrativo. Cuanto más realista, directa, efectista y simplificada es, la política es más proclive a renunciar a cualquier interpretación compleja o alternativa, y a dejarse llevar por las fuerzas de gravedad de un consenso «prevento-punitivo» que modela todas las formas de gobernabilidad. Ante esto, caben algunas dudas: si no se dijera y se hiciera lo que hay que hacer, ¿cuáles serían las consecuencias? ¿Se ganarían elecciones? Si se ganaran las elecciones, ¿hacia dónde se iría? ¿Se repetirían caminos que no conducen a nada? Nos enfrentamos a uno de los verdaderos dilemas de estos tiempos: entre una realidad que se autopropulsa y una voluntad que no pasa de ser una autorrepresentación ficcional. En definitiva, el tiempo ha hecho lo suyo y aquí nos ha dejado en el mismo punto.
Las discusiones sobre la seguridad nos llevan al centro de las sociedades desiguales, las democracias vigiladas y los proyectos políticos. Si la máxima potencia que les podemos dar a aquellas es asumir un compromiso tecnocrático con base en «evidencias» y si la cumbre de la ambición normativa es llegar al ideal de la «igualdad de oportunidades», nuestra existencia en la contemporaneidad está marcada por una tranquilizadora irrelevancia. El escenario más encarnizado y contradictorio tiene en el centro, una vez más,
a la libertad: este proyecto está en boca de todos, hay una voluntad expresa de enunciarlo compulsivamente, al mismo tiempo que su imposibilidad efectiva se hace cada vez más evidente por las desigualdades, la precariedad, la fragilización y la expansión de los proyectos securitarios.
El fundamento de esta reflexión escéptica no solo anida en la lectura de los acontecimientos de los últimos años. Sin un diagnóstico complejo y exhaustivo de todo esto, que no se solventa con seudoautocríticas, no hay forma de proyectar lo que viene. En rigor, hay convicciones más profundas todavía: ninguna política de control y castigo ha logrado reducciones duraderas de la criminalidad. Al fin y al cabo, todo lo que promueve o reduce el crimen está por fuera de las instituciones especializadas en la seguridad y la sanción. En todo caso, estas suelen ser mucho más eficaces en su rol de promoción que de reducción y, cuando se advierten algunos logros a corto plazo, suelen acarrear altos costos.
Estas verificaciones, precisamente, nos alejan de cualquier fatalismo. En cada coyuntura siempre hay que reeditar una voluntad transformadora que acumule en la dirección de la anticipación y la prevención, de la integración social y de la generación de nuevas instituciones. Hay tendencias predominantes, pero nunca rumbos predefinidos, y en este punto radica el sentido último de la política como empresa colectiva. Para lo que vendrá, que no será sencillo, la perseverancia es lo único a lo que no podemos renunciar.