Los discursos de Yamandú Orsi y Álvaro Delgado nunca se encontraron. Las presentaciones prefabricadas se limitaron a ocupar quirúrgicamente los segmentos del insulso formato resuelto por los actores de la apacible democracia uruguaya. Los dos candidatos transcurrieron en compartimientos estancos, como si estuvieran ofreciendo dos presentaciones separadas de PowerPoint. Cual diálogo de sordos, las preguntas y las alusiones quedaron sin contestar. El periodismo fue, de nuevo, un mero cronómetro en un supuesto debate en el que es difícil que alguna aguja se haya movido. Los que estaban convencidos ahora lo estarán todavía más e insistirán en el seguro triunfo del candidato propio, como si de un partido de fútbol se tratara. Claro que en el principal deporte nacional hay alguna regla objetivable para dirimir quién ganó o perdió: hay goles y hay un resultado. ¿Cuáles serán los parámetros para dirimir ganadores y perdedores en el subjetivo mundo de la retórica y, en especial, en uno donde no hay interrupciones, contraposiciones, dialéctica?
El formato de esta incursión es, al decir de los entendidos, el más rígido y neutro de todos, como no podía ser de otra manera en la mesocrática escena uruguaya. Una modalidad que, en el mejor de los casos, pudo haber reafirmado los sesgos de los creyentes, pero que difícilmente haya podido captar, en la cerrada noche dominical, a los menos politizados, a los indecisos o a quienes reniegan de los ritos electorales.
NADA NUEVO BAJO EL SOL
Todo esto era esperable, tal y como viene la mano en las desgastadas campañas del siglo XXI. De todos modos, no deja de sorprender la forma en que se cumplieron las peores expectativas. Los dos candidatos repitieron las mismas afirmaciones que una y otra vez vierten en cada entrevista, en cada incursión mediática. Los dos se movieron por el previsible camino del centro y de la corrección, con ropajes y estilos similares.
Delgado –algo más belicoso– insistió en utilizar el adjetivo ideológico como algo peyorativo. La postura –profundamente ideológica– de denostar a la izquierda por proponer medidas «ideológicas» viene siendo explotada por blancos y colorados desde hace ya unas cuantas elecciones.
Para intentar impactar en algún flanco, el postulante de la coalición de gobierno no eligió el funcional programa de 48 prioridades presentado por Orsi en Colonia, sino las bases programáticas del Frente Amplio, en las que subyacen los pasajes algo más jugados de la coalición de izquierdas. Es allí que, por ejemplo, se le vuelve a otorgar un papel «vinculante» al Congreso Nacional de Educación o se deja, levemente, entornada la puerta para alguna pequeña revisión de la matriz impositiva. El guionista de Dios, diría el humorista, hizo también de las suyas. Casi que en el mismo momento en que Delgado calificaba la postura antimperialista del FA como sesentista («el mundo ya no funciona así»), el gobierno de Estados Unidos autorizaba a Ucrania a utilizar misiles de largo alcance con destino a Rusia. Muy ajenos al devenir de la democracia uruguaya, los algoritmos ofrecían un nuevo hashtag alusivo a «la tercera guerra mundial».
Orsi, en cambio, parecía eludir los aspectos más controvertidos de esas mismas bases programáticas y remarcaba el ensamble de dos ideas: lo que se viene es un cambio que nada tendrá de «radical»; lo que se viene es un «cambio seguro». Con todo, esbozó una defensa de la participación docente en cualquier transformación educativa y resaltó el Sistema Nacional de Cuidados –un promisorio mojón de un nuevo estado de bienestar a la uruguaya, tan importante como incomprendido–. Sobre el final, volvió a apelar, aunque sin demasiado detalle, a las recurrentes tradiciones batllistas.
Por momentos, los dos candidatos transitaron por la misma pista desarrollista y se disputaron la propiedad de vocablos que ya son viejos conocidos: crecimiento, estabilidad, certeza. No se hurgó demasiado en cómo llegar a ese salto en el desarrollo, aunque Delgado quizás utilizó alguna jerga más empresarial, aludiendo a la eficiencia o catalogando el voto a un presidente como un contrato. Ni siquiera hubo demasiadas novedades en el campo de las jubilaciones: los dos contendientes repitieron los anuncios de los días previos (y que el politólogo Oscar Bottinelli calificara como «espejitos de colores», poco atractivos para votantes no alineados).
Otra constatación no menos alentadora es la falta de temas innovadores que reflejan los acuerdos de los comandos. Los dos candidatos no solo no parecen tener demasiado interés por cuestiones más atractivas para generaciones más jóvenes y menos afines a los grandes temas de la política nacional, sino que tampoco parecen tomar nota de otros debates que ocurren incluso en sociedades a las que se mira como espejo. Desde la primera década de los dos mil, en Europa se discute sobre el cambio climático y es de suponer que el asunto –a juzgar por el pase de facturas a los elencos políticos a propósito de eventos extremos como el sucedido en Valencia– pase a cobrar cada vez mayor relevancia. Sin embargo, por estas tierras, a pesar de la cantidad de recursos hídricos y costeros disponibles y de que Montevideo fue en 2023 la primera capital en quedarse sin agua potable, los asuntos ambientales volvieron a brillar por su ausencia. En un país que creó un Ministerio de Ambiente y que se enfrenta al dilema del desabastecimiento de agua potable, ni Casupá ni Neptuno fueron invocados. Todo esto sin considerar la importancia de un factor más táctico: buena parte de los votos que Orsi y Delgado deben intentar atrapar están en peceras muy interesadas por estas cuestiones.
SIESTAS DE MAR DE FONDO
A la luz de los primeros análisis, los únicos satisfechos con el nuevo debate obligatorio son los núcleos duros militantes de cada candidato. El resultado lejos parece estar de los ejemplos más virtuosos que se recuerdan en el país y que no tuvieron la calidad de obligatorios: desde el épico –e incomparable– debate por el plebiscito de 1980 (Enrique Tarigo y Eduardo Pons Echeverry versus el coronel Néstor Bolentini y Enrique Viana Reyes) hasta el mordaz intercambio entre Tabaré Vázquez y Julio María Sanguinetti en 1994 (dos candidatos con superiores capacidades oratorias a las que portan los actuales). A partir de que este nuevo rito electoral ya es un hecho consumado –los elencos políticos decidieron la obligatoriedad por ley–, es evidente que se trata de un formato que necesitará variantes si se quiere evitar que pase a ser un ejercicio gimnástico intrascendente. Claro está que este último punto es más que nada instrumental, pragmático, como la política de estos tiempos, y que poco podrá hacer frente a los agudos problemas de representación exhibidos por las democracias modernas. Por supuesto, algo bastante más profundo que la insipidez de un debate televisivo.