Algunos años atrás, cuando su disco Madreselva daba sus primeros pasos, se escuchaba a Viviana Ruiz cantar: «Para salvarme del silencio, quise vivir en canciones». Atravesando aquel trabajo, iniciador en la carrera solista de la polifacética cantautora nacida en Lagomar, se iba vislumbrando una concepción de canción que bien puede trasladarse a la idea de casa construida, de nicho, de refugio: al fin, de hogar. Allí, en la canción en la que se quiere vivir para salvarse del silencio, no solo hay cimientos que garantizan una sólida estructura, sino que hay elementos, formas y decisiones que forjan su sensibilidad, su espíritu y su identidad. Es que Viviana construye y, para moldear el oficio, fue acumulando materiales traídos desde distintos lugares.
Además de cantar, tocar la guitarra y escribir canciones, es madre, profesora de Historia y se pone, desde hace un buen tiempo, los guantes de látex para adentrarse en algunos de los repositorios culturales más importantes del Uruguay: el Centro Nacional de Documentación Musical Lauro Ayestarán y la Fundación Archivo Aharonián-Paraskevaídis. Al hurgar en el recorrido de Viviana, uno puede encontrar una interesantísima nota escrita en La Diaria hace cinco años titulada «Amalia de la Vega y Lauro Ayestarán: estudio de las músicas en Uruguay». Que hoy trabaje con el archivo de Coriún y Graciela es un poco volver de visita a la escuela, ya que supo ser alumna de ambos en aquellos recovecos del Parque Posadas. También estudió con Rubén Olivera y hoy es ella quien ejerce la docencia musical desde el plano que absorbió como método, y que salta a la vista en el aura de sus discos y presentaciones en público: talleres de creación de canciones en el TUMP. Discos, en plural, porque tres años después de Madreselva acaba de publicar Añil, nuevo hogar para salvarse del silencio, cimentado en ocho bellísimas canciones.
Un primer punto importante es que el productor musical es Diego Janssen, y no es casualidad que sea un nombre tan repetido cuando se hace referencia a los trabajos discográficos de más calidad en estos últimos años. Tanto en la escucha de sus producciones como en el decir de los artistas que lo eligen, se percibe, de forma sostenida, el valor profesional y sensible de Diego.
El segundo disco de Viviana no solo se llama Añil, sino que, en términos visuales, es de ese preciso color, gracias al arte de tapa de su hermano Federico y al diseño de contratapa de su amiga Nairí Aharonián. Federico reveló y añiló una foto de Viviana niña, hamacándose en una plaza de Castillos durante una parada de descanso en alguna escapada familiar rumbo a Aguas Dulces, «no sé si puchereando, no sé si sonriendo, no sé si imaginando alguna canción», se describe ella misma, a la distancia. La tapa es una foto de la foto, con las manos de la Viviana adulta sosteniendo la imagen de la Viviana niña. La integralidad visual del disco contempla que los audios de las ocho canciones tienen sus correlatos en videos realizados por Nicolás Macchi –además, el contrabajista de la banda –, que irán apareciendo de a poco en las distintas plataformas. Ya hemos visto tres y comprobamos que funcionan como sutiles y animadas páginas de un audiocuento, con ella como protagonista y narradora. Es que Viviana tiene mucho de cantora cronista no solo por los contenidos de los textos, sino por la potencia de su tono y sus fraseos, un decir sutilmente combativo y, a la vez, armonioso y lleno de calma.
El disco empieza con «Bienvenido», dirigida a un alguien a quien admite haber extrañado. Le dedica una hermosa forma de reconocer amor, diciéndolo sin decirlo del todo por si al otro le parece demasiado: «La verdad, esto es parecido a lo que me hablaron cuando me hablaron de amor». En la música se encuentran el bandoneón ejecutado por Abril Farolini y el bombo legüero de Ana Chacha de León, y se genera un interesante vaivén entre unos aires más tangueros y otros más folclóricos. Luego viene «Canción de primavera», fresca y llena de la naturaleza con la que Viviana se crió en la libertad de su infancia. Jardín, flores, mar y viento. Con los coros de su hermana Analía y Emilia Benia, «Canción de primavera» es un cúmulo de metáforas («El silencio es testarudo/ y tironea la garganta, las durezas se adelantan cuando se las quiere tapar»), en el que se cruzan la estructura de copla campera con un ritmo en el que se asoma el baile del Caribe mientras «se quiere y se vuelve a llorar».
La canción que da nombre al disco es la tercera y fue el corte de difusión. Viviana ha escrito sobre el añil, sus acepciones y espíritus. En su Instagram, inaugurando los primeros días del disco, escribió: «Añil: color azul intenso que está entre el azul y el violeta en el arco-íris, aunque a veces se combina con esos colores. Añil: palabra que refiere también a un pigmento obtenido de algunas plantas muy específicas y al proceso de creación de ese pigmento para el teñido de telas, algo así como un ritual transmitido de generación en generación. Añil: en algunas culturas, un color cargado de significados relacionados con la sabiduría, la intuición y el misterio. Añil: una palabra que se parece bastante a la música, ese lugar de cruce un poco indescifrable entre sabiduría, intuición y misterio; ese ritual que sin lo que hicieron y transmitieron las generaciones anteriores no es ni puede ser nada; ese lugar que tiene, detrás de algo simple, muchísima búsqueda; esa magia que aparece de golpe y nos deja en estado de sorpresa. Añil: salir, volver a salir y ver el arcoíris». En la canción, la narradora quiere salir, vuelve a cantar y encuentra la suerte en ese ejercicio. Es el momento más despojado del disco, con Viviana en guitarra y voz, y Ernesto Díaz en congas, con el toco de Eduardo Mateo en la sangre, marcando el paso firme en cada golpe.
La primera mitad del disco cierra con «Palomita», una vidalita con un canto más abierto, en juego con el vuelo que describe y el arpegio de la guitarra. Tras la vidala, aparece «Carmela Casaña», quinta canción del disco, que presenta la historia de un personaje, entre realidad y ficción. «Soy hija de nadie y voy con el miedo de hace un siglo, cuando al escapar del hambre, sin saber sobre qué costas, viajé en barco por el mar, sin destino conocido», inicia su presentación. Carmela es el nombre de una bisabuela de Viviana, mujer migrante que crio sola a sus hijos. Su bisnieta no la conoció, pero para la canción la imaginó viva, con 100 años, cerca de la muerte y contando su historia. La primera parte del texto se asemeja bastante con la realidad vivida, para el resto se dio algunas licencias. Casaña era el apellido de otra bisabuela de Viviana, pero le gustó la idea de juntar nombre de una y apellido de otra para construir a esta mujer, casi como un concepto, para escapar un poco de la linealidad biográfica.
Añil empieza a cerrar con «No hay lugar», una canción que bordea ciertas tensiones musicales del rocanrol. Su crudeza, que en el texto está presente de forma simple y contundente, atraviesa la descripción de una casa, un barrio, una comunidad atravesada por la pobreza estructural. La canción transcurre y termina en seco, de golpe. Luego, en «Despegue», algunas imágenes remiten a distintos juegos, y en «Vi la vida» se construye la imagen de un niño que nace para que el amor y la alegría lo tomen todo.
Así, el nuevo disco de Viviana termina con un tono esperanzador, en una especie de luz que se filtra en la promesa de un mejor mañana. Como con los cuentos que nos hacen bien y no nos cansan, se lee la última página, se cierra la contratapa y el disco se da vuelta para empezarlo de nuevo.