Confini di classe («fronteras de clase») se llama su «último panfleto», publicado en mayo, en Milán, por la legendaria editorial Feltrinelli. Así, como panfleto, lo presenta la Rivista Studio,un medio que sigue moda y tendencias, en la introducción de una entrevista a su autora.
Cabe sospechar que a Ypi –filósofa y profesora de Teoría Política de la London School of Economics, de currículum infinito– el calificativo le divirtió tanto como ser entrevistada por una revista de este tipo. Postea cada muerte de obispo, pero esa nota la posteó.
Los tres ensayos que Confini reúne («Borders of class», «11 Theses» e «Immigration, solidarity and social class») ya llevaban algunos años circulando en inglés, pero, como observaba el entrevistador de Rivista Studio, era el momento oportuno para ponerlos al alcance de los italianos. Para el 8 y el 9 de junio estaba convocado un referéndum en el que los peninsulares podrían decidir si se reduciría de diez a cinco años el plazo de residencia legal exigido para obtener la ciudadanía, y los textos de Ypi tenían todo que ver con el debate en cuestión.
En la entrevista, la autora sintetizó rotundamente su posición: «En una democracia, quienes están sujetos a las leyes también deberían tener derecho a contribuir a su creación. La ciudadanía, en este sentido, debería ser obligatoria para todos los residentes», alegaba. La edición de Confini pretextó muchos otros encuentros con medios de la península, que aprovechó para defender esta tesitura.
Ypi es ese tipo de intelectual, es decir, una intelectual. Dos semanas antes se la había visto en Viena, ante una Judenplatz repleta, designada por el Instituto de Ciencias Humanas de la capital austríaca para pronunciar el Discurso a Europa de este año. En esa oportunidad, entendió del caso hablar sobre migración e identidad, y supuso que para ello podría ser de utilidad comenzar refiriendo quién era:
«A menudo» –dijo– «me presentan como filósofa, como escritora, como ciudadana albanesa o como ciudadana británica naturalizada. Cuando hablo con mujeres, me presentan como mujer, a veces como mujer trabajadora. Cuando hablo con madres, me presentan como madre. A veces me presentan como una albanesa de familia musulmana, y a veces como algo muy diferente a una musulmana, aunque siga siendo una eme: la de marxista. A veces me presentan con otra eme, la de migrante».
Sin embargo, de estas últimas emes poco se habla, si es que se habla, en buena parte de los comentarios escritos a propósito de Libre, su obra más conocida, traducida al menos a 30 idiomas y afortunadamente disponible también en nuestro país, en la edición de Anagrama, traducida por Cecilia Ceriani.
Se trata de unas memorias que abarcan el fin de la infancia y los años de adolescencia de la autora. Las reseñas no olvidan decir que nació en Albania hace 46 años, que hasta los 17 vivió en ese pequeño país (cabe seis veces en Uruguay) estirado en la costa del mar Adriático, al norte de Grecia, frente al taco de la bota italiana.
También recuerdan que Albania fue el último país de Europa en sacudirse la dictadura del partido comunista: una dictadura proyugoslava primero, prosoviética después, pro-China más tarde, y finalmente solitaria.
Esos comentarios de Libre nunca olvidan mencionar el desconcierto de la niña que a los 11 años asistió al estruendoso derrumbe de aquel modelo, ni el amargo pasado que el descalabro dejó expuesto.
Porque recién entonces entendió el lenguaje cifrado que sus mayores se habían visto obligados a usar y en el que estar en la universidad significaba estar preso; la carrera mencionada aludía a la severidad de la pena que se pagaba; calificar a alguien de profesor era decir que era carcelero, eventualmente torturador o bien un delator profesional; que obtener el grado era ser liberado; ser expulsado, haber sido asesinado; desertar, haberse suicidado.
Pero aun las recensiones de supermercado se ven apremiadas a confesar que, en las páginas de la albanesa, la conclusión de la tiranía no fue la fiesta de la emancipación, que el libro no tiene final feliz, que, como admite –por ejemplo– la gacetilla de Bookshop, el ocaso del comunismo «no necesariamente desembocó en justicia y libertad».
El subtítulo de Libre es «El desafío de crecer en el fin de la historia». Para que su ironía se comprenda hoy, se hace necesario explicar que, en los noventa del siglo XX, un pensador ya casi olvidado postuló que la debacle de las dictaduras comunistas de Europa del Este suponía el acabose de la historia «como tal», en tanto lo sucedido implicaba la universalización de la democracia liberal occidental y, a su juicio, esta venía a ser la culminación de la evolución ideológica de la humanidad.
En realidad, las memorias de la filósofa pasan de largo por ese presunto punto final. «El fin de la historia» es el título de su décimo capítulo, con el que termina la primera parte. Después vienen los 12 capítulos de la segunda parte y hay un epílogo, además. Son esos primeros diez capítulos los que Ypi dedicó a la Albania comunista.
UN CHICLE DE VERDAD
Según le contó a Hang Zhang, de The New Yorker, la decisión de recordar aquella etapa tuvo que ver con la pandemia. La llegada del SARS CoV-2 la encontró estudiando en Berlín y con tres hijos pequeños. «Ypi encontró cierta ironía en el hecho de que, en Europa occidental, en el corazón de la democracia liberal, se estuviera restringiendo la autonomía en nombre del bien social», escribió Zhang. «La sensación de transformación inminente provocada por la pandemia le recordó la caída del comunismo», añadió. Una de las virtudes de este tramo del relato es que ayuda a comprender la experiencia de ignorar que se vive en dictadura. Ypi se asomó a la vida en un régimen que llevaba más de tres décadas de instalado. Sus mayores buscaron protegerla ocultándole a conciencia la violencia que escondía: era una de esas mesas familiares en las que la política estaba vedada.
«Nunca me había parado a pensar en la libertad. No hacía falta. Teníamos muchísima libertad. Me sentía tan libre que a veces percibía mi libertad como una carga y, en alguna que otra ocasión, como aquel día, como una amenaza», rememoró. Ese día tenía 11 años y se había topado con una manifestación que demandaba esa cosa. La reconstrucción puede dejar también rumiando si todos los soportes ideológicos dan lo mismo.
El comunismo albanés ganó las primeras elecciones multipartidarias, pero perdió las siguientes. «Cuando por fin llegó la libertad» –recordó Ypi en su libro–, «fue como si te sirvieran comida congelada. Masticamos poco, tragamos rápido y nos quedamos con hambre. Algunos se preguntaban si nos habían dado sobras. Otros dijeron que no era más que una entrada fría».
Pero hubo posibilidades nuevas: salir del país era una de ellas. A los 12, la autora acompañó a su abuela paterna, Nini, a visitar a los parientes que le quedaban en Atenas. Y como Nini la convenció de que llevara un diario, Ypi puede precisar en su libro todo lo que le sucedió por primera vez en aquel viaje:
«La primera vez que sentí el aire acondicionado en la palma de las manos; la primera vez que comí plátanos; la primera vez que vi semáforos; la primera vez que me puse unos vaqueros; la primera vez que no tuve que hacer cola para entrar a una tienda; la primera vez que pasé un control de fronteras; la primera vez que vi una cola formada por coches en lugar de por seres humanos; la primera vez que me senté en un retrete en lugar de ponerme en cuclillas; la primera vez que vi que la gente iba detrás de un perro sujeto a una correa en lugar de ver perros callejeros que iban detrás de la gente; la primera vez que tuve entre las manos un chicle de verdad en lugar de un envoltorio; la primera vez que vi edificios con diferentes tiendas y escaparates repletos de juguetes; la primera vez que vi cruces sobre tumbas; la primera vez que contemplé paredes cubiertas de anuncios en lugar de proclamas antiimperialistas; la primera vez que admiré la Acrópolis, aunque solo desde fuera porque no teníamos dinero para pagar la entrada.»
Además, la jovencita registró su primera conversación de turista a turista, con otros de su edad: «Me enteré, sorprendida, de que no sabían quiénes eran Atenea ni Ulises, y se rieron de mí porque yo no conocía a un ratón que, al parecer, era muy famoso, llamado Mickey».
ELONA
Pero los viajes empezaron a ser complicados para sus compatriotas que buscaban emigrar a Italia. En marzo de 1991, su amiga Elona logró huir a la península junto con su novio. Acababa entonces de cumplir 13 años. Huérfana de madre, descuidada por su padre, tenía un abuelo que sí se inquietó por su destino e intentó viajar para traerla de vuelta.
La opción para conseguirlo era un navío llamado Vlora, que acababa de llegar de Cuba cargando azúcar. A su arribo, decenas de miles se arremolinaron en el puerto, narró la autora. Una muchedumbre lo abordó y obligó al capitán a zarpar hacia Italia aunque el motor principal necesitara ser reparado y el radar tampoco anduviese. La nave tenía capacidad para 3 mil personas, pero zarpó con casi 20 mil, lo que enlenteció aún más sus movimientos. En Brindisi le negaron permiso de desembarco y le ordenaron dirigirse a Bari, 110 quilómetros al norte, a donde llegó siete horas después.
«Todavía hoy siguen frescas en mi memoria las imágenes del Vlora entrando en el puerto de Bari. En la pantalla del pequeño televisor en colores que acabábamos de comprar vi decenas de hombres que habían logrado trepar hasta la punta del mástil, medio desnudos, con el sudor chorreándoles por el cuello, los rostros sucios y sin afeitar, […] parecían los autoproclamados generales de un ejército que había perdido la moral antes de empezar la batalla. Agitaban los brazos de un modo absurdo […] y gritaban: “¡Amico, dejadnos bajar!”, […] “¡Tenemos hambre, amico!”, “¡Necesitamos agua!”», contó Ypi.
Cuando finalmente les permitieron desembarcar, los condujeron en autobuses a un estadio abandonado y los encerraron bajo vigilancia policial. «Si intentaban escapar, los detenían y les daban una paliza. Les lanzaban comida empaquetada y botellas de agua desde helicópteros. Los hombres, mujeres y niños que estaban dentro del estadio se peleaban para hacerse con las provisiones. Algunas personas portaban navajas y comenzaron a usarlas para atacar o matar a los demás», narró la albanesa. Tras dos semanas en el estadio, los volvieron a subir a autobuses, los llevaron al puerto, le dieron 20 mil liras a cada uno y los obligaron a regresar a Albania. ¿Por qué ahora los italianos los expulsaban? «Nuestro país ya no era, técnicamente, un Estado comunista», explicó Ypi.
«En marzo decían que todos éramos víctimas […] y en agosto ya nos miraban […] como si nos fuéramos a comer a sus niños», concluía el abuelo de Elona de su periplo.

La filósofa aprendió de esto algo sobre lo que ha insistido: «Occidente se pasó décadas criticando a Europa del Este por el cierre de fronteras, financiando campañas para reclamar la libre circulación de los ciudadanos, condenando la inmoralidad de los Estados que restringían el derecho de salida. Nuestros exiliados solían ser recibidos como héroes. Ahora los trataban como criminales».
Elona acabó prostituyéndose. Murió a los 43, en diciembre de 2021, una semana después de la publicación de Libre.
DELICIA TURCA
En todo caso, los albaneses debieron intentar adecuarse a la versión occidental de la doble moral. El capítulo 15 incluye un buen ejemplo. Lo protagoniza Doli, la madre de Ypi, profesora de Matemáticas hasta el final de la dictadura. Descendía de una familia burguesa, expropiada por el régimen. Una mujer autónoma, práctica, decidida, un tanto feroz.
A veces, la atmósfera permitía que la TV yugoslava se viera en Durrës. A Doli no le gustaba la televisión, pero hacía una excepción con la serie Dinastía, aquella producción yanqui sobre enredos de multimillonarios de fines de los ochenta. La veía «no porque le interesara la trama» –escribió su hija–, «sino porque le gustaba ver el decorado de las casas. “¡Qué bonito!”, decía con la voz cargada de deseo».
Doli siempre estuvo convencida de que una sociedad sana debe tener entre sus pilares fundamentales a la propiedad privada. La transformación política le dio la oportunidad de desplegar su capacidad como dirigente del Partido Democrático, opositor al continuismo. Tuvo su cuarto de hora antes de que la crisis económica y la guerra civil que devastaron Albania en 1997 reconfiguraran el escenario.
Y uno de los temas a los que se dedicó fue a ayudar a que las madres pudieran visitar a sus hijos, que emigraban multitudinariamente, especialmente a Italia (la población albanesa descendió de 3.287.000 en 1990 a 2.746.000 en 2023).
El problema de la visa que Occidente volvía cada vez más difícil se resolvía fingiendo que las mujeres viajaban con el objeto de participar en encuentros con organizaciones de mujeres en distintas capitales europeas. Lo más frecuente era que también hubiera que ayudarlas con dinero para viajar.
Para todo eso, Doli necesitaba mantener buenas relaciones con esas organizaciones, pero no creía que entendieran si les revelaba el verdadero propósito de los viajes. «Enseguida aprendió la fórmula que tenía que repetir con el objeto de superar las entrevistas para el visado: transferencia de conocimientos, desarrollo de sinergias de equipo […] y cosas por el estilo», contó Ypi.
El capítulo en cuestión trata de la vez que recibió en su casa a un grupo de feministas francesas, comenzando por la épica jornada de limpieza que enfrentó la familia entera para crear el escenario adecuado. Doli no sabía cómo vestirse para la ocasión. Ella normalmente «usaba pantalones, odiaba el maquillaje y se peinaba sin mirarse al espejo». Se decidió por lo que creyó el atuendo de una mujer empoderada, un vestido escotado, rojo y negro, que encontró en una tienda de segunda mano. En realidad era un camisón, pero confusiones del estilo eran frecuentes en las albanesas de esos días, alejadas como estaban del concepto de outfit de sus hermanas del Oeste.
Doli no hablaba francés. La que lo hablaba perfectamente era su suegra, Nini, que entendía bien el lío y sirvió de traductora y colaboró en lo que pudo para ayudar a su nuera. Para peor, le fastidiaba el feminismo, especialmente la idea de discriminación positiva. Para ella, «solo había una cosa de la que enorgullecerse al evaluar el legado del pasado comunista: que el Partido había implantado la estricta igualdad sexual sin ninguna concesión».

Sin embargo, sintió que no era lo que debía responder cuando la visitante que llevaba la voz cantante, tras advertir: «Sabemos que bajo el socialismo había mucha retórica sobre la igualdad de las mujeres», le preguntó: «Pero ¿cuál es la realidad? ¿Las mujeres albanesas fueron víctimas de acoso?».
«Recuerdo» –afirmó la autora– «que mi madre se quedó perpleja, dejó de dar vueltas con la cucharilla a su taza de café y clavó la mirada en su interlocutora sopesando los efectos de lo que estaba a punto de decir. […] Dejó la taza de café sobre la mesa, pero estaba tan nerviosa que, a continuación, alargó el brazo para coger una delicia turca y se la metió en la boca».
«Por supuesto –contestó sin dejar de masticar–. Yo siempre llevaba un cuchillo.»
SOLO CADENAS QUE PERDER
Albania perteneció al imperio turco hasta 1912. La perspectiva desde la que Ypi narra el fin de su infancia y sus años de adolescencia incluye el provenir de una familia musulmana que, del lado paterno, descendía de la aristocracia otomana y, del materno –como se ha dicho–, de la burguesía.
Su abuelo paterno, a pesar de haber sido socialista –y partidario del Frente Popular–, estuvo preso durante 15 años bajo el régimen comunista y salió de la cárcel para morir (sabremos más de él y de su esposa Nini cuando llegue Indignity, el último libro de Ypi, editado en abril, en Londres, por Penguin Random House).
Para el régimen, se trataba de una familia ubicada en la casilla de los enemigos de clase. En aquella casa, sin embargo, «cada uno tenía su revolución favorita, igual que cada uno tenía su fruta de verano favorita. La fruta favorita de mi madre era la sandía y su revolución favorita era la inglesa. Las mías eran los higos y la rusa. Mi padre afirmaba que él simpatizaba con todas las revoluciones, pero que su favorita era la que estaba todavía por llegar. En cuanto a su fruta favorita, era el membrillo. […] Los dátiles eran la fruta favorita de mi abuela: eran difíciles de encontrar, pero ella los había disfrutado de niña. Su revolución favorita era, por supuesto, la francesa, y eso molestaba sobremanera a mi padre».

«Ypi es la rara escritora poscomunista que trabaja a través del pasado herido del proyecto del socialismo reflexivamente, sin descartar las creencias más sinceras de sus primeros años», señala acertadamente Zhang. Dejó Albania para siempre después de la guerra civil de 1997, cuando obtuvo una beca para cursar estudios universitarios en Roma. Doli tuvo su propio periplo desde entonces, que incluyó divorciarse, emigrar, lavar pisos para los italianos. Cuando el tesón y la suerte le permitieron recuperar bienes que el comunismo había expropiado a su familia, su hija comenzó a tener algo de dinero para participar de la bohemia de sus compañeros de estudios.
Le sorprendió entonces que, aunque sus amigos occidentales se autodefinieran socialistas, no terminaban de entender los límites que la pobreza impone a las personas; que los únicos revolucionarios que admiraban habían sido asesinados; que no admitían que alguien que viniera de Europa del Este tuviera algo que decir sobre el socialismo.
Meses antes de que Nayib Bukele le ofreciera a Marco Rubio plazas en el Centro de Confinamiento del Terrorismo para los latinos que la Casa Blanca iba a deportar, diez bangladesíes y seis egipcios ocuparon los primeros lugares de la nueva «universidad» abierta en Albania, la prisión de Gjadër, donde –con la complicidad del gobierno de Tirana– Giorgia Meloni ha decidido encerrar a los inmigrantes que aún no tiene resuelto si recibirá o expulsará.
Cuando hace algunos meses este semanario le preguntó a Ypi dónde encontrar su mirada sobre el concepto de clase, adjuntó el ensayo «Immigration, solidarity and social class».
Sus últimas líneas son una muestra elocuente de la radicalidad de su pensamiento: «Según Marx, la gestión de la migración por parte de los Estados capitalistas y la división que introduce entre trabajadores nacionales y extranjeros “es el secreto mediante el cual la clase capitalista mantiene su poder”. La clase capitalista, sugiere, “es plenamente consciente de ello“. Pero si no se cuestiona el modelo de solidaridad y comunidad política en el que se basa ese secreto, será difícil que los progresistas tomen medidas en la dirección correcta. Cuando la solidaridad se construye como lealtad al proceso […] de dar forma a una comunidad política compartida, el modelo alternativo, construido sobre la solidaridad de clase, se ve inevitablemente socavado».