La Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo (INDDHH) fue creada hace 17 años, luego de un largo proceso de debate y aprendizaje. Se hizo dependiente del Parlamento para darle amplitud, para que no tuviera limitaciones «sectoriales o temáticas» y para «mantener su distancia con el gobierno». La ley 18.446 le asignó distintos roles y, entre otras, sus competencias abarcan la salud mental, los mecanismos de prevención de la tortura, el monitoreo de las regulaciones ambientales. La INDDHH ha producido más de 156 informes y ha denunciado casos de explotación sexual adolescente, ha detectado tratos humillantes y castigos inapropiados hacia niños, niñas y adolescentes en arcas estatales y se ha pronunciado contra la internación sin consentimiento de ancianos en residenciales. En definitiva, ha cumplido con el estatus de defensor del pueblo que le corresponde.
La ley 19.822, de 2019, le comete expresamente «la búsqueda de las personas detenidas y desaparecidas en el marco de la actuación ilegítima del Estado», incluida la investigación de la verdad sobre las circunstancias de la desaparición y la ubicación de los restos. Es gracias a la INDDHH que hoy conocemos el paradero de los cuerpos de Eduardo Bleier, Amelia Sanjurjo y Luis Eduardo Arigón. En el último período, fue Wilder Tayler quien se encargó de esta función. La elección de la persona que lo sustituirá tiene que ver con esa tarea. Sin embargo, en las idas y venidas del proceso de selección de las vacancias este cometido quedó en segundo lugar y el acuerdo político-partidario puede dar lugar a un montón de desplazamientos respecto a los objetivos fundamentales de la INDDHH.
Desde la asunción en 2012 del primer Consejo Directivo nombrado por la Asamblea General se sucedieron tres consejos. El último, elegido en 2022, se está desmantelando a pasos acelerados: las renuncias de Tayler y de Bernardo Legnani en mayo y junio más las denuncias que enfrenta su directora, Carmen Rodríguez, por acoso laboral muestran a las claras el debilitamiento de la institución. ¿Qué pasó de allá hasta acá? A mi juicio, un cambio que sustituye el acuerdo político por representación partidaria de un organismo nacido y desarrollado justamente para no estar sometido a estas tensiones. Tratar a la INDDHH como si fuera la Comisión Administradora del Río Uruguay o la Corte Electoral (donde los partidos designan a sus representantes) contraría su espíritu, y en este retroceso se juega la propia noción de la institucionalidad democrática. En tiempos de antipolítica, de crisis de la democracia, de derivas autocráticas en tantos países, se hace necesario volver a la vieja virtud de la política: la templanza.
En agosto de 2022 la INDDHH eligió un nuevo directorio, el tercero desde su creación, pero en circunstancias políticas muy diferentes a las dos anteriores. En las primeras elecciones primó un criterio casi asimilable al de un concurso para valorar los mejores currículums (quien escribe estuvo en ambas comisiones) y las mejores propuestas (se hacían extensas entrevistas con los interesados). En la última, en cambio, primó el criterio de tener en el Consejo Directivo la «representación de todos los partidos políticos», como señaló en su momento un referente de la coalición de gobierno.
El espíritu original de la ley era que las organizaciones de derechos humanos fueran las que postularan a los referentes que querían impulsar. Y la razón por la cual se privilegiaba el criterio de las organizaciones sociales era, justamente, que los nombres fueran referentes del trabajo concreto y real en el campo de los derechos humanos. Pero los postulantes partidarios presentados por legisladores del mismo partido se hicieron moneda corriente en el procedimiento, al tiempo que también comenzaron a postular nombres organizaciones cuyos cometidos no parecían alineados con los fines de la INDDHH, como lo dijo en el pasado un integrante de la propia institución.
Para la sustitución de Tayler, organizaciones de reconocida trayectoria respaldaron el nombre de Mariana Mota. Las razones son técnicas, más que políticas. Tayler se encargaba de los cometidos relativos a la búsqueda y la candidata tiene un extenso currículum que respalda su capacidad técnica para esta función. Pero rápidamente se abrió camino la idea de que un acuerdo político implicaba elegir a personas más o menos afines al conjunto de los partidos. No fue ese el espíritu de la ley con el que se creó la institución, y su vaciamiento pone de manifiesto la debilidad de los derechos humanos en Uruguay. A pesar del prestigio del que hoy goza, su debilidad es manifiesta. ¿Qué hacer?
En primer lugar, se debe volver a un criterio de excelencia para designar a sus miembros. No debería ser difícil. La INDDHH está alineada a los compromisos que la comunidad internacional y nuestro país han ratificado. El terrorismo de Estado y los delitos de lesa humanidad no son un invento uruguayo, sino normativa y jurisprudencia universal. Los derechos de las mujeres no son un invento de feministas desquiciadas, sino que el país se ha comprometido una y otra vez a reducir las brechas de género, eliminar la violencia contra las mujeres y generar ambientes libres de discriminación. La protección del ambiente, la prevención contra tratos inhumanos y degradantes o las políticas específicas para personas en situación de discapacidad son todos derechos humanos consagrados en el derecho internacional y en el nacional. ¿Se puede hacer política desconociendo estos hechos? ¿Se puede hacer política hablando contra los derechos humanos? ¿No es eso un sinsentido?
Quienes se postulan para estos cargos y las organizaciones que los sostienen deben estar en línea con estos principios fundamentales. La institución no es un lugar para asegurar la coparticipación de partidos o sectores. Hay muchos otros lugares para eso. Pero no la INDDHH. Este tipo de instituciones supone grandes avances para la protección de los derechos de las personas, mayor transparencia y más cercanía entre la ciudadanía y el Estado. Es mucho lo que está en juego en los nombramientos que se sucederán en el futuro: la institucionalidad de los derechos humanos, la responsabilidad para con ellos del sistema político y la credibilidad de la propia institución.