El futuro pintaba luminoso para Julio María Sanguinetti a mediados de 1983. No precisamente por los resultados de las elecciones internas de noviembre de 1982, cuando los blancos superaron notoriamente a los colorados (93 mil votos), sino porque el amplio triunfo de las opciones opositoras a la dictadura convenció a los generales de la necesidad de negociar salidas en términos realistas con los más accesibles. Siete meses después de las internas, y de conversaciones exasperantes, Sanguinetti creía estar en condiciones de aconsejarle a Wilson Ferreira Aldunate que bajara un cambio, que aceptara el hecho de que no iba a ser el primer presidente de la restauración democrática, como exactamente se lo diría semanas después, en agosto, cuando se encontraran en un congreso, en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Y en eso, le hicieron una zancadilla que lo enfureció y que le sirvió de advertencia.
El oficial de caballería que viajaba en el asiento del acompañante de la camioneta le advirtió al soldado que conducía que siguiera lentamente a la mujer que acababa de salir de la casa de la calle Nelson 3444, en el Prado. La mujer dobló en Guardia Oriental hacia Carmelo. Antes de llegar a Burgues, el oficial bajó del vehículo e interceptó a la mujer, que fue acomodada en la parte posterior, entre dos soldados que portaban armas largas. Algunas cuadras después, en Burgues y Propios, el oficial giró el torso y sin mediar palabra le dio a la mujer una capucha. La prisionera, Glenda Rondán, profesora de Literatura en Secundaria, colaboradora estrecha del secretario general del Partido Colorado, Julio Sanguinetti, no sabía qué hacer con ese pedazo de fieltro sucio y oloroso, hasta que cayó en la cuenta y se lo puso en la cabeza.
Era la una de la tarde del miércoles 20 de julio de 1983, cuando el vehículo militar aminoró la marcha e ingresó por un camino de pedregullo. Rondán fue introducida en un edificio y guiada por los pasillos hasta que le sacaron la capucha y le ofrecieron una silla: «Frente a mí había un escritorio de madera fina, con vidrio encima, en el que había útiles, una carpeta. Había un pedestal con base de mármol, un retrato de Artigas, un sillón de cuero y un perchero del que colgaba una gorra que tenía una cosa dorada». A su espalda había alguien escribiendo a máquina y detrás del escritorio «una persona también uniformada, de camisa de color crema, con corbata y charreteras; una persona alta, delgada, cabellos castaños, con algunas canas, de 42, 45 o 47 años».
El interrogatorio duró cuatro horas. Le preguntaron por las actividades del partido, por una marcha que debía realizarse el martes 26, por los dos días que estuvo detenida en julio de 1973, inmediatamente después del golpe. Pero las preguntas se centraron en Julio María Sanguinetti, en los vínculos civiles y militares del secretario general y en las opiniones de este sobre la actualidad política. Todo fue regado con amenazas para amedrentarla. A las cinco y media de la tarde la volvieron a encapuchar y finalmente la liberaron en las inmediaciones del Obelisco. Le faltaban unos anteojos –que le rompieron accidentalmente– y un saco de lana con una agenda diaria y un listado de convencionales del partido.
Sanguinetti formuló una airada denuncia en la edición del Correo de los Viernes, dos días después, el 22 de julio. «A quien corresponda» no identificaba a «la activa colaboradora de nuestro partido y en lo personal de nuestras actividades políticas», pero hacía claras advertencias: «Con total objetividad denunciamos el hecho. Lo hacemos público para que quienes sean los responsables asuman esa misma responsabilidad, sin que haya traslado de ella de un lado al otro. […] Si vamos a volver a encapuchar a demócratas que actúan pacíficamente en su militancia, este país vivirá tiempos trágicos. […] Esto se para acá, o cada día se hará más grave. Porque no vamos a permitir estos manoseos». Los diarios El Día y El País se hicieron eco de la denuncia. El jefe de Policía, coronel Walter Varela, se interesó personalmente por el episodio.
Pero los temores de Sanguinetti se cumplieron. El asunto se trasladaba de un lado al otro. No solo no se asumían responsabilidades, sino que incluso los oficiales del Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA) pusieron en duda que hubiera ocurrido. «¿Qué hechos y características le llevan a determinar que fue objeto de un procedimiento militar su detención?», le preguntaron a Rondán en un segundo interrogatorio, como si algún enemigo personal de Sanguinetti anduviera por la ciudad en un vehículo verde con escarapela militar, amigos disfrazados de soldados armados con fusiles y secuestrando militantes colorados. Aunque formalmente la documentación de inteligencia no identifica responsables (ni la identidad ni los cargos de los interrogadores), sorpresivamente aparece un informe del comandante de la brigada de Caballería 3, remitido a la División de Ejército 1, que daba a entender quiénes eran los responsables.1 El informe pretendía poner en duda la cordura de la profesora Rondán. Los oficiales de la Brigada se esmeraron en obtener antecedentes. El testimonio de un familiar –que no se identifica– sugería que entre los 13 y los 15 años Rondán fue «tratada por alteraciones de orden nervioso», y más recontentamente «por un especialista en enfermedades de origen siquiátrico». El oficial de caballería establecía que había «opinión generalizada» sobre su «inestabilidad emocional», agravada por menciones a «supuestas apariciones vinculadas a sus creencias religiosas». El informe ponía en duda no solo su detención, también la prisión de 1973
(«no hay registros»), y establecía que «no se sabe ciertamente si la docente es titulada o no». La «impresión personal» del interrogador «surgida durante la realización del interrogatorio» fue que la profesora estaba «sumamente nerviosa, con un movimiento permanente de las manos y con ansiedad evidente en su expresión», que, claro, no podía adjudicarse al hecho de que había sido secuestrada en plena calle y encapuchada por personas armadas.
El propio Sanguinetti fue interrogado por oficiales de una dependencia que los documentos no identifican. Preguntado por los objetivos del «presunto episodio», Sanguinetti detalló: «Es un hecho grave por sus características. El procedimiento empleado, la circunstancia de ser [Rondán] una persona allegada a mis actividades políticas, el hecho de que quienes actuaron manifestaban conocer detalles de mis actividades, me hicieron considerar esto como muy grave, no por mi persona, sino por mi investidura de secretario general del Partido Colorado».
En un anexo, ante la pregunta de quiénes podían tener interés en conocer en detalle las actividades del político, el oficial del OCOA estimó oportuno citar la respuesta de Sanguinetti en forma textual: «Podría tratarse de grupos con la finalidad de complicar las cosas, buscando o tratando de evitar entendimientos con ustedes», dijo en referencia a las Fuerzas Armadas. Puesto que los Tenientes de Artigas, alineados detrás del general Hugo Medina –sucesor del general Esteban Cristi–, estaban decididos a liderar una salida inevitable que fuera lo menos dolorosa, los únicos grupos con «interés de complicar las cosas» rodeaban al general de caballería, e incidentalmente presidente de facto, Gregorio Álvarez.
La zancadilla no tuvo mayores consecuencias; meses después, manteniendo la proscripción de Ferreira Aldunate, los militares eligieron a su «caballo del comisario».
- Archivo Berrutti, rollo 641. ↩︎