El ministro del Interior, Carlos Negro, ha expresado algo decisivo, que debe ser tomado muy en serio y llevado hasta las últimas consecuencias. «No vamos a hacer más de lo mismo», dijo. En el marco de los Encuentros por Seguridad para la elaboración de una Estrategia Nacional de Seguridad Pública, esta intención parece querer marcar un punto de inflexión.
El desafío es enorme, porque hasta ahora todos los diálogos y acuerdos políticos sobre el tema han derivado en consensos punitivos y en «políticas de Estado» más bien implícitas, que precisamente hay que comenzar a revertir. Para peor, los sectores mayoritarios de la oposición han acudido a estos diálogos reconociendo la continuidad de este gobierno con lo hecho por la Coalición Republicana.
Salir del laberinto será costoso. Se necesitan ideas nuevas, mucha capacidad de convencimiento, una nueva pedagogía política y enrolamiento de actores que rompan los actuales compartimentos estancos. Por ahora, son pocos los buenos indicios, pero la voluntad está, y habrá que dar el tiempo necesario para que haya maduración programática y una hoja de ruta.
Para apuntalar este proceso, el Ministerio del Interior presentó su Diagnóstico General de la Criminalidad y la Violencia en Uruguay. Ofrecer insumos, promover nuevas lecturas, priorizar asuntos relevantes deberían estar entre los objetivos más destacados de esta publicación en el contexto de construcción de una nueva política. En términos globales, el informe no arroja grandes novedades en relación con lo que se conoce y lo que se viene pautando en la discusión pública. Aun así, para ser un documento oficial sobre seguridad, y en directa comparación con lo ocurrido en los últimos cinco años, tiene el enorme mérito de no esconder la gravedad de los problemas y evitar las promesas mágicas con base en la severidad y la autoridad. El gobierno tiene la intención de restituir un panorama de realidad compleja, y eso ya es mucho en medio de una dinámica política profundamente capturada por el clima de época.
Este informe diagnóstico ofrece algunos elementos destacables. En primer lugar, desde el punto de vista interpretativo, oscila entre la búsqueda de las «causas» y la identificación de los «riesgos». Hay un viejo lenguaje de las ciencias sociales y de la epidemiología que regresa, al punto de que se reconoce la incidencia de la fragmentación social y el peso de los problemas «estructurales». Luego de muchos años de miradas subculturales, moralizantes y utilitaristas, este giro de análisis es un primer paso que necesita consolidarse como un verdadero campo de conocimiento y vincularse no tan mecánicamente con nuevas narrativas de política pública. La intención de una criminología aplicada solo tiene sentido si arraiga en un marco teórico que no caiga en los lugares comunes del individualismo metodológico y en las teorías del control.
En segundo lugar, a diferencia de los informes rutinarios del Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad, el panorama descriptivo que ofrece este estudio es más amplio. De hecho, recupera el espíritu de las primeras publicaciones del observatorio, que buscaban salir de la tríada homicidios-hurtos-rapiñas, incorporando las lesiones, la violencia de género y otros tipos de muertes violentas (como los suicidios y los accidentes de tránsito). En el caso de este informe, se visibilizan, además, los heridos por armas de fuego, las extorsiones, la corrupción y el narcotráfico.
Esta ampliación de asuntos nos lleva al tercer elemento destacable del informe: el reconocimiento expreso de las limitaciones de la estadística criminal. Por cierto, un reconocimiento viejo y sabido, que deja al descubierto no solo lo poco que se ha hecho, sino además los complejos nodos de intereses entre la política y la tecnocracia, pues, más que falta de conciencia sobre las debilidades, lo que hubo –y hay– son agendas de intereses que a veces convergen y otras, rivalizan. Volver a reconocer en un informe oficial las dificultades importantes para producir datos válidos y confiables sobre violencia y criminalidad implica asumir un compromiso mayor de trabajo interinstitucional para dejar de girar siempre sobre el mismo eje.
En términos más específicos, el informe insiste sobre el tema de los homicidios y los problemas de las clasificaciones. El asunto se vuelve a plantear sin soluciones todavía, aunque deja abierta la necesidad de revisar más en profundidad el crecimiento en los últimos años del renglón de «muertes dudosas». Del mismo modo, como ya se señaló, se colocan algunas evidencias de heridos por armas de fuego que, más allá de las debilidades de la información, amplía la descripción sobre esas modalidades de violencia. Con independencia
del homicidio doloso, también sería importante iluminar el peso y la evolución de las otras formas de homicidio, como las que ocurren en el marco de la legítima defensa, las culposas y las derivadas de la acción policial. Si efectivamente se quiere promover una comprensión estructural de los problemas, la violencia homicida no puede ser descrita solo a partir del criterio de la intencionalidad. También hay que decir que el informe alude a la evidencia reciente que surge de algunas preguntas sobre victimización delictiva (incluidas en la Encuesta Continua de Hogares), pero desestima una cantidad importante de estudios (nacionales y regionales) sobre la victimización, las percepciones sociales sobre el delito y las priorizaciones de las opiniones ciudadanas. Esas evidencias también son relevantes y reveladoras de un proceso que ha tenido sus propias lógicas.
Por otra parte, el diagnóstico deja planteadas algunas líneas interesantes de interpretación. Por ejemplo, se habla de una asociación entre los homicidios y las lesiones por armas de fuego, y entre los homicidios y las lesiones. A su vez, el crecimiento de las estafas y de los ciberdelitos parece ir de la mano con una reducción de los delitos patrimoniales más frecuentes (hurtos y rapiñas). Si bien este vínculo parece más razonable para contextos de países desarrollados, el informe no se adentra en la relación entre la expansión de los mercados ilegales (en particular, el de drogas) y la disminución reciente de las tasas de hurtos y rapiñas. Del mismo modo, el momento de la entrada en vigencia del nuevo Código del Proceso Penal (noviembre de 2017) es decodificado por sus efectos en el registro y el procesamiento de denuncias (el nuevo código implicó un sinceramiento estadístico que hizo subir los delitos, para pasar luego a una etapa de normalización). Por su lado, los delitos de corrupción se incorporan en el informe, aunque se desestiman las crecientes brechas de percepción entre las élites y la ciudadanía. Por último, la siniestralidad en el tránsito, que tiene a los varones jóvenes y a las motocicletas como protagonistas, es leída por fuera de las coordenadas de los procesos de precarización laboral. En definitiva, todo el informe carece de una perspectiva que tome en cuenta las desigualdades socioeconómicas como columna vertebral de la distribución de las violencias.
En la retórica oficial, se asume que la «evidencia» es sinónimo de la información que se produce administrativamente por las agencias del sistema penal. Las evidencias que surgen de las trayectorias de vida, de las interacciones sociales, de las dinámicas territoriales ¿acaso no deberían poder traducirse en lecturas diagnósticas que nos permitan fundamentar acciones distintas? Más aún, no hay diagnóstico completo sin un análisis de las capacidades institucionales, sin un abordaje del sistema de seguridad y sus rendimientos. Una Policía sobredimensionada, una Fiscalía profundamente debilitada, una política criminal regresiva, un sistema carcelario en crisis endémica, un mercado de seguridad privada en franca expansión, un conjunto de presiones empresariales, unas Fuerzas Armadas con participación en tareas de seguridad interna, una opinión pública modelada por estrategias mediáticas e intereses políticos, un capital social comunitario deteriorado y sin reacción, unos gobiernos locales con voluntad de participación pero sin recursos ni competencias, etcétera, son asuntos de alta complejidad que también requieren estrategias de conocimiento y de perspectivas de transformaciones institucionales. El informe sigue reflejando la «excepcionalidad uruguaya» en clave de fortaleza institucional, que de alguna manera sostiene una posición cómoda para no enfrentar cambios más profundos y decisivos.
Si efectivamente no se quiere hacer más de lo mismo, hay que promover un pensamiento conceptual que nos saque del eje represión-prevención y hay que desarrollar una mirada sistémica que se desplace desde lo punitivo hacia la dimensión de la integración social. Eso requiere otras categorías, otros actores y una gran capacidad de síntesis. Los diálogos que se anuncian son una gran oportunidad para un esperado punto de inflexión y para que la imaginación política no se deje sujetar ni por la demagogia punitiva ni por los intereses tecnocráticos.