Las nuevas denuncias sobre la situación de los hogares femeninos y los testimonios desgarradores de madres de adolescente torturados en el Sirpa agregan datos sobre una realidad que se agrava con las represalias a quienes se atreven a denunciarla. Los diputados de la Comisión de Derechos Humanos se rindieron a la evidencia de las barbaridades, pero algunos representantes del oficialismo minimizan y relativizan los hechos, en una actitud incomprensible que los deja al borde de la complicidad.
Los detalles del cotidiano lidiar con el sistema de responsabilidad penal juvenil se hacen carne en las palabras de madres y abuelas. La sensación que despiertan es inmediata. Es urgente.
“Durante casi un mes no pude ver a mi hijo porque estaba sancionado. Por las madres que están en la fila para tomar el ómnibus del inau me enteré de que cuando a los chiquilines les pegan y quedan lastimados los sancionan para que las madres no los vean. Yo había explicado todo esto a la primera abogada que me habían asignado en el juzgado (en el interior del país), que nunca me atendió. Le dije que por favor hiciera algo porque le estaban pegando, pero nunca me atendió. Llamé al hogar y me dijeron que mi hijo estaba sancionado. Expliqué que hacía casi un mes que no podía hablar con mi hijo y que de cualquier manera quería hablar con él. La funcionaria que me atendió, me cortó.” Cuando finalmente logró verlo, “me dijo que le habían dado una gran paliza, que le llenaron la cabeza de chichones, aunque lo único que alcancé a ver fue que estaba todo raspado, porque lo habían agarrado a patadas y lo habían tirado en el baño. ¡Con razón iba a hacer un mes que no lo veía! Yo estaba desesperada; entonces, me voy otra vez al juzgado y le digo a la abogada: ‘Mire, a usted la destinaron para esto. Si usted no me puede atender, deje espacio a otro’”. Pidió que la cambiaran de abogado, le dijeron que no se podía. Recurrió a los juzgados en Montevideo, donde finalmente le asignaron un abogado con el que tampoco tuvo suerte. “Mi hijo hace nueve meses que está ahí y no tuvo abogado hasta que entró la señora Sandra.”
Recorriendo los tribunales y los mostradores de la burocracia del sistema penal, las madres tomaron contacto con Sandra Giménez, la abogada que defendía las causas penales de otros gurises. Hacen manifiesto el agradecimiento que le tienen, sobre todo, por la voluntad de poner su cuerpo, su cara, su voz y su trabajo para denunciar intentando evitar las represalias. Eso también surge de la versión taquigráfica de la sesión de la Comisión de Derechos Humanos de diputados. La repercusión “adentro” de lo que pasa “afuera”. Adentro es aislamiento, destrato, agresividad, provocación, tortura. “Afuera” es denuncia.
“Empezamos a hacer las denuncias en el Sirpa en julio del año pasado. La responsable de jurídica nos dijo que no pusiéramos los nombres y que acudiéramos a ‘derechos humanos’, donde nos podrían ayudar más, porque si ella ponía los nombres de nuestros hijos, los iban a lastimar. Cuando fui a la visita mi hijo me dijo: ‘Mamá, por favor, no hagas denuncias porque a Fulano lo reventaron mal a palos porque la madre denunció y dijo su nombre’. Después volvimos a ‘derechos humanos’ y expusimos el caso”.
Se desconoce el resultado de las investigaciones internas del Sirpa iniciadas a raíz de las múltiples denuncias, más allá de los traslados a otros hogares de los funcionarios involucrados. En cuanto a las presentadas en la justicia, Brecha pudo confirmar que todas las que se encuentran en manos del juzgado de Pando, continúan aún en presumario. El comité de los derechos del niño elevó una carta a Jorge Díaz, el fiscal de corte, pidiendo explicaciones por las demoras que los fiscales están teniendo para presentar cargos en estos casos. Según supo Brecha, la denuncia más antigua data de abril del año pasado y fue iniciada en un juzgado de Montevideo y luego llevada a Pando. Allí, la jueza Isaura Tórtora estudia la posibilidad de unificar los expedientes en una megacausa, considerando que los denunciados se repiten. Al cierre de esta edición, esta medida no se había concretado aún, alegando que la dificultad radica en que todas están en distintas etapas de instrucción.
Las madres, mientras tanto, ven las huellas, intuyen: “Se siente una impotencia enorme. Viví en carne propia lo que es ver a un torturado; un hijo que sale con la mirada baja, no te habla, no sabe ni cómo expresarte las cosas: una ve el color de ese rostro que no tiene luz en los ojos; automáticamente baja la mirada y nunca te mira a la cara. Eso es lo peor que puede haber para una madre cuando va de visita, porque una sabe muy bien que algo está pasando”.
Buscan romper el silencio que atemoriza a los gurises y que se les va colando en el cuerpo, en la mirada y en los deseos: “En el caso de mi hijo, me cuenta de manera esporádica y no exactamente las torturas que ha recibido. Me he enterado de cosas en la cola de las madres: ‘A tu hijo le han hecho esto’. Entonces, en una de las visitas le comunico a él: ‘Me acabo de enterar en la cola por una de las mamás que hubo seis o siete chicos que dejaron desnudos en el patio, durante cinco días, haciéndolos saltar y engrillados. ¡Qué horrible! Después, con un cepillo de dientes, les hicieron limpiar el patio’. Estaba tratando de sonsacarle, a ver si él me comunicaba algo. Entonces, él me mira y me dice: ‘Uno de esos chicos era yo, mamá’. Traté de hacerme un poco dura, para no quebrarme ante él y tener la oportunidad de que me siguiera contando cosas. No pude lograrlo, hasta que un día, en una de las visitas, entra un chico muy delgado que mira a mi hijo. Yo miro al chiquilín y le pregunto a mi hijo: ‘¿Vos conocés a ese nene?’ Y me dice: ‘Sí, mamá; muchas noches, cuando yo estaba colgado en el baño, él inventaba que tenía que hacer pichí y caca para ponerse en cuatro patas, para que a mí no me dolieran tanto los brazos’. Él me contaba esporádicamente esas cosas, aunque no lo hacía de manera natural ni espontánea”.
Las madres también reconocen la importancia de contar con la Institución de Derechos Humanos como refugio y vehículo de sus denuncias, con la fiscalización de ese ojo insistente, sistemático y protocolizado. La pelea actual pasa por el acceso a las mínimas garantías: reglas claras de conducta y sanciones con conocimiento previo de ambas partes que reduzcan la discrecionalidad de las direcciones de los hogares y la erradicación inmediata de los castigos colectivos. También la regulación del vínculo con el exterior: que deje de prohibirse la visita como castigo, que la correspondencia deje de ser revisada (véase “Las gurisas”). Así como un mecanismo de denuncia y la garantía de que los pibes puedan contar con alguna defensa en cualquier instancia que los involucre.
En el mismo sentido empujan también los organismos internacionales de derechos humanos, el Comité contra la Tortura y el de los Derechos del Niño. Pero son las palabras de las madres y los familiares las que, una vez más, nos explican esta lucha en clave de derechos humanos: “Quiero que me devuelvan a mi hijo. Sé que cometió un error y está cumpliendo su pena por ese error, pero quiero a mi hijo como era antes, con una rehabilitación. El Sirpa les hace evaluaciones psicológicas; si uno tiene un pie rengo, pónganle una pierna ortopédica; si la mente está enferma y ellos tienen la evaluación, hay herramientas para que esos chicos salgan a la vida rehabilitados. Si yo no hago algo, si el grupo de madres no hace algo, si la sociedad no hace algo por esos chiquilines, cuando salgan van a matar. No vamos a tener a nuestros hijos; la sociedad va a tener niños enfermos”.