En la última década se instalaron “vagones rosa” –por el indisimulado color con que se los identifica– en el metro de tres ciudades latinoamericanas: México DF (2002), Rio de Janeiro (2006) y Bogotá (2014). Existen, además, ómnibus y taxis rosa en varias capitales del mundo. Y hace pocos días la ministra de Transporte de Londres propuso imitar los vagones exclusivos para mujeres que desde 2005 tiene el metro de Tokio.
En general estas alternativas se han impuesto tras un fuerte incremento de las denuncias de acoso machista o ante hechos que desataron la indignación colectiva. Por ejemplo en Bangkok, que en 2013 registró 31 mil agresiones sexuales en el transporte público, estos vagones fueron instalados hace dos meses luego que el empleado de una empresa ferroviaria violara y asesinara a una niña de 13 años en un recorrido nocturno. Allí los casos más graves suceden en trenes con camarotes y literas para dormir, por lo cual desde agosto se venden pasajes diferenciados por sexo.
Quienes defienden los vagones rosa como una medida provisoria señalan que es una respuesta rápida, porque erradicar el machismo del sistema educativo, policial y judicial será lento y gradual. No quieren esperar años o décadas para sentirse seguras al viajar; y por haber sufrido algún tipo de hostigamiento exigen el derecho a optar por viajar en un vagón exclusivo o en uno mixto. En El Cairo, por ejemplo, los vagones exclusivos son defendidos por miles de mujeres como una conquista y un escudo de protección a su intimidad, luego de que en los últimos años se incrementaran el acoso sexual y las violaciones en los espacios públicos.
Quienes se oponen entienden que el vagón rosa en lugar de enfrentar el acoso lo legitima. Implica asumir la derrota contra el patriarcado –razonan algunos movimientos feministas–, porque no brinda una respuesta al problema sino que lo maquilla. Y en lugar de desestimular la interacción entre hombres y mujeres, exigen que se combata a los acosadores. Afirman que el vagón rosa reforzaría el rol de las mujeres como sujetos vulnerables, débiles, que precisan ser tutelados por la misma sociedad que genera las condiciones para que se mantenga el acoso. El vagón rosa otorgaría una falsa sensación de seguridad e induciría a justificar el acoso de las mujeres que optan por los mixtos. Incluso podría abrir la puerta para considerar nuevas formas de segregación cultural (separando físicamente a los sectores en conflicto), sin poner en cuestión las condiciones estructurales que ambientan el acoso machista.
Entre las alternativas a medidas segregacionistas como el vagón rosa aparecen dos grandes tendencias: quienes hacen foco en la educación y quienes exigen la penalización. Los primeros demandan una fuerte labor del Estado a través de campañas educativas masivas que instalen el tema allí donde se produce el acoso (metro, ómnibus o tren): repartir volantes informativos a los pasajeros, pegar afiches dentro de los vehículos y difundir audios en sus parlantes. En Bogotá funciona desde agosto un escuadrón especial de la policía cuyos integrantes –en su mayoría mujeres– viajan encubiertos como civiles en el transporte público a la caza de los acosadores, se reforzó la asesoría legal gratuita y se crearon protocolos para facilitar las denuncias.
Quienes apuestan por el castigo legal, además de esas medidas exigen la penalización efectiva de la violencia machista. No alcanza, argumentan, con campañas educativas mientras el acoso en el transporte continúe naturalizado y no sea percibido como una amenaza para las mujeres. Penalizarlo, razonan, sería una forma de visibilizar rápidamente el problema, como lo hizo Holanda este año al establecer multas y prisión para frenar el acoso callejero (incluso el piropo). Sin embargo, están quienes descreen de la inflación penal y del camino coercitivo para combatir una conducta anquilosada en la sociedad, pues una legislación severa no garantizaría el cambio si el sistema educativo, judicial, policial y hasta político no está alineado contra el patriarcado.